EDITORIAL

LOS RETOS DEL VII CONGRESO


     

     Un dato incuestionable es la crisis de los partidos políticos. Que subsistan y accedan a alguna representación en el Congreso no modifica el cuadro de conjunto.

Su crisis no está en proporción a la representación parlamentaria, sino a su capacidad de diseñar el rumbo del país de cara al siglo que ingresamos. En otros términos, más que cuantitativa es cualitativa y de proyecto.

Y lo es porque en el Perú de hoy urgen cambios de fondo más que paliativos.

Este es uno de los temas centrales que abordó y debatió el Congreso. La unanimidad alcanzada confirma que están sentadas las bases para ingresar en el escenario político con una propuesta seria y viable. La tradición de la izquierda peruana ha estado lastrada por el oposicionismo, no importa si reformista o ultraradical. El viraje que se inicia en el VI Congreso radica precisamente en que se parte de otra óptica: desde la propuesta, desde la vocación alternativa concreta.

El marxismo no es una suma de verdades generales. Es, sobre todo, una concepción y un método para conocer la realidad y transformarla. Lo que importa son los datos reales, no los deseos. Y la realidad concreta es el hecho de que el nuestro es un país prisionero de una larga crisis de la cual pareciera que no hay forma de salir.

Se han experimentado muchos modelos con resultados, al final, desastrosos. Luego de l79 años de República lo que tenemos es un país atrasado, pobre, desarticulado, con una democracia intermitente y formal. Pudimos ser más. No lo somos. En lugar del optimismo lo que se extiende en el ánimo del pueblo peruano es un sentimiento de frustración e impotencia. La sensación amarga de la derrota. Esta historia debe terminar. Necesitamos cerrar el ciclo de la improvisación, de la ausencia de proyecto, del cortoplacismo que dominó la vida política nacional, con excepciones no siempre valoradas.

Hay, pues, mucho que cambiar.

Los comunistas conocemos los límites del capitalismo. Sabemos desde Mariátegui que el Perú contó con clase dominante pero careció de una verdadera clase dirigente. Estamos persuadidos de que sólo el socialismo está en condiciones de desplegar todas las potencialidades humanas y los recursos naturales y técnicos disponibles. No obstante, es todavía una tarea de mañana. Hoy hay urgencias perentorias que debemos abordar y resolver, como parte, precisamente, de ese camino a recorrer. El futuro comienza hoy, es verdad, pero ese hoy supone respuestas concretas a condiciones concretas cuya realización plena nos aproximará cada vez más al proyecto histórico deseado.

Ese es el sentido de la táctica general que aprobó el Congreso al proponer un Nuevo Curso para el país, en cuyo vértice está la construcción de la Segunda República y, en su base, el Proyecto Nacional y una Nueva Constitución que le proporcione el soporte institucional que necesita.

Lo que el Perú requiere no es consolidar o radicalizar una democracia formal que hace tiempo está en crisis. Sino construir una nueva democracia y un nuevo Estado. Después de conquistada la Independencia  tuvimos un largo predominio militarista y caudillista, que no ha terminado. La República nació de espaldas a las mayorías indígenas y campesinas, sin terminar con la herencia colonial. El centralismo impidió la integración nacional, asfixió el desarrollo del interior, cerrando las posibilidades de la creación del mercado nacional que permitiese el crecimiento de una burguesía moderna.

En su lugar sobrevivió el viejo régimen oligárquico y se afirmó del dominio semicolonial. Esta historia no está terminada. Las condiciones son otras, es verdad, pero los problemas heredados del pasado continúan pendientes de solución. En su lugar lo que tenemos son parches, promesas, y en el mejor caso buenas intenciones. No más. La tragedia del Perú es que el pasado aplasta al presente e impide abrirle paso al futuro.

Desde luego que otras son las clases impulsoras de este nuevo proceso histórico. Incapaz de asumir una posición independiente para configurar la nación y construir un Estado democrático, la burguesía hegemónica prefirió hacerse el harakiri entregándose en brazos del imperialismo y el capital transnacional. Con la aceptación ciega del neoliberalismo, que no crea mercado ni desarrolla capitalismo, ni trae progreso para las mayorías, este camino tortuoso ha llegado a un punto de quiebre.

