El Saqueo de Roma

 

  El día 6 de mayo de 1527, el ejército Imperial de Carlos V, del que formaban parte unos dieciocho mil lansquenetes, muchos de ellos luteranos, toman al asalto Roma y durante semanas someten a saqueo la Ciudad Eterna. El terrible episodio, que se inscribe en la segunda guerra entre el emperador Carlos V y el rey francés Francisco I, marca el fin del papado renacentista en Italia. Los saqueos, cometidos por tropas que se habían quedado sin jefes, degeneraron en una orgía de sangre: se multiplicaban los episodios de pillaje, violaciones y torturas contra la población civil. Un texto veneciano de la época dice: "El Infierno no es nada si se lo compara con la visión que ofrece la Roma actual." El humanista Erasmo de Rotterdam, por su parte, escribe: "Roma no era sólo la fortaleza de la religión cristiana, la sustentadora de los espíritus nobles y el más sereno refugio de las musas; era también la madre de todos los pueblos. Porque para muchos Roma era más querida, más dulce, más bienhechora que sus propios países. En verdad, este episodio no constituyó sólo el ocaso de esta ciudad, sino el del mundo."


  En este segundo duelo entre Francia y el Imperio se distinguen claramente dos etapas. En la primera, el conflicto adquiere las características de un enfrentamiento entre las dos cabezas supremas de la cristiandad, el máximo poder espiritual, Clemente VII, y el máximo poder temporal, Carlos V. Se combate en Italia. Las tropas francesas apenas intervienen. En la segunda parte, entra en lid nuevamente Francisco I. Se trata de dilucidar definitivamente quién va a ser el dueño de Italia.

  Al comenzar las hostilidades, el ejército imperial con base en Italia se encuentra en condiciones de franca inferioridad. El duque de Milán ha arrojado de la ciudad a los imperiales. Lodi se pierde también. Frente a los 10.000 hombres que manda el condestable de Borbón se aprestan las tropas mucho más numerosas de los aliados.

  El 20 de septiembre las tropas españolas se presentan frente a los muros de Roma; finalmente entran en la ciudad. El Papa tiene que refugiarse en el castillo de Sant'Angelo. Asustado ante el saqueo que llevaron a cabo los soldados en la misma Iglesia de San Pedro, Clemente VII accede a firmar una tregua de cuatro meses.

  Hugo de Moncada, dándose por satisfecho, se retira de Roma, llevándose como rehenes a dos cardenales, sobrinos del Papa. Pero Clemente no respetó la tregua.

  Entretanto, las tropas del condestable de Borbón se encaminan hacia Roma. Borbón, como representante del emperador en Italia, iba dispuesto a obligar al Papa a cumplir las condiciones estipuladas. Con él iban el capitán Jorge de Frundsberg con sus tropas alemanas, los lansquenetes, unos 18.000 hombres, entre los que no faltaban muchos luteranos, gentes para quienes el Papa era el mismísimo Anticristo. Junto a los 10.000 españoles, los 6.000 italianos, los 5.000 suizos y los 6.500 jinetes que integraban las fuerzas de caballería, el ejército del condestable de Borbón venía sobre la Ciudad Eterna como un nublado. Parte de ellos quedaron con Leyva guarneciendo el Milanesado; mas el grueso del ejército (cerca de 30.000 hombres) ya estaba en marcha hacia el sur. Conforme avanzaban, se les iban uniendo gentes extrañas, aventureros, oportunistas, que acudían al olor del botín. Por eso se ha comparado la marcha de aquel ejército al avance de una bola de nieve que crece y crece conforme rueda.

  El Papa, entretanto, hacía y deshacía las treguas con una inconsciencia demencial. Apenas recibía noticias de que algún aliado proyectaba enviarle socorro, rompía los pactos, para volver a rehacerlos al ver que los socorros no llegaban.

  "Quebrantando cien veces su palabra siempre que recibía alguna noticia esperanzadora de llegada de refuerzos franceses, parecía confiar, en último término, en detener con un gesto pacífico la marcha de sus enemigos."

