La Batalla de Lepanto

Las bajas

Regresemos a la batalla. En el horizonte aparecieron negros nubarrones. El cielo amenazaba tormenta y muchas galeras estaban maltratadas y en peligro. Prudentemente, don Juan de Austria dio orden de acogerse a fondeadero seguro y la escuadra, llevando sus presas a remolque, fondeó aquella misma noche en Petala.

En los días siguientes se redactaron los informes que circularían por todas las cortes de Europa. Las pérdidas humanas sufridas por los turcos ascendían a 30000 bajas, entre muertos y heridos, a los que cabría sumar 5000 prisioneros. Unos 12000 galeotes cristianos habían recuperado la libertad.

La Liga había perdido solamente doce galeras (cuatro de Doria y ocho de Venecia) y tuvo 10000 muertos (unos 7600 en la batalla y el resto como consecuencia de las heridas, muchos de ellos por flecha envenenada) y 21000 heridos.

El 24 de octubre, en Corfú, se repartió el botín: 117 galeras, 13 galeotas, 117 cañones gruesos, 260 piezas menores y 3486 esclavos.

Don Juan de Austria dispuso que las galeras más rápidas partieran inmediatamente a llevar la noticia de la victoria a los Estados miembros de la Liga. Las nuevas llegaron a Felipe II veinticuatro días después de la batalla. El rey estaba asistiendo al rezo de las vísperas en la basílica de El Escorial, cuando un mensajero compareció excitadísimo en su presencia. El rey le dijo: «Sosegaos. Vamos al coro y allí hablaremos mejor.» Luego, cuando supo la noticia, el monarca completó sus rezos y encargó una misa por el alma de los que habían muerto en Lepanto.

La escuadra regresó a Mesina en cuyo puerto penetró entre salvas y cantos alborozados, arrastrando por el agua los trofeos y banderas conquistados al enemigo según era costumbre. La galera Real de don Juan estaba tan maltrecha que no volvió a hacerse a la mar. Allí acabó su breve y brillante carrera: sólo un viaje, sólo una batalla. En el interesante Museo Naval instalado en las antiguas atarazanas de Barcelona, donde se construyó la galera original, se puede hoy admirar una excelente reproducción de la Real a tamaño natural realizada a partir de las detalladísimas descripciones de la época.

Todo terminó bien. La noticia del vencimiento del

turco produjo una inmensa alegría en la Cristiandad. Calurosas felicitaciones llovieron sobre Felipe II y el Papa. Incluso Isabel de Inglaterra felicitó al rey de España. La batalla de Lepanto fue, durante mucho tiempo, objeto de inspiración para pintores (Tiziano, Tintoretto y el Veronés entre otros) y para poetas. La Liga en cambio duró poco. Se disolvió a la muerte del papa Pío V, en 1572. Y Venecia perdió Chipre finalmente.

Los turcos no tardaron en recuperarse. Se dice que el sultán comentó al conocer la derrota: «Me han rapado las barbas: volverán a crecer con más fuerza.» Pero en adelante los turcos se mostraron menos agresivos y diez años más tarde se volvieron contra Persia y perdieron interés en el Mediterráneo.

Felipe II, por su parte, hizo lo propio al interesarse más por Inglaterra. Fue como un acuerdo tácito: los turcos dominaban el Mediterráneo oriental y cedían a sus rivales la hegemonía en el occidental.

Pero Cervantes, hombre de su tiempo, que llevaba a Lepanto en su manquedad, nunca supo que la batalla había servido para poco. O quizá lo sospecha, adelantándose a los historiadores, cuando sugiere que el Turco sufrió más la derrota en su amor propio que en su hacienda: «Y aquel día, que fue para la Cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban creyendo que los turcos eran invencibles por la mar, en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada.»