El Perú necesita un Nuevo Curso, un nuevo camino, que implique la ruptura con ese pasado, que le permita ingresar sobre bases nuevas en el nuevo siglo si quiere evitar el destino que las transnacionales y el Banco Mundial le han asignado a la desvalida Africa.

Está en manos del pueblo peruano la posibilidad real de modificar este cuadro. Y la mejor forma de hacerlo es yendo hasta la raíz del problema. A nada serio conducirán los cambios de gobierno si, a su vez, no cambian las bases del atraso y de la pobreza que nos agobia desde siempre. 

El mensaje del VII Congreso es optimista. Sabemos por experiencia que el futuro se empieza a construir hoy. Y no habrá futuro si no contamos con una fuerte organización de izquierda y socialista, dispuesta a conquistar la hegemonía ideológica, cultural y ética en la sociedad, y capaz de entregarle al pueblo peruano una bandera de lucha viable pero que vaya más allá de lo contingente o la promesa fácil. 

Muchos son los temas abordados en el Congreso. Comenzando por el Programa del Partido, la reforma de su Estatuto, la rectificación del espontaneismo que explica muchos de nuestros  errores y limitaciones acumulados a lo largo del tiempo. Queda ahora asimilarlos a fondo, difundirlos, hacerlo instrumento de lucha capaz de ganar el entusiasmo de los trabajadores, de la juventud, de la intelectualidad, de lo mejor y entusiasta de nuestro pueblo.  

 

 

 

NUEVO ESCENARIO - NUEVAS TAREAS


 

Terminó la década del fujimorato de una manera previsible en sus grandes trazos, pero difícil de anticipar en su desenlace concreto.

El resultado es que, en pocos días, cambió el panorama político. La aplanadora construida por Fujimori-Montesinos-cúpula militar se vino abajo aplastada por el hedor de la corrupción, el repudio creciente de la sociedad y los estragos de una economía en crisis.

En su lugar se ha instalado un gobierno de emergencia con el Presidente Paniagua al frente y un gabinete de centro derecha. 8 meses puede ser mucho si se reorienta el barco y se sientan las bases para los cambios que el Perú necesita; o muy pocos, si los cambios esperados se agotan en las buenas intenciones y se cede a las presiones para que el manejo económico continúe por el mismo riel dejado por la dictadura. Este es el reto del Gobierno de Emergencia y lo será también del que ingrese el próximo mes de Julio.

El problema central a resolver, lo hemos dicho siempre, es el modelo económico y social. Desde luego que era importante dar término al régimen de Fujimori y su banda mafiosa. Sin ese paso previo no había posibilidad de abrir nuevas vías de renovación. Pero debía entenderse como un paso necesario, no como el fin de los problemas que reclaman urgente solución.

En este tema pocos nos acompañaron. Prefirieron hacer del antifujimorismo su programa. Por eso cedieron fácilmente al juego montado desde la OEA por el Dr. Gaviria, cuyo objetivo se centró en alcanzar una transición negociada. Lo que le preocupaba a la OEA no era terminar con el fujimorismo, sino alcanzar una transición manejada que garantizara la continuidad del modelo e impidiera la  eclosión social que estaba en curso.

Objetivo que lo han logrado, con creces, aunque los acontecimientos no siguieran el libreto que diseñaron.

Con la promesa de elecciones adelantadas, Fujimori se aprestaba a ser el hombre de la «transición». Este plan fue rápidamente respaldado por los EE.UU., quien estuvo detrás del telón moviendo los títeres de la escena. La maniobra parecía perfecta: una jugada de ajedrez. Era la movida necesaria en un tablero que desbordaba las fronteras nacionales, donde el Plan Colombia es el plato fuerte.

