La anarquía nuestra de cada día

Iván Darío Álvarez

Contienen más verdades las veinticuatro horas de la vida de un hombre, que todas las filosofías
--Raoul Vaneigen

Vivimos en un mundo agobiado por las ideologías. En tales circunstancias podría aparecer como un revulsivo el tratar de vender en el mercado de las ideas, la anarquía. Aún así, la anarquía no es fácil de consumir, su espíritu no es apto para digerirse sin antes atragantarse. Se equivocaría quien olímpicamente creyera que está es una ideología más concebida, simplemente, para desahogar iras contra el sistema -visto este generalmente como el afuera siempre "culpable" y "satánico" que la izquierda condena en las procesiones, que a regañadientes son permitidas por el orden.

La anarquía se nutre de eso, pero su gran virtud es que va y ve "más allá". Ante todo esta es una gran actitud que invita al espíritu a pensar contra sí mismo, porque el poder no es tan sólo la náusea que provoca el afuera, sino también el virus que subyuga el adentro.

El punto de partida es el intento nada fácil, de crear relaciones no alienadas y antiautoritarias en todas las instancias de la vida diaria. Y tendrá como fin la revolución de lo político que habrá de abolir su razón de ser, manifiesta en el Estado y los partidos políticos que aspiran a ser gobierno.

Así que la quimera no pasa tan sólo por "la conquista del Estado", porque ante todo la anarquía es "conquista de un estado pero del alma". O dicho en otras palabras, su afán no es el de "ser el estado ideal", sino un "estado ideal del ser". La revolución política y económica es pues, inseparable de la evolución ética y cultural.

En ese sentido la utopía ácrata no puede contentarse con ser la prometedora ilusión de un mañana glorioso; es más el placer de estar vivos para ejercer en el aquí y el ahora la libertad creadora, ya que en su imperecedera lucha, la vida cotidiana habrá de verse como el más febril campo de batalla contra el poder que se nos ha enquistado en el alma. Luchar por comprenderlo y desentrañarlo es parte sustancial del humanismo libertario, cuya finalidad nos prepara para la captura efímera de la resbalosa felicidad.

La felicidad es la utopía del presente y sin su presencia juguetona, la sonrisa seductora de los sueños, se pervierte. Es sabido que la felicidad es caprichosa y muchas veces inasible, pero somos dignos de ella. No hay que dejarla extraviar. "Querer ser" es un "querer ser feliz", por tal motivo hay que aborrecer las miserias de la vida cotidiana. Conspirar con humor contra la monotonía de las relaciones jerárquicas o las familias neuróticas y autoritarias. Hay que cuestionar las fábricas contaminantes y los asalariados sumisos de un orden castrante.

Hemos de preguntarnos, como invitados de la historia, si de verdad son necesarios o "normales" los espacios antiestéticos y carcelarios de las ciudades dormitorio o los ejércitos, colegios y templos que desautorizan la desobediencia y llaman virtud a la resignación. El imaginario libertario quiere ser la dinamita cerebral que haga reventar los paquidérmicos pilares del imaginario dominante, con sus espejismos de la autoridad, la dictadura de la mercancía, la estupidez que fabrica autómatas e idiotas útiles en masas industriales.

La anarquía opone, a un modo de vivir deficiente, un modo de existir autosuficiente. Salvo los niños, ancianos locos o enfermos, toda persona debe ser capaz de bastarse a si misma. Todo parasitismo es explotación y por ello es condenable, en tanto crea relaciones de dependencia y no de reciprocidad. Un hombre libre se despoja de todo lo accesorio, de todo lo que sea lastre para la libertad. El hombre que no es libre, entorpece la libertad de los otros. La libertad es colectiva o no existirá jamás.

El mundo es el fruto de nuestro querer y puede ser mejor. La voluntad ácrata acaricia la idea impetuosa que todo nace inacabado. Nuestra visión del mundo permanentemente se tiene que rehacer. Por eso a la palabra inventar hay que añadir reinventar; a la palabra crear, recrear; a nacer, renacer. Y como la vida de principio a fin ha de ser restituida, los valores de la felicidad piden hijos deseados, en condiciones materiales dignas, con médicos que no abusen de su saber y disminuyan la violencia natural del nacimiento y la muerte.

Ingresar al mundo del trabajo no deja de ser una experiencia frustrante y frente al tedio de las hormigas ser vago es el placer que a lo mejor tarde o temprano obligue a delinquir. El trabajo, para ser atractivo, tiene que recuperar el sentido lúdico que ha perdido con la revolución tecnológica. Acontecimiento por demás desaprovechado, porque en una economía solidaria, esto podría provocar un mayor disponibilidad del tiempo libre.

De otra parte, se nos crea la ilusión que el consumidor es soberano, mientras este cae todos los días como exquisita víctima del bombardeo publicitario. Obviamente el consumo nos consume y fomenta la envidia social. Trabajando a la velocidad de las máquinas, el sudor hipotecado es el combustible que moviliza la rabia de nuestro diario vivir. La vida se deshace de sol a sol como mantequilla alrededor del planeta.

Las horas laborales transcurren mecánicamente y el espíritu festivo espera con ansiedad el viernes liberador, como los pañitos de agua tibia de nuestra soledad angustiada al servicio de la modernidad, para ser exprimidos materialmente en los "divertideros públicos".

El trabajo sigue siendo fiel a su origen etimológico, es un instrumento de tortura. Los libertarios sueñan con un mundo de productores libres, donde el trabajo no este divorciado del placer. ¡Dios oiga a los anarquistas! Igualmente, la generalización de la automatización será la socialización del tiempo libre, y el diablo que siempre fue libertario, será el invitado de honor en las fiestas de los anarquistas. Y así como transcurre este artículo sobre el papel, para llegar a su final, transcurre nuestra vida, hasta llegar a ser viejos y hasta que la máquina productiva que arrastra el capital, desahucie nuestro cuerpos en parques y rincones donde se rumian los recuerdos. A la ciencia tendremos que agradecerle que haya prolongado la vida del hombre, pero a cambio lo ha condenado a morir de soledad y aburrimiento.

Todo esto no es natural y para un libertario esto debe cambiar, porque la vida es algo sagrado, aunque el poder fomente la antigua confusión de anarquismo igual terrorismo. En realidad, la violencia cotidiana es el producto histórico de la sociedad y es consagrada por el Estado, ese tutor "filantrópico" que desde hace siglos administra nuestra descomposición. Sin duda esto no tiene por qué ser una fatalidad, nunca es tarde para cambiar la historia. El Estado existe porque es el reflejo de nuestra impotencia. Todos somos responsables ante nuestro prójimo y la vida cotidiana puede ser el más útil espejo de nuestras utopías.

Nuestro juego vital es el de apostar por la libertad, hasta ganarnos la copa de luz, donde rebosa transparente la calidad de vida. Si perseguimos la felicidad como "el gusano enamorado de las estrellas" es porque buscamos un mayor sentido a la existencia, lo cual no nos acredita a tener todas las certezas. Tan sólo una vaga como corresponde a todas las certezas que son esenciales a la poesía, ésta es nuestra imaginación ética, inspirada en la libertad, en la alegría. Y eso lo único que prueba es que nuestra ficción no está fundada en la monotonía, ni mucho menos en el oprobioso mal ejemplo que nos dan los múltiples funcionarios de la normalidad, que justifican la injusticia.

Nuestra felicidad no tiene más horizonte que el de la eterna fuga a un paisaje interior encantador y misterioso que por fortuna nos invita a vivir y a luchar sin compromiso.