I
Alondras que mueren deslumbradas
II
Montsalvat
III
Sentencia de venablos
IV
El relámpago y el mar
Es ist die Seele ein Fremdes auf Erden. Geistlick dämert
Blaüe über dem verhauenen Wald und es laütet
Lange eine dunkle Glocke im Dorf; friedlich Geleit.
Stille blüth die Myrthe über den weißen Lidern des Toten.
Georg Trakl
(Es el alma un ser extraño en la tierra. Sagradamente
Anochece el azul sobre el bosque talado y repica
Con largueza la oscura campana de la aldea; apacible va el cortejo.
Sobre los blancos párpados del muerto florece el mirto silencioso.)
Alondras que mueren deslumbradas
El cazador sabe el truco para apresar a las alondras:
Cubre una mediana esfera con espejos y la sostiene
de la rama más alta de un árbol. Cuando la luz la toca
la esfera es una flor de agujas luminosas y somete
la borrosa voluntad, el fuego sutil de las alondras.
Entonces el cazador hace un hábil
uso de las redes
y el ave cae. Muy pocas veces el artificio fracasa.
su fina pasión por la luz quiere que mueran deslumbradas.
Tu breve chispa de eternidad tiene apetito de sombras.
Escala la fuerza un torbellino entre cálidas cinturas.
Acorta el encuentro de epitafios insensatos. Remoja
el jade limpio de tus ojos. Anochece las hechuras
que el fuego labró en los decisivos escombros de tu boca.
Sobre el sudario del instante el amor vuelca sus espumas.
Mañana el fulgor de otra tibieza será la bienvenida.
Mañana otra ciudad de viento moverá nuestras cenizas.
Un esplendor oscuro bajo el deleite de profanarte
esta noche de cristales de algún fulgor desamparado
sobre la súbita espesura de tu más profunda carne.
La inocencia es el licor que, sorbo a sorbo, embruja las manos
sin otro ultraje que el más profano silencio de buscarte.
Una misma pasión de hervorosos tigres de luz y mármol
cazando en el fino fermento de la luna una oración
que nos da, grávidos de muerte, su pureza más atroz.
Sucesos de este mínimo buscar donde reconocemos
lo oscuro del calor, el canto de las formas acopladas,
el énfasis del ritmo, la curva arenosa de los cuerpos
reptando con su pálido sabor de ofrendas mutiladas.
Grotescas gemas más allá del mundo, más allá del eco,
centrífugas aguas de la aniquilación y la cascada,
turbulencia azul donde la razón se ausenta y se arrodilla
a este instinto sucesivo, gota en la miel de la caída.
Cuando inabarcable tu voz se cumple como el primer día
no es palabra esa voz, no tiene rostro de oscilante esfinge:
es turbulencia coloidal de apetitosas llamas químicas,
masa de lo mutante en su amargor confuso que repite
la selva de sus vivientes aguaceros, las desvalidas
formas de su vértigo y el pasmo del tacto que las ciñe.
De cuerpos se llena la muerte, de un helado beso el río
nos funde eternizados: figura, danza, humedad, olvido.
¿Pero dónde, dónde has de compartir mi nada, mi momento
de magia novicia del humo que en vilo remontará
la altura
fehaciente de los universos? ¿Dónde el secreto
azaroso de mis
restos moverá un espasmo al pasar
como caricia sin víspera tus desahogados cabellos?
¿No hay en el amor una danza que sugiere el más allá?
¿Eres sólo estatua de ritmos, hielo espléndido de un cuerpo
que mis manos nombran en el tacto y elevan en su fuego?
¿A dónde voy entonces sino a ti placer, a ti morir?
¿A dónde lleva lo más profundo que esconde mi desear?
Si la llama al arder consume, el instante que recogí
del árbol de la vida el simple fruto de la muerte da.
¿Qué salvación espera en el cauterio del otro dormir,
en esta errancia fantasmal de los sentidos, qué lugar
es la amarga raíz del calor y el canto? ¿Y qué otra certeza
tuviera de mí sino es este deseo, que muda y tiembla?
Corazón tan astuto del placer, que inocula y engaña
la estricta soledad de los amantes con su raro bálsamo,
con su minuciosa muerte de caricias y blandas brasas.
