La batalla de Lepanto se celebró a la salida del golfo de Patrás, no lejos de la punta Escrofa (Scropha), que los turcos luego llamarían cabo Ensangrentado. Los italianos denominaban Lepanto a los golfos de Patrás y Corinto y al puerto actualmente llamado Naupacta, situado en el estrecho que existe entre los golfos citados. La escuadra cristiana desplegada en formación de combate ocupaba un frente de más de seis kilómetros de largo, dividido en cuatro cuerpos. En el centro la galera Real de don Juan de Austria flanqueada a su diestra y siniestra por las dos capitanas pontificia y veneciana mandadas respectivamente por Marco Antonio Colonna y Sebastián Veniero. Desplegadas a sus lados bogaban las otras 61 galeras del cuerpo central, señaladas con gallardetes azules. El cuerpo de la izquierda, al mando de Agustín Barbarigo, estaba integrado por 53 galeras que lucían gallardetes amarillos. Barbarigo procuraba ceñirse a la costa para cortar el paso del ala derecha turca cuando intentara envolverlo para atacarlo por la retaguardia. En el ala derecha, al mando de Andrea Doria, iban 54 galeras con gallardetes verdes. Había además una escuadra de reserva, de 30 galeras con gallardetes blancos, al mando de Alvaro de Bazán. Las seis galeazas venecianas navegaban adelantadas, dos delante de cada cuerpo. La formación turca era bastante parecida a la aliada. Al principio adoptaron una forma de media luna, con los extremos adelantados, prestos para envolver la línea enemiga, pero luego rectificaron y se atuvieron a la línea recta. En el centro turco navegaba la potente Sultana, la capitana de Ah Pachá, con 87 galeras. El ala izquierda, que se enfrentaría a Andrea Doria, alineaba 61 galeras y 32 galeotas y estaba mandada por Uluch Ahí, el renegado. En el ala derecha turca, mandada por Chuluk Bey (llamado Mohamed Sirocco por los cristianos), navegaban 55 galeras y una galeota. Éstos se enfrentarían a la escuadra de Barbarigo. Si la escuadra de combate turca era más fuerte que la cristiana, la de reserva, mandada por Amarat Dragut, era en cambio más débil, pues aunque estaba compuesta de 31 unidades, sólo ocho de ellas eran galeras. En medio de la clara mañana resonó el protocolario cañonazo de desafío de la Sultana, al que inmediatamente respondió otro de la Real. Los navíos izaron bandera de combate, los turcos el verde sanyac de La Meca; los cristianos el estandarte azul adamascado de la Liga decorado con la Virgen de Guadalupe, Cristo crucificado y las armas respectivas de España, el Papa y Venecia. Tomadas las últimas disposiciones, Don Juan de Austria transbordé a una fragata ligera y pasó revista a sus galeras. A los españoles les decía: «Hijos, a morir hemos venido. A vencer si el cielo así lo dispone.» Y a los venecianos: «Hoy es el día de la venganza. En las manos tenéis el remedio de vuestros males.» Por doquier se agolpaban a verlo y lo vitoreaban. Cuando llegó a la galera de Veniero, el general veneciano, tan primario y emotivo en la contrición como en la ira, le rogó, llorando, que olvidara sus yerros e hizo promesa de esforzarse más que nadie en el combate que se avecinaba. Don Juan le respondió con palabras de aliento y reconciliación. Las escuadras invirtieron toda la mañana en desplegarse y aproximarse. Mientras tanto cada cual se ocupaba en sus asuntos. Los frailes y sacerdotes (franciscanos, agustinos y jesuitas) daban la absolución a los combatientes, a los marineros y a la chusma; los artilleros y los soldados preparaban y revisaban sus armas; los cirujanos, sus herramientas y remedios. Los más ocupados eran, seguramente, los carpinteros. En cada galera el carpintero se afanaba en cortar el espolón del navío. Esta sabia disposición fue un gran acierto pues, en un combate tan abigarrado como el que se avecinaba, este aditamento iba a constituir más un estorbo que una ventaja y, por otra parte, al suprimir el espolón, el espacio delantero o tamboreta quedaba perfectamente despejado para que la batería ganara en capacidad de fuego. Don Juan de Austria, dando muestras de gran prudencia, había ordenado días atrás que los espolones se aserraran sólo parcialmente, para que las galeras los conservaran hasta el último momento, evitando así que los turcos copiaran la idea. Hacia las once de la mañana, el viento cambió de pronto y comenzó a soplar de poniente. Los turcos arriaron las velas y tuvieron que impulsar sus naves a remo, mientras que los cristianos izaban las velas y dejaban descansar a sus remeros. La mudanza fue interpretada de modo distinto en cada bando: en uno pensaron que era señal del cielo de que Dios velaba por los intereses de los suyos; en el otro, que Alá los castigaba por sus pecados. Ya las flotas se habían aproximado tanto que podían