Dana Gelinas


Bajo un cielo de cal





Ahora, que en esta rabia recomienzo una cosecha,
vuelven a mí las sombras prolongadas del desierto
y en sueños se desgrana un racimo ácido de insomnio
y un constante porqué, como en sordina.


MEDIODÍA BLANCO


Huecos de un laberinto

Vivo en casas llenas de puertas
en los cuatro puntos cardinales.

Yo pensaba caminar en línea recta:
primero una, luego la otra,
como en un pasillo de palacio encantado
--las voces que esperen al otro lado--.

Tardé en llamar laberinto a la casa.
Veinte años en los que no hice sino listas,
intentos, viajes, errores,
hasta que al fin dejé mi somnolienta vocación
por una nueva,
la de animal oculto, nostálgico, sin destino,
enrejado en una trama sin nombre y sin llaves.



La araña

a Jorge Luis Gutiérrez

La araña siempre tejerá más fino

La cristalina nervadura de la paciencia resiste la eternidad. La araña la extrae de su vientre.
Por todas partes levanta sus tiendas. Sobre el cochambre o en el rincón de los que creen en la absorta indecisión de las paredes; cuando es menester, ocupa su sitio en el lecho conyugal, donde parece abandonar su misión de hilandera.
Caerán pesadamente en la red alas y cuerpos. Su labor pende de un hilo tejido al firmamento. Allá atrapa al vuelo incluso lo más nimio y se mete en el disfraz de la mosca muerta.



La cuna

¿La cuna de mi hija
será la cama de sus padres,
y ella la princesa adormecida
en un palacio de ancianos?

¿O será la cuna de latón
como un preludio de armaduras
que protege el rostro
y endurece el costado?

¿O ese tapete como alforja
que desenvuelva en cualquier país
en diseños cada vez más exóticos
a la caza del pan no probado?

¿O una hamaca
donde su voto oscile como el tiempo
y sea la red que devore peces
en las mareas del sueño?

¿O la jaula de caoba
donde crecen los niños,
entre una osamenta
de órdenes sensatas?

¿O el pasto en que se tiende
al lado de otro cachorro,
justo bajo el sol,
sin rastro de culpa?

¿O será un breve moisés,
nervioso navegante en cauces de asombro,
puerto frágil, mudable?



Lápida para una mujer liberada

Como Diana, primero una flecha
al centro de un hombre;
como Penélope,
tejer la tela de araña;
caminar siempre un paso atrás,
como Eurídice;
salir del baño, como Afrodita;
leer de noche, como Minerva;
amar a una bestia, como Pasífae;
cultivar en exclusiva la tierra de tu casa, como Gea;
predecir la infidelidad, como Casandra;
vengar al marido, como Hera;
memorizar uno a uno los rasgos de Narciso, como Eco;
todo para morir en tu país
sin que te lapiden...

como a una extranjera.



Catecismo

Querida niña:
Horneé para ti plegarias
sin azúcar,
pegajosas lunas
que apacigüen tu lengua;
modelé con las yemas
azucenas de jabón;
marqué las cartas
del misal
para que rijas tu futuro.
Mi piel se convirtió
en hábito
para alejar la sospecha.
Mira el espesor
de mi claustro,
aquí no penetra
la mirada del médico,
y no dejo migaja
para las malas lenguas.
Aprende del dolor
que cuaja en gotas de cera.

Niña querida:
Atrás de la carátula
ordena Dios los puntos
de la recta.
Te llevo de la mano
—calcarás el óvalo del ángel
que prohíbe el alimento—.
Criarás sólo gárgolas
en los patios,
sembrarás en el retablo
flores transparentes
y cuando te doblegue
el peso de las alas
llenarán tus manos
piadosas monedas.
Bajo la sombra de la toca
conservarás
tu rubor de muñeca.



Venus

Despojada del velo,
la mascarilla,
y el rubor más sutil
de virgen eterna;

libre el cuerpo del corsé,
la faja,
y el fino maquillaje de las piernas,

lejos la modulación
de la voz
y ni la sombra más diáfana
en los párpados,

resurge el más puro
volumen del yeso.

Desarmada y terrible
podrían morderla,
dejarla caer;
su infinita epidermis
es huella innegable
de la evolución
de su especie.



La calle de las novias

En un mediodía blanco
una novia de vitrina
se pasea
entre quinceañeras amarillas
que miran por la ventana
entre hábitos de monjas ancianas,
ángeles de comunión,
una gala de bautismo
y una miniatura de mortajas.
Se enamora
mientras vuela
una serpentina de rosarios
sobre tafetas de ataúd,
monedas pintadas,
arsenal de manguillo
para el interminable pastel
y albos guantes
con zapatos blancos
entre macetas de azahares.