  A finales de marzo, los imperiales estaban acampados cerca de Bolonia. La tropa se desesperaba. Habían tenido que soportar los rigores de un crudo invierno; las soldadas tardaban en pagarse; la noticia de que se trataba de ajustar una tregua a sus espaldas les exasperó. Estallaron los motines. Frundsberg, confiado en tranquilizar a sus soldados con una arenga, tuvo que soportar una rechifla tan monumental que murió del disgusto. La soldadesca quería resarcirse de las penalidades sufridas con el botín que le esperaba en las ricas ciudades de Italia. Intentando frenar el alud, Clemente VII ofreció a Borbón 60.000 ducados. Borbón, presionado por las tropas, pidió 240.000 El Papa regateó y el condestable respondió subiendo su propuesta a 300,000 ducados. Clemente no estaba en condiciones de ofrecer aquella suma, y el pueblo romano mucho menos aún, desconfiando más incluso que sus enemigos de la palabra del Papa. Se intentó una colecta entre los romanos. El más rico de ellos no aportó más de 100 ducados. Presas del pánico, los patricios y los cardenales se apresuraron a ocultar sus tesoros y a huir de Roma Señores hubo que reclutaron tropas privadas para poner guardia a sus propios palacios, No era posible organizar una defensa conjunta. Renzo di Ceri, encargado por el Papa de coordinar los esfuerzos y dirigir la defensa, demostró su incapacidad descuidando tomar las más elementales medidas defensivas. NI siquiera se pensó en destruir los puentes del Tíber, operación que habría impedido a los atacantes penetrar en el corazón de la ciudad. Sabiendo que el ejército imperial venía sin artillería y encontrándose ellos bien artillados, llegaron incluso a rechazar la ayuda que precipitadamente le ofrecieron algunos de los capitanes de la liga.

  "En 1527 -escribe Gregorovius-, los descendientes de aquellos romanos que en un tiempo habían rechazado desde sus murallas a poderosos emperadores, no conservaban ya nada del amor por la libertad y de las viriles virtudes de sus progenitores. Aquellas cuadrillas de siervos del clero, de delatores, de escribas y fariseos, la plebe nutrida en el ocio, la burguesía refinada y corrompida, privada de vida política y de dignidad, la nobleza inerte y los millares de sacerdotes viciosos eran semejantes al pueblo romano de los tiempos en que Alarico había acampado ante Roma."

 

  A primeros de mayo, el ejército imperial acampa frente a los muros cercanos al barrio del Vaticano, la llamada Ciudad Leonina, donde se hallaban los palacios pontificios la fortaleza de Sant'Angelo (unida al Vaticano por un pasadizo amurallado) y la basílica de San Pedro.

  El 6 de mayo, durante la noche, cayó una espesa niebla sobre la ciudad. Apenas clareó, comenzó el ataque a la misma. La niebla Impedía ver a los asaltantes La artillería disparaba al azar desde Sant'Angelo, Los Imperiales adosaron sus escalas a los muros entre el estruendo de la arcabucería, Tiempo adelante, el famoso escultor y aventurero florentino Benvenuto Cellini, que por aquellos días se encontraba en Roma y participó en la defensa de la ciudad, contaría en su vida un incidente ocurrido en el sector donde luchaba él:

  "Vuelto mi arcabuz donde yo veía un grupo de batalla más nutrido y cerrado, puse en medio de la mira precisamente a uno que yo veía levantado entre los otros; la niebla no me dejaba comprobar si iba a caballo o a pie. Me volví inmediatamente a Lessandro y a Cecchino, les dije que disparasen sus arcabuces... Hecho esto por dos veces cada uno, yo me asomé a las murallas prestamente, y vi entre ellos un tumulto extraordinario. Fue que uno de nuestros golpes mató a Borbón; y fue aquel primero que yo veía elevado por los otros, según lo que después comprendí."

  En efecto. el condestable de Borbón, mortalmente herido, había caído de una escalera gritando:

 

  "Ah, Virgen Santa, soy hombre muerto."

   

  La noticia se difundió rápidamente tanto entre los asaltantes como entre los defensores. Éstos, creyendo que habían conseguido ya la victoria, descuidaron de momento la defensa, Aquéllos, enfurecidos por la muerte de su general y descontrolados al faltarles su jefe, se lanzaron con mayor brío aún al asalto de Roma. Los Alféreces españoles, con sus banderas a cuestas, fueron los primeros en saltar el muro, a los gritos de "ĦEspaña!, ĦImperio!".

