Editorial

Los mercaderes del templo asumen la existencia como una subasta perpetua de la bolsa de valores, dónde la vida de las personas se clasifica como “capital humano” y sus aspiraciones, se ven reducidas a mercancías. El mercado, argumentan, asegurará el equilibrio de la sociedad al ser motorizada por los resortes de la oferta y la demanda, los cuales permitirán que los más aptos den norte a la historia de la humanidad. Lo que interesadamente ocultan, es que hay demasiadas cosas que escapan de ser medidas por los valores del economicismo, por las leyes de la compra-venta: la cultura, la salud, la educación, valores como la equidad, la tolerancia o el apoyo mutuo.

Por esa razón, estos sustantivos no figuran en los pomposos discursos de los genios de la macroeconomía, afanados en convencernos de su plan lleno de abstracciones como PIB, ventajas competitivas, inversión extranjera o balanza de pagos. Tratados como mano de obra barata para maquilas, los apartados de bienestar, nivel de vida o realización de cada cual sólo figuran en letras pequeñas al final del contrato, con el que quieren, hipotequemos nuestra vida.

La lógica del capitalismo es la acumulación, no importa a que precio ni con cuantas víctimas. Si lo adjetivizan con eufemismos de “rostro humano” o “sustentable”, es porque intentan disimular que el rey sigue estando desnudo. Que la exclusión en tiempos de globalización de la codicia es irreversible, o que las promesas de los avances tecnológicos no son para tod@s. Su democracia tiene forma de Centro Comercial: es el consumo quien nos iguala ante la sociedad. Su libertad, la de elegir opciones en los escaparates del automercado. Su justicia, la del tanto tienes tanto vales.

Si las orgías consumistas en los gigantescos malls satisfacen cada vez menos, es porque rodeados de artículos nos descubrimos acompañados de soledad -e insolidaridad- humana. Es por eso que reivindicamos, con uñas y dientes, trasnpirar por las múltiples posibilidades de convivencia que existen lejos del feudo del dios dinero. Danzando frenética y lujuriosamente, adoraremos a nuestros propios becerros de oro, esculpidos con la arcilla de los excluídos y los ninguneados. Un nuevo amanecer saldrá de un poema escrito colectivamente.

Sí, la brega es larga y tenaz. Pero ella es un multivitamínico contra el bostezo permanente que disimulamos, mientras el aturdimiento de cada fin de semana se escurre entre los dedos. Y además, te abandonará la atribulada felicidad del plástico y el microchip, de la televisión por cable y el chat, de los amigos virtuales y la publicidad. Como polizontes irás descubriendo la piel, el tacto, las miradas, las sonrisas, el afecto, los sueños compartidos y las complicidades que te irán abordando en el trayecto. ¡Levemos anclas y al abordaje!