Entre 1973-1990, en Chile los derechos humanos fueron sistemáticamente violados por la dictadura militar de corte fascista, con el apoyo de las clases acomodadas del país. La represión incluyó detenciones arbitrarias, secuestro, prisión, torturas, asesinatos, desapariciones forzosas, exilio, cementerios clandestinos... La tortura era tanto física como psicológica, mediante la aplicación de descargas eléctricas, violencia sexual, golpes, aplicación de drogas, quemaduras, inmersión en líquidos e incluso violaciones de mujeres realizadas por perros entrenados.
Entre 1973-75 hubo unas 42 mil 500 detenciones políticas a
las que se suman 12 mil 100 detenciones individuales y 26 mil 400 detenciones
masivas entre 1976-88, así como más de 4 mil situaciones
de amedrentamiento entre 1977-88 con mil detenidos desaparecidos y 2 mil
100 muertos por causas políticas.
Unas 3 mil 200 personas murieron o desaparecieron entre 1973-90
a manos de agentes represivos del estado. De estas, unas mil cien se consideran
desaparecidas y 2 mil 100 como muertas.
Salvador Allende sabía que no tardaría en producirse un levantamiento militar. Lo pedían sin ningún recato algunos medios de de comunicación y partidos como la Democracia Cristiana y sectores de la Iglesia católica y del mundo empresarial. Estados Unidos también lo apoyaba bajo cuerda: eran los años duros de la Guerra Fría. Richard Nixon y Henry Kissinger no creían que debían cruzarse de brazos mientras la URSS, de la mano de Castro, conquistaba otro aliado en Sudamérica.
Dentro de esa lógica, la CIA financió una huelga de transportistas para debilitar al gobierno e intrigó con la cúpula militar. No fue un factor determinante en el derrocamiento del régimen, pero contribuyó a la caída. No obstante, cuando Jimmy Carter llegó a la presidencia las relaciones entre Washington y Santiago se enfriaron notablemente. Para un demócrata comprometido con el respeto a los derechos humanos el régimen de Pinochet resultaba repulsivo.
En todo caso, poco antes del fatídico día, Allende trató de evitar el golpe proponiendo un referéndum sobre su mandato, seguro de perderlo, pero convencido de que su sacrificio le procuraría una salida institucional al país sin que se desplomara la democracia. Pero no tuvo éxito: su partido socialista, entonces totalmente radicalizado, incluso más que el de los comunistas, se había desbordado por la izquierda y no se lo permitió.
Pocos días más tarde la aviación bombardeó el Palacio de la Moneda y Salvador Allende se suicidó con una metralleta que le había regalado Fidel Castro. No era, por cierto, el único líder chileno que había recibido semejante obsequio: al general Augusto Pinochet, Jefe de las Fuerzas Armadas, Castro le había regalado otra arma similar.
Si el golpe contó con el apoyo sustancial de la sociedad chilena, la represión que siguió, totalmente desproporcionada e innecesaria, horrorizó a muchas personas que inicialmente apoyaron a Pinochet. El saldo final, intuido por muchos, se conocería en detalle algunos años después cuando se pudo investigar a fondo: unos tres mil asesinatos y desaparecidos, miles de personas cruelmente torturadas, y entre ellas numerosas mujeres sometidas a increíbles vejaciones sexuales y tormentos propios de psicópatas pervertidos. Una página negra que empañará por muchos años el prestigio de unas fuerzas armadas que hasta este denigrante episodio eran una de las instituciones más respetadas del país.
¿Conocía Pinochet los detalles horrorosos de estos crímenes? Se le suponía una persona católica, buen padre y amante de su familia. Se le sabía jovial, bromista y con sentido del humor. Tanto, que a un director de revista que reproducía conversaciones secretas del Consejo de Ministros, en lugar de amenazarlo para que le revelara sus fuentes, en un tono entre cazurro y amable le propuso un intercambio de confidencias: él le contaría sus conversaciones más íntimas con el Papa a cambio del nombre del molesto informador. Así no actuaban Stalin, Hitler, y ni siquiera Franco.
Su perfil psicológico, sin duda, no era el de un tirano despiadado y sombrío. Comparecía ante la opinión pública como un cariñoso y familiar abuelo. Sin embargo, es muy difícil de creer que no supiera lo que estaba sucediendo en los cuarteles o en los centros de detención de la policía secreta, la temible DINA, especialmente cuando se supone que él mismo, fríamente, aprobó los crímenes cometidos en el extranjero contra el general Carlos Pratts, su viejo amigo y ex jefe militar asesinado en Argentina, o del ex diplomático Orlando Letelier, volado en Washington mediante un despreciable acto terrorista.
Por otra parte, Pinochet no podía ignorar la siniestra tradición criminal de los gobiernos militares latinoamericanos cuando consiguen impedir el control de sus actos por parte de las instituciones de Derecho. Lo probable, pues, es que no le importara la barbarie represiva a que se entregaban sus hombres. Lo probable, también, es que en algunos casos aprobara personalmente las ejecuciones de ciertos enemigos importantes.
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