De la autoridad
F. Engels
DE LA AUTORIDAD
DE LA AUTORIDAD[1]
Algunos socialistas han emprendido últimamente una verdadera cruzada contra lo
que ellos llaman principio de autoridad. Basta con que se les diga que este o
el otro acto es autoritario para que lo condenen. Hasta tal punto se abusa de
este método sumario de proceder, que no hay más remedio que examinar la cosa
un poco más de cerca. Autoridad, en el sentido de que se trata, quiere decir:
imposición de la voluntad de otro a la nuestra; autoridad supone, por otra
parte, subordinación. Ahora bien; por muy mal que suenen estas dos palabras y
por muy desagradable que sea para la parte subordinada la relación que
representan, la cuestión está en saber si hay medio de prescindir de ella, si
-dadas las condiciones actuales de la sociedad- podemos crear otro régimen
social en el que esta autoridad no tenga ya objeto y en el que, por
consiguiente, deba desaparecer. Examinando las condiciones económicas,
industriales y agrícolas, que constituyen la base de la actual sociedad
burguesa, nos encontramos con que tienden a reemplazar cada vez más la acción
aislada por la acción combinada de los individuos. La industria moderna, con
grandes fábricas y talleres, en los que centenares de obreros vigilan la
marcha de máquinas complicadas movidas a vapor, ha venido a ocupar el puesto
del pequeño taller del productor aislado: los coches y los carros para grandes
distan-
cias han sido sustituidos por el ferrocarril, como las pequeñas goletas y
falúas lo han sido por los barcos a vapor. La misma agricultura va cayendo
poco a poco bajo el dominio de la máquina y del vapor, los cuales remplazan,
lenta pero inexorablemente, a los pequeños propietarios por grandes
capitalistas, que cultivan, con ayuda de obreros asalariados, grandes
extensiones de tierra. La acción coordinada, la complicación de los
procedimientos, supeditados los unos a los otros, desplaza en todas partes a
la acción independiente de los individuos. Y quien dice acción coordinada dice
organización. Ahora bien, ¿cabe organización sin autoridad?
Supongamos que una revolución social hubiera derrocado a los capitalistas,
cuya autoridad dirige hoy la producción y la circulación de la riqueza.
Supongamos, para colocarnos por entero en el punto de vista de los
antiautoritarios, que la tierra y los instrumentos de trabajo se hubieran
convertido en propiedad colectiva de los obreros que los emplean. ¿Habría
desaparecido la autoridad, o no habría hecho más que cambiar de forma? Veamos.
Tomemos, a modo de ejemplo, una fábrica de hilados de algodón. El algodón,
antes de convertirse en hilo, tiene que pasar, por lo menos, por seis
operaciones sucesivas; operaciones que se ejecutan, en su mayor parte, en
diferentes naves. Además, para mantener las máquinas en movimiento, se
necesita un ingeniero que vigile la máquina de vapor, mecánicos para las
reparaciones diarias y, además, muchos peones destinados a transportar los
productos de un lugar a otro, etc. Todos estos obreros, hombres, mujeres y
niños están obligados a empezar y terminar su trabajo a la hora señalada por
la autoridad del vapor, que se burla de la autonomía individual. Lo primero
que hace falta es, pues, que los obreros se pongan de acuerdo sobre las horas
de trabajo; a estas horas, una vez fijadas, quedan sometidos todos sin ninguna
excepción. Después, en cada lugar y a cada instante surgen cuestiones de
detalle sobre el modo de producción, sobre la distribución de los materiales,
etc., cuestiones que tienen que ser resueltas al instante, so pena de que se
detenga inmediatamente toda la producción. Bien se resuelvan por la decisión
de un delegado puesto al frente de cada rama de producción o bien por el voto
de la mayoría, si ello fuese posible, la voluntad de alguien tendrá siempre
que subordinarse; es decir, que las cuestiones serán resueltas
autoritariamente. El mecanismo automático de una gran fábrica es mucho más
tiránico que lo han sido nunca los pequeños capitalistas que emplean obreros.
En la puerta de estas fábricas, podría escribirse, al menos en cuanto a las
horas de trabajo se refiere: Lasciate ogni autonomia,
voi che entrate![*] Si el hombre, con la ciencia y el genio inventivo, somete
a las fuerzas de la naturaleza, éstas se vengan de él sometiéndolo, mientras
las emplea, a un verdadero despotismo, independientemente de toda organización
social. Querer abolir la autoridad en la gran industria, es querer abolir la
industria misma, es querer destruir las fábricas de hilados a vapor para
volver a la rueca.