Óleo de señora

Las uñas afiladas
de la mano abierta
sostienen el rostro
de perla sin luz.

Tras el humo
del cigarro inmóvil
sus ojos
de edad indefinida
son jades cansinos.

Sus labios de piedra
sorben rabia
de una taza.

Más allá de la ventana
que la enmarca
la tarde gris
luce los últimos metales.

Tantos ocres
causan vértigo:
una mujer se otorga
a la nada.



Pandora

La niña Pandora se parecía hasta el cansancio
a Pandora niña.
Pandora idéntica a mimos y encierro.
Obedeció con los ojos cerrados
al báculo amenazante.
Aguardó a que la madre sólo encontrara su rostro
en el rostro de ella.

Pandora adolescente jugaba a esconderse
de Pandora niña
y Pandora niña realizaba labores
de joven casadera.
En ella ardía toda esperanza.
Aunque sus manos eran artesanas
con toda virtud
y sus pies la danza más compleja.
Un día, de un zarpazo,
volcó del cofre la dote
que la daba en prenda
y esparció por el mundo
una estela
de atributos propios.



Lugares comunes

Ojos espejo del alma,
oídos sordos,
malas lenguas,
pies que vuelven
sobre su propia huella,
manos largas,
dedos como garras
con el filo
de miradas que matan...

¿Quién nos obliga pacer
bajo la piel del cordero?



El despertar de Eva

¿Añoras, Adán, el jardín paterno?
El mundo nació
con la imagen de un dios
que ya estaba completo;
las cosas eran fragmentos de espejo.
Y yo, ¿nací de qué sueño?
¿Cuándo caminé bajo tu brazo
y dijiste: "con el amor
nacerá el tiempo"?

Siglos después, Adán, te encuentro huidizo,
inquieto,
como un escultor que talla
y oculta su rostro
en golpes de piedra.

Me conoces como a tu mismo cuerpo,
pero tu viejo hemisferio se borra,
ante mí se vuelve ajeno.

Sigues como extraviado;
hablas a solas.
Tal vez quieras salvarte.

Soy la imagen que criaste,
un órgano que movía tu sangre,
o esa soledad
a la que tienes miedo.

Recuerda, Adán,
quién me alejó de ti,
¿qué fría rosa escondes
en el hueco del pecho?



La abuela

Se acabó el tiempo de mi abuela,
su largo arrastrar de pies prófugos
de imaginarias ciénagas.
Sus manos descansan de levantar escombro
tras escombro y de atesorar huesos;
por el camino del siglo
su voz es rumor de hojas.
Ya su cabello se funde
en el infinito celeste de la almohada.

Al fin
soltó los lazos.
Ya dejó de enumerar el tedio.

Pero su viaje continúa,
se abre paso entre el estupor de los niños
como una rueda en la arena,
que desfila hacia el lugar
de las preguntas y su eco.
En el puerto de la Iglesia
no hubo hombres ni dioses,
sólo avemarías dispersas
con el luto de hinojos.
Sólo tierra sublevada
...y ella buscaba un nuevo continente.



Niña con red llena de frutas

a Silvia y Andrés Silva

No era solamente un duende la rosa
que guiara a un gigante ciego
entre la selva negra de paraguas,
sino una niña con su red llena de frutas;
una red donde encalló una pleamar
y un banco de ostras que parecían cítricos
alrededor de una papaya,
como un molusco enorme y herido;
la infanta, enrojecida y rubia,
vagaba como el tren del barrio de Tacuba,
jorobada,
rumbo a Barranca del Muerto,
y mientras miraba socarrona al señor de al lado,
seguramente pensaba en que pronto
nacería una muñeca suya.



Mañana es otoño

a mis hermanos

Uníamos el tiempo
con las palmas de la mano.
Por el celeste caracol del frío
se deslizaba una galería
de briznas de otoño.
Los mayores temblaban
al ver la escasa luz,
sufrían de presagios.
Nosotros, pulgar e índice,
juntábamos sus alas.
Las muñecas y los maullidos
nos teñían un poco de espanto.
De la ceniza de la tierra
surgían en sobresalto
ellas,
las muy urracas.