  "Que detrás de ellos -cuenta Pedro Mexía- las otras naciones hizieron lo mismo. La victoria es cosa cruel y desenfrenada; pero ésta fuelo más que otra, porque la indinación de la gente de guerra contra el papa y cardenales hera grande por las ligas pasadas, e por el quebrantamiento de la tregua de D. Hugo, por los grandes trabajos que en el camino habían pasado, e sobre todo por faltarle el Capitán General, que pudiera templar la furia de los soldados e poner orden en las cosas. De manera que, indignados y desenfrenados, sin piedad matavan y herían a cuantos pudieron alcanzar, siguiendo el alcance hasta las puentes del río Tíber, que divide el burgo donde está el palacio sacro y la iglesia de San Pedro, de la cibdad, asta se apoderar de todo él; lo qual hizieron en muy breve espacio. E lo saquearon e robaron todo."

  El Papa, que estaba orando en San Pedro, escapó de la basílica en el momento justo en que los imperiales hundían las puertas a hachazos y mataban a los guardias suizos que lo defendían. Por el pasadizo anteriormente mencionado, Clemente VII se refugió en Sant'Ángelo, junto a algunos cardenales y obispos que estaban con él. Renzo di Ceri también se refugió allá, con 500 guardias suizos. En adelante, la guardia suiza conmemoraría hasta nuestros días su defensa de Vaticano, celebrando cada 6 de mayo la jura de bandera de los nuevos miembros de la guardia.

  El mediodía trajo un descanso a los asaltantes. El príncipe de Orange, que se había hecho cargo, entretanto, del mando supremo del ejército, dio la orden de continuar el asalto apenas terminaron de comer. Los puentes del Tíber fueron atravesados y continuó la lucha en el resto de la ciudad:

  "Y tras esto, sin hacer diferencia de lo sagrado ni profano, fue toda la ciudad robada y saqueada, sin quedar casa ni templo alguno que no fuese robado, ni hombre de ningún estado ni orden que no fuese preso y rescatado. Duró esta obra seis o siete días, en que fueron hechas mayores fuerzas de insultos de lo que yo podía escribir. Y de esta manera fue tomada y tratada la ciudad de Roma, permitiéndolo Dios por sus secretos juicios; verdaderamente, sin lo querer ni mandar el Emperador, ni pasarle por el pensamiento que tal pudiera suceder. Y éste fue el fruto que sacó el papa Clemente, por la pertinencia y dureza que tuvo en ser su enemigo".(P.Mexía)

  Durante el día 6 de mayo, el esfuerzo por conquistar la ciudad no permitió la organización metódica del saqueo. Los mayores destrozos los causaron los incendios provocados para quebrantar la resistencia de los defensores. Pero aun así se cometieron actos de extremada crueldad, que no se explican sino por el deseo de infundir el terror al resto de la población. La soldadesca penetró en el hospital del Espíritu Santo y asesinó a los enfermos que en él se alojaban. Aquella noche, los capitanes imperiales lograron reagrupar a sus hombres. Los españoles se concentraron en la plaza Navona. Los alemanes, Campo del Fiori. El cuerpo del Condestable había sido trasladado, entretanto, a la capilla y colocado en un catafalco. A media noche se dio la señal de romper filas. Entonces comenzó la orgía de sangre. De los cincuenta y cinco mil habitantes que Roma contaba, sólo quedó poco más de la mitad. El resto logró escapar o fue asesinado. El total de las pérdidas materiales sufridas alcanzó la cifra, astronómica en aquellos tiempos, de diez millones de ducados. Los palacios de los grandes fueron saqueados, tanto los de la nobleza como los de los eclesiásticos. Los que ofrecieron resistencia fueron borrados con minas o flanqueados a cañonazos. Algunos se salvaron del saqueo pagando fortísimo su rescate. Pero los palacios respetados por los alemanes fueron saqueados por los españoles, y viceversa. No se respetaron los de los próceres partidarios del emperador, que habían permanecido en Roma pensando que nadie les molestaría. La iglesia nacional de los españoles (Santiago, en la plaza Navona) y la de los alemanes (Santa María del Ánima) fueron saqueadas. Se violaron las tumbas en busca de joyas. La de Julio II fue profanada. Las cabezas de los apóstoles San Andrés y San Juan, la lanza Santa, el sudario de la Verónica, la Cruz de Cristo, la multitud de reliquias que custodiaban las iglesias de Roma..., todo desapareció. Los eclesiásticos fueron sometidos a las más ultrajantes mascaradas. El cardenal Gaetano, vestido de mozo de cuerda, fue empujado por la ciudad a puntapiés y bofetadas. El cardenal Ponzetta, partidario del emperador, también fue robado y escarnecido. Otro, Numalto, tuvo que hacer el papel de cadáver en el macabro entierro que organizaron los lansquenetes. Las religiosas corrieron la misma suerte de muchísimas otras mujeres, e incluso niñas de diez años, en manos de la soldadesca lasciva. Muchos sacerdotes, vestidos con ropas de mujer, fueron pasados y golpeados por toda la ciudad, mientras los soldados, vestidos con los ornamentos litúrgicos, jugaban a los dados sobre los altares o se emborrachaban en unión de las prostitutas de la ciudad.