Tomemos, para poner otro ejemplo, un ferrocarril. También aquí es
absolutamente necesaria la cooperación de una infinidad de individuos,
cooperación que debe tener lugar a horas muy precisas, para que no se
produzcan desastres. También aquí, la primera condición para que la empresa
marche es una voluntad dominante que zanje todas las cuestiones secundarias.
Esta voluntad puede estar representada por un solo delegado o por un comité
encargado de ejecutar los acuerdos de una mayoría de interesados. Tanto en uno
como en otro caso existe autoridad bien pronunciada. Más aún: ¿qué pasaría con
el primer tren que arrancara, si se aboliese la autoridad de los empleados del
ferrocarril sobre los señores viajeros?
Pero, donde más salta a la vista la necesidad de la autoridad, y de una
autoridad imperiosa, es en un barco en alta mar. Allí, en el momento de
peligro, la vida de cada uno depende de la obediencia instantánea y absoluta
de todos a la voluntad de uno solo.
Cuando he puesto parecidos argumentos a los más furiosos antiautoritarios, no
han sabido responderme más que esto:
«¡Ah! eso es verdad, pero aquí no se trata de que nosotros demos al delegado
una autoridad, sino ¡de un encargo!» Estos señores creen cambiar la cosa con
cambiarle el nombre. He aquí cómo se burlan del mundo estos profundos
pensadores.
Hemos visto, pues, que, de una parte, cierta autoridad, delegada como sea, y
de otra, cierta subordinación, son cosas que, independientemente de toda
organización social, se nos imponen con las condiciones materiales en las que
producimos y hacemos circular los productos.
Y hemos visto, además, que las condiciones materiales de producción y de
circulación se extienden inevitablemente con la gran industria y con la gran
agricultura, y tienden cada vez más a ensanchar el campo de esta autoridad.
Es, pues, absurdo hablar del principio de autoridad como de un principio
absolutamente malo y del principio de autonomía como de un principio
absolutamente bueno. La autoridad y la autonomía son cosas
[*] «¡Quien entre aquí, renuncie a toda autonomía!». Parafraseado de la Divina
comedia de Dante. Infierno, canto III, estrofa 3. (N. de la Edit.)
relativas, cuyas esferas verían en las diferentes fases del desarrollo social.
Si los autonomistas se limitasen a decir que la organización social del
porvenir restringirá la autoridad hasta el límite estricto en que la hagan
inevitable las condiciones de la producción, podríamos entendernos; pero,
lejos de esto, permanecen ciegos para todos los hechos que hacen necesaria la
cosa y arremeten con furor contra la palabra.
¿Por qué los antiautoritarios no se limitan a clamar contra la autoridad
política, contra el Estado? Todos los socialistas están de acuerdo en que el
Estado político, y con él la autoridad política, desaparecerán como
consecuencia de la próxima revolución social, es decir, que las funciones
públicas perderán su carácter político, trocándose en simples funciones
administrativas, llamadas a velar por los verdaderos intereses sociales. Pero
los antiautoritarios exigen que el Estado político autoritario sea abolido de
un plumazo, aun antes de haber sido destruidas las condiciones sociales que lo
hicieron nacer. Exigen que el primer acto de la revolución social sea la
abolición de la autoridad. ¿No han visto nunca una revolución estos señores?
Una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe; es el
acto por medio del cual una parte de la población impone su voluntad a la otra
parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los
hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que
mantener este dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los
reaccionarios. ¿La Comuna de París habría durado acaso un solo día, de no
haber empleado esta autoridad de pueblo armado frente a los burgueses? ¿No
podemos, por el contrario, reprocharle el no haberse servido lo bastante de
ella?
Así pues, una de dos: o los antiautoritarios no saben lo que dicen, y en este
caso no hacen más que sembrar la confusión; o lo saben, y en este caso
traicionan el movimiento del proletariado. En uno y otro caso, sirven a la
reacción.
Escrito por F. Engels de
octubre de 1872 a marzo de 1873.
Publicado en diciembre de 1873
en el Almanacco Repubblicano per
l'anno 1874.
Firmado: Federico EngelsSe publica de acuerdo con el texto
del almanaque.
Traducido del italiano.
NOTAS
[1] En el trabajo de Engels De la autoridad se someten a profunda crítica las
concepciones de los bakuninistas, que negaban toda clase de autoridad y se
argumentan las concepciones marxistas en el problema de la actitud de la
revolución proletaria hacia el Estado. Engels denuncia la esencia
anticientífica y antirrevolucionaria de las ideas anarquistas de «supresión
del Estado» ya antes de que se suprimieran las relaciones sociales que lo han
engendrado. Engels critica duramente el dogmatismo y el sectarismo de los
anarquistas.- 397
From Marx to Mao
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Desde Marx
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