Ciudad de cal

Yo nací bajo un cielo de cal,
donde la sombra era cada vez más
luna menguante
y la noche sitiaba su propio espejismo.
Ese lugar no era
lo que se dice un vergel
y sin embargo mi abuela y mi madre
--cuando madre y niña--
alcanzaron los racimos maduros
de tanto tiempo que esperaron
bajo el portal.
Ante mí, en cambio,
un día se abrió el suelo de la casa:
allí brotaron,
uno por uno,
los males que no alcancé a nombrar a tiempo,
en el pecho esa prisa maldita,
un dolor de piedra en la espalda,
un infinito miedo a lo finito
como una sombra que va siempre adelante
y una voz que cortaba, tan amarga,
lo que antes era mi alimento.
Por eso escondo ese pueblo
y oculto su paz de polvo.
Ahora, que en esta rabia recomienzo una cosecha,
vuelven a mí las sombras prolongadas del desierto
y en sueños se desgrana un racimo ácido de insomnio
y un constante porqué, como en sordina.



Blanco, negro

En el Panteón de Dolores
grabado en papel de mediodía
la madre escondió su viudez
entre los velos de sus primas hermanas;
la madre del padre
mordía el llanto bajo su cobija de hierba,
sólo el abuelo rescucitó con su traje
--corbata floja, pañuelo en mano--
para acompañar a los fieles,
los viejos huyeron a la sombra
del nogal del cementerio;
ese día, los hermanos del padre
cerraron las cortinas
al sol de California.
Y los niños, ¿en el regazo de qué ángel,
tras cuál cabecera de mármol se ocultan?



JARDÍN DE MADERA


El rumor crecía como un torbellino
ante su vista cansada;
crispaba la nervadura ociosa
de las manos de Noé.



No hay nada más allá:
un río en el horizonte
asfixia a los viajeros.
La muerte comienza en esta ribera.



Entonces bajó del cielo una paloma
con mensajes en la boca.
Le dio su nombre,
las llaves y las puertas.



—Paloma mía, gacela, rocío de presagios,
llovizna torrente—.
Él juró enjugar sus velados ojos
contemplando a la compañera,
celarla del becerro,
protegerla del cerdo.



En los surcos de su frente
cielo e infierno fraguaron
un infinito en su espejo.
—Paloma mía, gacela, rocío de presagios,
llovizna torrente—.



La húmeda nariz de la cierva
registró durante cuarenta días
cada rincón de su casa.
Tuvo tiempo.



Cuando dejó de llover
el arca varó, vacía de alimentos,
sin fauna que bebiera del mar
ni parejas que devoraran la tierra
o se batieran en el aire
con espadas y vuelo.



Noé cupo apenas en su asombro;
entonces nombró a su mujer, de especie a especie:
zorra, puerca, víbora, perra...



COROS DE ÁNGELES


Al Ángel

Ángel mío,
abandono, paciencia, ¿por qué el gesto inclinado
cuando la mirada ajena
busca tus ojos?
Vuelve a dormir.
Las hormigas no ven tan alto.



Dios

a Aída y Raúl Renán

Después de rasgar sobre el muro de la noche la niebla con lascivas manos, Dios vuelve a sus manías rutinarias: el bostezo, la siesta, cepillar su terciopelo; vuelve a la lujosa tersura del rincón que lo guarda. Entonces se inviste con su toga y sentencia interrogantes. Su cabello resplandece sobre el polvo acumulado y convierte en sombra el paso ajeno. Soberano: escala grandes alturas sin ningún esfuerzo y cae siempre sobre un manto. el orden del mundo es su dogma, la verdad de cada objeto. En el espejo burla incluso al padre con voz de sedentario. Anfibio, alarga sus días como extremidades: la juventud, la aventura, el sueño, el salto, la eternidad, el arco, no son sino astucias de un continente plagado de opuestos. Como pájaro en el nido y perro en la casa, en el hoyo negro de su pupila acecha el deseo.
En los entreabiertos ojos de Dios la culpa se cura, la independencia se lame y toda una libido encuentra vocación y reposo.



Coros de ángeles

a Marina y Luis Ignacio Helguera

Los ángeles de las altas naves
maduran en racimos.
Se desperezan aleteando.
Rondan en la cúpula
y gatean por el fresco de un muro;
eufóricos, se columpian,
se suspenden del alero, se aburren,
saltan para cimbrar
a los nuevos dioses
de la luz y el sonido;
se deslizan por el tobogán
de la columna salomónica;
caen justo sobre la urna
de las monedas.
Durante las bodas se cuelan
en el vestido de la novia
y en la pila bautismal
invisibles molestan
a niños de brazos;
prefieren la campanilla
del carro de los helados
aunque los ahuyenten
sin dejarlos probar la migaja.

Antes de bajar a la calle
ya han visto las historias futuras
del luto y la risa.
cuando pierden su color
bajo la luz de mercurio
tragan fuego al final de la calle;
reptan, desafinan, desconfían
presos en bóvedas de tren subterráneo.

