La Batalla de Lepanto

La galera

El diseño de la galera, el navío que armó las flotas otomana y cristiana en Lepanto, se remontaba a la antigüedad. Grandes constructores de galeras fueron los fenicios, los griegos y los romanos. En la Edad Media casi se dejaron de construir pero los venecianos la sacaron del olvido en el siglo XIII para emplearla en su comercio de exquisiteces orientales en sustitución de las naves medievales pesadas y lentas.

La galera se impulsaba a remo y a vela. Era larga y estrecha como una libélula, apenas sobresalía un metro y medio del agua, tenía una sola cubierta y desplazaba unas trescientas toneladas. Era buena para el apacible Mediterráneo, pero cuando hacía mal tiempo no podía navegar, pues un golpe de mar podía partirla en dos, o anegarla o romper los remos. En invierno, las galeras permanecían inactivas, al resguardo de sus astilleros. Al comenzar la primavera se reparaban y aparejaban de nuevo y regresaban al mar, hasta principios del otoño.

No había gran diferencia de diseño entre las galeras mercantes y las de guerra, pues todas debían llevar fuerte escolta para prevenir los ataques de los piratas. A proa y a popa montaban dos plataformas de combate unidas por una estrecha pasarela central por la que discurrían los capataces o cómitres con sus látigos o rebenques vigilando a los remeros que bogaban a uno y otro lado.

Los remos de las galeras eran enormes, de hasta doce metros de longitud y ciento treinta kilos de peso. Estaban hechos de madera de haya. Cada uno de ellos era accionado por cuatro o cinco galeotes. Cuando soplaba viento favorable, la galera levantaba una o dos velas triangulares y los remeros podían descansar.

Las galeras estaban armadas con hasta diez piezas de artillería fijas, dispuestas en batería, cinco a proa y el resto a popa. Estos cañones disparaban paralelamente al eje de la galera. Aparte de esto la galera de guerra embarcaba un número considerable de arcabuceros y hombres de armas cuyo cometido consistía en abordar y conquistar la nave enemiga a la que se inmovilizaba embistiéndola con el largo y poderoso espolón de proa.

Los remeros de las galeras turcas solían ser cautivos apresados por los piratas, o prisioneros de guerra. Los de las cristianas eran delincuentes condenados a trabajos forzados que iban encadenados al banco y pelados al cero (por razones higiénicas y para que fueran fácilmente identificables en caso de fuga). Además de remeros forzados, que recibían el nombre genérico de chusma, los había voluntarios o buenas boyas, que remaban a cambio de un sueldo. Solían ser antiguos galeotes forzados incapaces de reinsertarse en la sociedad, que se reenganchaban después de cumplida su condena.

La dureza del trabajo de los galeotes combinada con las precarias condiciones higiénicas en que vivían explica que casi nunca llegaran a viejos. Pasaban todo el día a la intemperie, vestidos de pringosos harapos, con frío o calor, y «el sudor continuo que desprenden remando —leemos en un testimonio de la época—, y la falta de ropa, producen todo tipo de parásitos; a pesar de todos los intentos que se han hecho por limpiar las galeras, no se ha podido evitar que pululen los piojos y los chinches que, metiéndose en la ropa de los forzados, toman de noche el puesto de los verdugos que los matan a golpes durante el día (...) tienen la palma de la mano tan dura como la madera, a fuerza de remar».

Los galeotes dormían, comían y a menudo hacían sus necesidades en el propio banco. Por este motivo las galeras apestaban y de noche, con viento favorable, podían ser detectadas, por el olfato, a varios kilómetros de distancia. Los oficiales de galeras, aunque rudos hombres de guerra, procuraban mitigar el hedor que se colaba en sus camaretas quemando sustancias olorosas y respirando a través de pañuelos perfumados.

Es que aquellas criaturas no comían gloria. La ración diaria del galeote era bastante monótona: mitad de cuarto de potaje de habas o garbanzos, un kilo de bizcocho (pan horneado dos veces para evitar que se endureciera) y unos dos litros de agua. Los buenos boyas recibían, además, algo de tocino y un litro de vino. Esta dieta se mejoraba y aumentaba en vísperas de la batalla, cuando se les iba a exigir un esfuerzo suplementario. En boga dura había que suministrar al remero por lo menos un litro de agua por hora para evitar que se deshidratara.

El ritmo de la boga era marcado a trompeta o tambor por un cómitre asistido por algunos vigilantes que recorrían la pasarela alta arreando latigazos a los remeros que flojeaban. Como es natural los cautivos odiaban a muerte a sus cómitres y oficiales y, si la ocasión se presentaba, se amotinaban y los asesinaban. Cervantes, que conoció bien la vida de las galeras, cuenta un caso real: «soltaron todos a un tiempo los remos y asieron de su capitán, que estaba sobre el estanterol gritando que bogasen apriesa, y pasándole de banco en banco, de popa a proa, le dieron bocados, que a poco más que pasó del mástil ya había pasado su ánima al infierno».