Mariana
Algo que debemos comentar es la admiración y el culto que se rinde entre nosotros al coraje físico y a los alardes de guapeza frente al menosprecio al que se somete la inteligencia. Despierta más embeleso la ostentación de fuerza que la racionalidad eficiente, causa más fascinación el abuso personal que el respeto a la convivencia, genera más encanto la arbitrariedad irracional que el cumplimiento del compromiso. En consecuencia, las opiniones diferentes y las perspectivas disímiles siempre son tomadas como afrentas personales que, por supuesto, hay que vengar. Es casi inexistente el respeto al valor de sostener una idea, de indagar en razones que la sustenten o el coraje de replantear posiciones cuando se nos muestra que estábamos errados.
Mucho ha hecho a favor de esta perspectiva un primitivismo religioso, muy influyente en nuestra educación, que nos ata al poder de un Mesías que nunca se equivocó y que tiene, lógicamente, un representante en la Tierra que puede ser el presidente de la nación, el cura de la parroquia, el gerente de la empresa, el dirigente de la junta de condominio o el profesor universitario. La combinación de la distorsionada apreciación del valor con los vicios de la educación nos conducen a la admiración sin fundamento que hay en Latinoamérica, y ahora entre nosotros, por los militares. Desde niños nos enseñan que en la historia patria lo importante son las victorias y el heroísmo sobrehumano de nuestros "genios militares", por lo que Ibsen Martínez dice que nuestro oficiales, así nunca hayan salido del Círculo Militar y lo más notable que hayan hecho es sacar el último out en el noveno jugando contra la Naval, hablan y actúan como si acabaran de llegar de la batalla de Ayacucho, oliendo a pólvora y sacudiéndose el polvo del camino. Pero en la historia mundial, y en la nuestra, hay muchos más casos de estúpidos guerreros que con su incompetencia han llevado a miles de hombres a la muerte y países al derrumbe, que de héroes verdaderos. Sin contar que estos últimos también cometieron sus errores.
Dada la absoluta penetración que en estos tiempos tienen la casta militar en todas las instancias de la vida nacional, es conveniente conocerlos. Para conocerlos, podemos comenzar por una reflexión en torno al valor, del que los militares criollos hacen tanto alarde, comenzando por Águila 1. Digo casta y conocerlos porque, a pesar de ser venezolanos, no son iguales a nosotros: tienen revólver. No es lo mismo vivir la vida ganándose el pan con un martillo, un arado, un bisturí o una tiza que hacerlo con un revólver que, aunque hace muchos años que no se dispara contra ningún enemigo, está ahí, principalmente para mantenernos controlados (el último gran combate de nuestro ejército fue la represión del Caracazo). Y además ahora tenemos instrucción militar en los colegios.
Mucho se ha tratado a lo largo de la historia el tema del valor, desde Aristóteles hasta hoy. Desde el medioevo se considera que valor es la fuerza del espíritu en el cumplimiento del deber, lo que hace que cualquier hombre, no sólo los guapos o los militares, pueda ser valeroso si pone su saber y empeño en superar las dificultades en el cumplimiento de su deber y compromiso. Tan valiente puede ser un médico enfrentándose a la enfermedad de un paciente, como un profesor dando su clase, como un albañil haciendo una casa, como un mecánico arreglando un carro o como un militar enfrentándose al enemigo. Si se compromete y no cumple, es un cobarde, carece de valor, como cuando cierto personaje dijo "Dejaré de llamarme...si no soluciono el problema de los niños de la calle", y todos hemos sido testigos de su firmeza de espíritu en el cumplimiento de ese compromiso, al punto que ahora lo llaman el Presidente sin nombre.
En el caso concreto de los militares, el valor no tiene siempre las mismas características. En el estilo más primitivo de guerra, el valor se medía por la posesión de aptitudes, principalmente físicas, capaz de hacerlo adentrarse en el seno del combate e inspirar a sus hombres con su ejemplo, como lo hacían Ricardo Corazón de León o Juan Sin Miedo, que por eso ganaron tales apelativos (que por cierto ocultan las catástrofes que propiciaron como comandantes militares). Esta conducta sigue valiendo para el soldado en el frente y es la que se espera de él, aún cuando las tecnologías de guerra contemporáneas tienden a reducir esa exigencia.
A medida que la guerra se hizo más compleja, que las responsabilidades de conducción se agrandaron, que se alcanzaron mandos de tropas numerosas y no sólo bandas armadas, el valor se empezó a medir con otra vara. Así, en 1503 los escoceses con Jaime IV a la cabeza, valiente como un soldado, se enfrentaron a los ingleses comandados por el Conde Surrey, de 70 años que viajaba en carroza por la artritis. Jaime IV marchó personalmente al frente del ataque. Surrey no, pero valiente como un sabio, como un general, midió los tiempos, distribuyó sus tropas, dio órdenes precisas, dirigió a sus hombres y masacró al enemigo. Tener como general al más bravo de los soldados fue un error, porque el valor de un general se mide más por su sabiduría que por su fuerza y bravuconadas. Elegir al frente de un servicio de inteligencia a aquel cuyos méritos son ser buen amigo y ser "cuatriboleao" también es un error, como sucedió recientemente en la DISIP.
En esto también hay que apuntar que fueron muchos los comandantes que demostraron más valor verbal y literario que militar, en cualquiera de sus formas. Un ejemplo notable fue el comandante Visconti Praga que, en la II Guerra Mundial, convenció a los italianos, y al mismo Mussolini, de su capacidad para invadir Grecia, anticipándose a los alemanes. Como no era un oficial formado completamente, adaptó su estrategia a lo que sabía y podía, desoyendo por desconfiado los consejos de los capaces, atrapado en su propia verborrea y limitaciones. La campaña fue de las más desastrosas del ejército de los césares (si nuestro ejército es el de Bolívar, el de los italianos debería ser el de Julio César).
Cuando el que está al mando no dispone del valor de la inteligencia, sino del físico o del literario, tiende a minimizar las complejidades, se prepara inadecuadamente, subestima las dificultades, no está atento a los cambios y termina luchando una guerra fantástica que sólo existe en su imaginación. Así sucedió cuando los escoceses dirigidos por Wallace (el de la película Corazón Valiente) se enfrentaron al comandante inglés Warrene que, por pensar que nadie podía medirse hombre a hombre con él, terminó con su ejército destruido en 1297 en el río Forth gracias a una hábil estratagema del escocés.
Pero nos hemos ido demasiado lejos buscando paralelos al Héroe del Museo Militar de La Planicie; seguramente los lectores encontrarán que son más adecuados los casos nacionales de otros "valientes" que resultaron un fracaso en relación a las esperanzas que se depositaron en ellos, como por ejemplo: Antonio Leocadio Guzmán, el Mariscal Falcón, el "mocho" Hernández, Jóvito Villalba, C. A. Pérez y Claudio Fermín, por mencionar sólo algunos de una lista muy larga. Es en esta compañía de nulidades engreídas y estafadores pomposos donde con todo derecho la historia tendrá que ubicar al Paladín de Sabaneta.