  "Algunos soldados borrachos -cuenta Gregoribus- pusieron a un asno unos ornamentos sagrados y obligaron a un sacerdote a dar la comunión al animal, al que previamente habían hecho arrodillarse. El desventurado sacerdote engulló todas las sagradas formas antes de que sus verdugos le dieran muerte mediante tormento."

 

  Muchas iglesias y palacios (así la basílica de San Pedro y los palacios del Vaticano) fueron convertidos en establos. Las bulas y los manuscritos de las ricas bibliotecas romanas fueron a parar a los presentes. Los soldados destrozaron multitud de obras de arte. El famoso fresco de Rafael conocido como "la escuela de Atenas" quedó deteriorado por los lanzados de los lansquenetes. Uno de ellos grabó sobre el una frase que expresaba perfectamente los ánimos de su autor: "vencedor el emperador Carlos y Lutero". Lutero, en efecto, fue proclamado papa en aquellos días por los soldados alemanes.

  La situación de los que se encerraron en Sant'Ángelo era bastante desesperada. La carne de burro se reservó como bocado exquisito para los obispos y los cardenales. Los soldados sitiados colgaban niños, atados con cuerdas por los muros para que se recogiese de los fosos las hierbas que allí crecían. Los imperiales, desde las trincheras que abrieron alrededor del Castillo, mataron camuflados a muchos de ellos. Un capitán estranguló con sus manos a una vieja que llevaba al papa un poco de lechuga. El príncipe de Orange, a los tres días del asalto había dado la orden de interrumpir el saqueo, pero nadie le obedeció. Únicamente pudo evitar que no fuese saqueada la Biblioteca Vaticana, gracias a que se estableció en ella su residencia. La noticia de lo ocurrido llegó a España "precedida y desconectada de mil falsos rumores, creando una atmósfera tempestuosa y revolucionaria" (Bataillon). Al año siguiente la Inquisición abrió un proceso contra el doctor Eugenio Torralba, acusado de hechicería. Según decía Torralba, él había sido el primero en conocer lo ocurrido y en difundir lo por España. Casi un siglo después, Cervantes recogería los ecos de este incidente en la segunda parte del Quijote, capítulo XLI:

  "No hagas tal -respondió don Quijote-, y acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma, y se apeó Torre de Nona, que es una calle de la ciudad, y vio todo el fracaso y asalto de muerte de Borbón, y por la mañana ya estaba de vuelta en Madrid, donde dio cuenta de todo lo que había visto."

  Estas singulares "revelaciones", dentro de su evidente inverosimilitud, no dejan de tener valor como testimonio de un fenómeno de sugestión colectiva que acompañó al conocimiento de lo ocurrido en Roma. Carlos se encontraba por aquellos días ocupado en la preparación de las cortes que habían de reunirse en Valladolid, de las que esperaba conseguir los créditos que necesitaba para acudir en ayuda de su hermano, amenazado por los turcos, y para proseguir su política imperial. Al conocer la noticia, Carlos se vistió de luto. Ordenó que se suspendieran las fiestas con que se celebraban el nacimiento de su hijo Felipe. Dispuso unos solemnes funerales por el alma del condestable de Borbón. Escribió cartas explicativas a los demás soberanos de Europa. Aunque se alegró de la victoria obtenida, "le pesó en el alma y mostró gran sentimiento de que hubiese sido con tanto daño de aquella ciudad y prisión del papa".