Los ángeles de la catedral,
perfectos,
rubios desorbitados
por su pálido y bello raciocinio
nunca descenderán;
el iris celeste de sus voces
claro se conserva,
cantan limosnas
y arreglos florales,
vigilan la alfombra
y su peinado,
juzgan hasta la eternidad
desde un nicho más allá
del sí y del no.
Doran la capilla,
femeninos, masculinos,
ofician imponentes,
cifran una doctrina
y una lengua muerta de confesionario;
señalan, con diminuto índice múltiple,
carne elgida,
para la hoguera cristiana.



Estampa del descendimiento de la cruz

La Semana Santa de Texcoco,
centro del sepulcro del lago,
corazón de las ruinas,
la iglesia resiste en medio
de un torbellino polvoso,
de indios sucios,
borrachos, moscas,
limosneros;
desplegaron la alfombra púrpura
y guardaron a Cristo
en una caja de cristal,
piadoso y elevado
lo desprendieron de su lecho.
Con tierna labor
de cirujano, tras sus lentes,
el párroco, uno a uno,
desató de su carne los clavos,
guardó metódicamente
los coágulos, el sudor y las espinas
en su cáliz de oro puro.
Las monjas costureras
cortaron un amplio sudario
y enjugaron el dolor del rostro
del príncipe
para que conciliara el sueño
eterno.
Porque ya eran muchas las manos
que tocaban pies, piernas, pecho, dedos,
uñas negras con velos
y velos de miseria.

El mar de crucifijos
se retira
como el roce de una tela.

Y queda solo el monte Sinaí.



El profeta

A Ana Segovia

Ángel prematuro.
Se llamaba Daniel;
a pesar de sus ojos negros
nunca soportó la luz del jardín:
entonces retornaba a la cocina oscura
elevando la vista y los brazos;
antes del desmayo
lucía un gesto sereno,
repentinamente adulto
bajo sus duros rizos,
un extraño rubor nacía sobre el yeso
y un aura surgía
de su cabeza grande.

Ahora descansa
entre amarras de algodón.
Bajo su cama se abre una gruta
de altísimos rugidos
y entre él y los vivos
se levanta una cortina
de piel de cordero.
Habrá un tiempo de bajar la voz;
ahora lo amamantan libaciones
que alejen temblor
y luz excesiva
y disuelvan el blanco peso
que ya no soporta
su levedad de niño.

Daniel es ángel todavía,
lucha contra todo
y rezan con él
bajo el altar,
santos que sospechan
en la base de su hermosa cabeza
una piedra verde.



EL ARCA DEL DÍA


I. Crepúsculo

La penumbra es el camino
de los hombres dormidos.
A cada paso la sombra es un gato que crece,
avanza y muere en la banqueta
como un perro luminoso.
En el horizonte las bestias se echan pesadamente
con las últimas cadenas sobre la espalda.



II. Alba

Los gatos de siam
recogen las sombras
que resguardan los templos.
El perro de fuego ladra
en la falda del volcán
y los hombres se atreven a salir,
pequeños y abrigados,
a sus laberintos de cemento.



HOMBRES DE NIEVE


Su nariz se convierte en zanahoria,
la bufanda les encubre
el cuello inexistente
y sus guantes oscilan
en medio de un coro de enanos.
Blandos de origen, decembrinos,
pueriles y de un país viejo al nacer
—el País de las Nieves—,
no conocen más guerra
que los enjambres de barrio,
o la grisura de una noche doméstica.



Gentiles habitantes de los mares de la luna,
al desconocido ofrecen su cara feliz,
como un saludo de tarjeta postal.



En las alfombras del invierno,
ensartan soliloquios
e impulsos de autómata,
fundidos en un corazón de cebo.



¿Quién heredará sus sueños sepultados
en un planeta de lomos vencidos?



Algunos seres no alcanzan la pureza
(estado de languidez venido del agua
con el hielo por destino);
y revelan una mueca
de máscara líquida.



Mono de nieve,
—divino de origen—
sedentario por amor de un clima
en tres días su piel transparente
muestra la tibia corripción del alimento.



Quizás en el centro de la circunferencia
reste una nada de hierba, un ala seca,
una piedra en el zapato
y el extraño sabor de la saliva,
que también ocupa un limbo
entre el azúcar y la sal
e invade todo lo que toca.



Bajo un cielo de cal se terminó
de imprimir en el mes de septeimbre
de 1991 en los talleres de Impresión
y diseño. La edición consta de mil ejemplares
y estuvo al cuidado de Juan Domingo Argüelles.





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