contarse las naves. En estos momentos el astuto Uluch Alí separó las suyas del cuerpo principal turco, la clásica maniobra conducente a rodear la escuadra enemiga para atacarla por la retaguardia. Andrea Doria, al advertirlo, contramaniobró separando a su vez sus naves del cuerpo principal para cortar el paso a las de su oponente, pero al hacerlo tuvo que alargar el espacio que ocupaba abriendo una peligrosa brecha entre su ala y el cuerpo central. Mientras tanto las enormes galeazas venecianas se habían adelantado, a remolque de algunas galeras, hasta situarse a un kilómetro delante de la línea cristiana y esperaban a que los turcos se les pusieran a tiro. Se acercaba la hora del mediodía cuando las armadas llegaron tan cerca la una de la otra que ya podían distinguirse los soldados en sus puestos de combate tras las bordas, el flamear de los petos y el fragor de los remos al hendir rítmicamente el mar. El aire se había echado dejando un Mediterráneo calmo como mancha de aceite. Los turcos comenzaron a proferir sus gritos de guerra y a golpear las armas sobre los escudos. A lo cual respondían los cristianos sonando tambores y trompetas. Desde antiguo esto de hacer ruido en los preliminares del combate es reputado procedimiento de guerra psicológica que ahuyenta el miedo propio y amedrenta al adversario. Don Juan de Austria había hecho advertir previamente a las tripulaciones que no se dejaran asustar con la grita y gestualidad del turco. Cuando la armada turca se les puso a tiro, las galeazas adelantadas comenzaron a saludarla con el fuego graneado de sus 264 piezas. Los turcos, a pesar de los estragos que hacían en ellos, continuaron la boga impertérritos y rebasaron la línea de las galeazas rehuyendo atacarlas para ir directamente contra la escuadra cristiana. ¿Por qué no atacaron los turcos a las galeazas? Por múltiples motivos. En primer lugar, los cañones de la galera eran fijos e iban montados en su proa. Se apuntaba con la galera misma, desviándola de su curso. Cualquier maniobra contra las galeazas habría alterado la línea turca cuando el choque con la cristiana era inminente. Por otra parte intentar asaltar las galeazas hubiera sido suicida: estaban bien defendidas de artillería y arcabuceros y tenían las bordas tan altas que eran, desde la bajísima perspectiva de una galera, como castillos inaccesibles anclados en medio del mar. Las galeazas quedaron, pues, a retaguardia de los turcos y siguieron haciendo fuego contra ellos mientras los tuvieron a tiro. Luego hubieron de contentarse con asistir de lejos a la batalla. Su intervención había sido breve pero efectiva, puesto que, además de hundir dos galeras, desordenaron la línea otomana, le causaron daños en algunas embarcaciones y más daños aún en su moral de combate. Además, el turco supersticioso no dejaría de tomar por augurio funesto que uno de los cañonazos de la galeaza de Duodo acertara plenamente en el fanal de la capitana turca. El fanal, o gran farol que las galeras llevaban en popa, era el adorno principal de aquellas embarcaciones y el símbolo denotador de su rango cuando navegaban en escuadra. La nave capitana era la única que montaba fanal y, si la escuadra era confederada, como la de la Santa Liga, y había por lo tanto varias capitanas, la de mayor rango montaba tres fanales y las otras sólo uno. Por cierto, Andrea Doria hizo desmontar y guardar en la bodega el de su galera antes de entrar en combate. Era regalo de su esposa, una obra de arte de mucho precio en forma de globo terráqueo, y no quería que se lo estropearan. Esta decisión, y algunas otras que tomó durante la batalla, le fueron luego muy criticadas por los que lo acusaron de pusilánime o de traidor. Las escuadras cristiana y otomana se encontraron por fin frente a frente. La turca se adelantó a disparar sus piezas un tanto precipitadamente, cuando el enemigo estaba todavía demasiado lejos. Los proyectiles pasaron por encima de las naves sin hacer blanco. Por el contrario, los cristianos se abstuvieron de disparar hasta que tuvieron a los turcos muy cerca y entonces descargaron su andanada con terrible efectividad. Las galeras, lanzadas a toda velocidad, se embistieron con un chasquido de maderos astillados y remos quebrados. Las turcas clavaron sus espolones en las cristianas y éstas lo que quedaba de los suyos en las turcas. Así trabadas, la artillería de unas y otras hacía nuevas descargas, a quemarropa. Al propio tiempo la infantería disparaba sus armas y se aprestaba para el abordaje. En cierto modo, después de descargar las piezas y de maniobrar hasta chocar con el enemigo, la batalla naval se transformaba en una batalla terrestre, fiada al vigor de la infantería y a la fuerza de los tiradores de uno y otro bando. |