  La opinión pública europea quedó perpleja. Entre los amigos de Carlos, no faltaron quienes, como Luis Vives, manifestaron su opinión favorable a lo ocurrido:

  "Cristo ha concedido a nuestro tiempo -escribía Vives en griego, para hacer más confidenciales sus palabras y la más hermosa oportunidad para esta salvación, por las victorias tan brillantes del emperador y gracias al cautiverio del papa."

  Otros, sin embargo, aún perteneciendo al círculo de colaboradores del emperador, no dejaron de mostrar su preocupación por lo ocurrido. El mismo Alfonso de Valdés, en una carta que escribió a su amigo Erasmo en aquellos días, se expresaba de la siguiente manera:

  "De La toma de Roma no te escribiré nada. Sin embargo, me gustaría saber qué crees que debemos hacer nosotros en presencia de este gran acontecimiento, tan inesperado, y las consecuencias que esperas de él."

  La Liga Clementina reaccionó violentamente. Francia e Inglaterra enviaron embajadores exigiendo la liberación del Papa, la restitución del Milanesado y el castigo de los responsables del saqueo de Roma. Al mismo tiempo un ejército francés, mandado por Lautrec, penetraba en Italia. Lo componían cerca de 65.000 hombres. Génova cayó en sus manos. Nápoles ya parecía al alcance de sus propósitos: los barones napolitanos, esperando la llegada de los franceses de un momento a otro, se levantaron contra el poder imperial. En Roma se encontraba todavía el ejército de Orange, diezmado por las deserciones, la peste y el hambre. Poco más de 15.000 hombres. La indisciplina de los soldados y la dispersión del mando en muchas cabezas hizo sumamente difícil levantar el campamento y marchar sobre Nápoles, donde debían esperar a los franceses. El Papa, poco antes, se había rendido por fin al virrey de Nápoles, después de entregar varias fortalezas y 400.000 ducados para ejército.

  En la primavera de 1528, las tropas imperiales se encontraban situadas en Nápoles. La flota Genovés de los Doria impedía la llegada de abastecimientos y auxilios por mar. Ejército de Lautrec dominaba en tierra firme. Hugo de Moncada, virrey de Nápoles desde la muerte de Lannoy, intentó romper el bloqueo marítimo, con tan mala fortuna que halló la muerte en el intento. Mas de la noche a la mañana, la buena estrella de Carlos brilló de nuevo. Andrea Doria, convencido por el marqués de Vasto, abandonó a Francisco I y se unió al campo imperial. Dejando la bahía de Nápoles, se dirigió con su escuadra a Génova, la arrebató a los franceses y la puso al servicio de Carlos. Entretanto, la peste se declaró en el ejército de Lautrec. Cada día morían centenares de soldados. El propio Lautrec se sintió contagiado, si bien él afirmaba:

  "Que no moría por estar herido de pertinencia, si no de puro enojo por ver cuán parcial se mostraba la fortuna con los del emperador y cuán contraria al ejército del Rey de Francia" (Santa Cruz).

  La victoria de los imperiales sobre los franceses fue rotunda. Cuando, afligidos por tantos contratiempos, se retiraban hacia el norte, el ejército de Orange cayó sobre ellos y los derrotó.

  En julio de 1529 termina la guerra. El papa y el emperador se reconcilian por el tratado de Barcelona. Clemente VII aceptaba recibir a Carlos en Italia y coronarle emperador. Francisco I, derrotado y abandonado, tuvo que aceptar las condiciones que su adversario impuso. El 3 de agosto de 1529 se firmaba el tratado de Cambray, conocido también como "la Paz de las Damas", por haberla negociado la gobernadora de Flandes, Margarita de Borgoña, tía paterna de Carlos, y Luisa de Saboya, madre de Francisco I. Carlos, aun sin renunciar a sus derechos sobre Borgoña, se comprometía a no urgir su devolución. Francisco Sforza volvió nuevamente a Milán como feudatario imperial. El Rey de Francia retiraba sus pretensiones sobre Milán, Génova y Nápoles irreconocible a la completa soberanía de Carlos sobre Flandes y Artois. Francisco I había perdido todas las esperanzas de encontrar aliados en cualquier otro reino de la Cristiandad. No le quedaba más que un recurso: negociar una alianza con los turcos en contra del emperador. Al fin y al cabo, pensaba, no menos reprochable había sido el comportamiento de Carlos atacando al Papa y saqueando su ciudad. Esta nueva orientación de la política francesa obligaría también a Carlos a un replanteamiento de la suya propia.