Canto a la encina

de Antonio Machado

  

¡Encinares castellanos

en laderas y altozanos,

serrijones y colinas

llenos de obscura maleza,

encinas, pardas encinas;

humildad y fortaleza!

Mientras que llenándoos va

el hacha de calvijares,

¿nadie cantaros sabrá,

encinares?

El roble es la guerra, el roble

dice el valor y el coraje,

rabia inmoble

en su torcido ramaje;

Y es más rudo

que la encina, más nervudo,

más altivo y más señor.

El alto roble parece

que recalca y ennudece

Su robustez como atleta

que, erguido, afinca en el suelo.

El pino es el mar y el cielo

y la montaña: el planeta.

La palmera es el desierto,

el sol y la lejanía:

la sed; una fuente fría

soñada en el campo yerto.

Las hayas son la leyenda.

Alguien, en las viejas hayas,

leía una historia horrenda

de crímenes y batallas.

¿Quién ha visto sin temblar

un hayedo en un pinar?

Los chopos son la ribera,

liras de la primavera,

cerca del agua que fluye,

pasa y huye,

viva o lenta,

que se emboca turbulenta

o en remanso se dilata.

En su eterno escalofrío,

copian del agua del río

las vivas ondas de plata.

De los parques las olmedas

son las buenas arboledas

que nos han visto jugar

 

 

 

 cuando eran nuestros cabellos

rubios y, con nieve en ellos,

nos han de ver meditar.

Tiene el manzano el olor

de su poma,

el eucalipto el aroma

de sus hojas, de su flor

el naranjo la fragancia;

y es del huerto

la elegancia

el ciprés oscuro y yerto.

¿Qué tienes tú, negra encina,

campesina,

con tus ramas sin color

en el campo sin verdor,

con tu tronco ceniciento,

sin esbeltez ni altiveza

con tu vigor sin tormento,

y tu humildad que es firmeza?

En tu copa, ancha y redonda,

nada brilla,

ni tu verdiobscura fronda,

ni tu flor verdiamarilla.

Nada es lindo ni arrogante

en tu porte, ni guerrero,

nada fiero

que aderece tu talante.

Brotas derecha o torcida

con esa humildad que cede

solo a la ley de la vida,

que es vivir como se puede.

El campo mismo se hizo

árbol en tí, parda encina.

Ya bajo el sol que calcina,

ya bajo el hielo invernizo,

 

 

 

el bochorno y la borrasca,

el agosto y el enero,

los copos de la nevasca,

los hilos del aguacero,

siempre firme, siempre igual,

impasible, casta y buena,

¡Oh tú, robusta y serena,

eterna encina rural

de los negros encinares

de la raya aragonesa

y las crestas militares

de la tierra pamplonesa;

encinas de Extremadura,

de Castilla que hizo a España,

encinas de la llanura,

del cerro y de la montaña;

encinas del alto llano

que el joven Duero rodea,

Y del Tajo que serpea

por el suelo toledano;

Encinas de junto al mar,

-- en Santander -- encinar,

que pones tu nota arisca,

como un castellano ceño,

en Córdoba la morisca,

y tú, encinar madrileño,

bajo Guadarrama frío,

tan hermoso, tan sombrío,

con tu adustez castellana

corrigiendo,

la vanidad y el atuendo

y la hetiquez cortesana!...

Ya sé, encinas

campesinas,

que os pintaron, con lebreles

elegantes y corceles,

los más egregios pinceles,

y os cantaron los poetas

augustales,

que os asordan escopetas

de cazadores reales;

más sois el campo y el lar

y la sombra tutelar

de los buenos aldeanos,

que visten parda estameña,

y que cortan vuestra leña

con sus manos.