Montesinos, el Padrino de la mafia gobernante, había caído en desgracia luego de que la CIA le quitara respaldo después de la denuncia del tráfico de armas a Colombia. Sus vínculos con el narcotráfico eran sabidos. Sus andanzas mafiosas eran conocidas por el gobierno norteamericano. Pero lo protegía porque lo necesitaba en el juego que viene armando para controlar el área andina sometido a fuertes tensiones políticas, sociales y económicas, y para abrirse paso hacia el corazón de la amazonía, su verdadero objetivo estratégico. Cuando esta necesidad perdió sentido lo dejó caer, con los resultados conocidos. Vale la pena recordar su respuesta al entonces mercenario Presidente del Consejo de Ministros: «Si caigo, caemos todos». Y cayeron, sino todos, por lo menos el núcleo de la mafia fujimontesinista.

Descubierto con las manos en la masa con la presentación del vídeo del escándalo, quedó en evidencia toda la podredumbre del régimen. Para salvarse Fujimori necesitaba desprenderse de su hermano siamés. Ahora están claras las maniobras obscuras y cínicas a que hubo de recurrir para sacarlo fuera del país. Desde ese momento Fujimori perdió el control de los acontecimientos cuyo epílogo fue el desbancamiento de Martha Hildebrant de la Presidencia del  Congreso, luego su renuncia enviada desde Tokio. Una vez más, en el vacío creado surge un Presidente producto de las circunstancias. Sin proponérselo el Dr. Paniagua se ha convertido en el Presidente de la «transición».

Desde luego que ese no era el plan que aprobó la Mesa de Diálogo. Allí acordaron, entre asustados por la amenaza de golpe y bajo presión norteamericana, concederle a Fujimori la gracia de quedarse hasta julio del 2001. También la campaña para apaciguar a las masas. Necesitaban una salida negociada sin presiones desde «abajo». Debemos admitir que lo lograron.

Otra habría sido la situación si el pueblo movilizado se traía abajo a la dictadura y su Corte de los Milagros. Una cosa es la transición negociada; otra, surgida como fruto de la acción multitudinaria del pueblo. Allí todo se recompone en familia, cambiando algo para que no cambie nada o cambie poco; aquí se tiraba por los suelos todo el aparato construido por la dictadura creando las condiciones para un proceso democratizador de verdad y para los cambios necesarios de orden económico y social.

Si bien la crisis política está neutralizada, por lo menos por el momento, la crisis económica no tiene salida duradera sin proceder a cambios de fondo. En otros términos: sin dejar atrás el  modelo neoliberal  que está en su base. El Ministro Silva Ruete acaba de anunciar que continuará la política económica que venía manejando Boloña, incluyendo las privatizaciones. Desde luego que el tono es otro, pero el contenido el mismo. Este será precisamente el nuevo eje de la confrontación de clases en el período que ingresamos.

El gobierno entrante sólo tiene dos opciones: o rompe con el modelo o continúa atrapado en su telaraña. Quienes creyeron que los gobiernos de orientación socialdemócrata o de «tercera vía» podían representar cambios significativos, deben saber que Lagos en Chile, De la Rúa en Argentina o Cardoso en Brasil, beben las mismas aguas neoliberales que sus predecesores, con resultados funestos para sus países y pueblos. Argentina acaba de parar exigiendo cambio de modelo. En Chile, los trabajadores siguen el mismo camino. En Brasil el aislamiento de Cardoso es cada vez mayor.

Hacia delante el centro de los problemas, aparte del desmontaje del aparato fujimorista y de la lucha para terminar con la impunidad, será, inevitablemente, el económico y social. Aquí no debe haber concesiones. No se puede exigir estabilidad ni prometer gobernabilidad a cambio de más pobreza, de más hambre y más desocupación, o  a costa de la pérdida de derechos básicos de los trabajadores, mientras los privilegios caen a raudales en pocas manos.

El dilema del momento puede resumirse en lo siguiente: continuismo o cambio de modelo y de visión de país. Lo demás son palabras que se las lleva el viento. Es decir, demagogia, no importa si detrás están ocultas las buenas intenciones.

 

 

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