Placer casi sumiso y siempre inabatible, despojado
de sí mismo, preñado de vacío, furor que escapa,
que reclama su tormento de fugacidad en lo amargo
más amargo de la espera hacia la muerte: licor de todos
--corazón astuto del placer--, licor de los siete rostros.
Opaca carne, diaria chispa, ven en la hora de la muerte.
Devórame sin paz donde del éxtasis la brava lengua
se entreduerma gigante e inalcanzable. Sangre que arremete,
asalta el molino de voces que aprieta mis mudas venas
para rezumar el licor de la fragancia que perece.
Carne anonadada, furtiva combustión de madreselvas,
hoguera lenta del asombro, de la ociosa arquitectura:
déjame beber en tus hechizos los signos de la luna.
Carne de la fiebre diminuta donde el rencor olvida,
tierra al fin donde medra el regocijo austero del amor,
cien veces herida por la eternidad, larva fugitiva,
cien veces cien más en el centro de un insaciable sabor.
No me acompañes a la muerte, carne, extingue mi semilla,
quema en el bostezo de una remota playa mi calor:
déjame volver hasta el silencioso lecho de la arena
y olvídame (helado hilo de viento), si aún estoy en vela.
Quizá no hay más amor del que cabe una noche entre la manos
Quizá un hombre y una mujer jamás llegan juntos al cielo.
Son el oleaje y musgo que le pega plumas a sus brazos,
apenas plumas de furia que se deshacen en el viento.
Quizá en el invierno el amor es un lecho mutuo y dos platos,
el alma colgada a secar en el balcón de los silencios
donde se roba y se recibe la agria leche del escarnio,
derribados por el gran polvo de la tierra y de los años.
Soliloquio del amor en su espejo doble de pupilas.
Ella es la tierra tejida en rúbrica espiral de raíces.
Él es el viento y sus inacabables potros de conquista.
Mueve el follaje de sus manos el chisporrotear de estirpes
aún dormitantes en la bronca sed de sus propias semillas.
Los espectros amantes son estatuas que el mar no distingue.
Su beso es sucesión de un sueño rodado en líneas de arena,
una playa donde Dios olvidó sus húmedas siluetas.
Montsalvat
Sobre un acantilado las águilas guardan Montsalvat,
la cúspide en ruinas que alojaron los muros del castillo.
Ahora sólo el viento punza la sinfonía del eco y habla
contando la leyenda a las nieves latinas de los riscos.
La luna encumbra su vórtice de emblemas sobre el alcázar
y tensa los hilos del telar donde escapaba su frío,
junto al pecho iluminado por la ofrenda de otro regreso,
rumbo a la soledad, cuya pureza prometía el encuentro.
No es la tumba otra nieve que la blanquísima de los templos
donde el cruzado atormentó la esclavitud de su corona
y el dolor descifró una vez la oposición de los espejos.
Es el trovador el que sangra de las muertes la amorosa
de su ermitaño laúd junto al tribunal del forastero.
No hay canción para el amor de provenzales, ni su derrota
sobre al campo de batalla igualará el mármol de sus almas.
Gobernarán la frente, luz de tus anillos, Montsalvat.
¿Existieron las batallas bajo este polvo que se pierde,
donde la tierra es el filamento que respira la furia?
Veo tus pies marcados por el alba de un fuego que me advierte
la edad terrible del amor que en otros tiempos me conjuga.
Háblame de las armas que se apagaron bajo la nieve,
del número celeste de los perdidos bajo las cúpulas.
Celebra junto a mí el tamaño final de tu desastre.
Amarga en esta boca el diálogo fecundo de tu sangre.
¿Recuerdas el invierno que esperabas por su luz austera?
Amarras aquel súbito recuerdo al pasto de las piras
y tu vértigo es un rastro de conquistas, bronce y estelas
húmedas en el vino meditabundo de tus pupilas.
Un lóbrego segundo estalla en el resumen de la piedra.
Las cúspides son secretas, humillado lo que se olvida.
Morir besando la neblina. Nieve apenas. Blancos atrios,
doce llamas detenidas en el corazón de los años.
La hopa raída del cátaro hinca dones rumbo a la hoguera.
A sus pies, la firma del fuego borda el ángel más oscuro,
revienta los ojos del insecto lunar sobre su lengua,
clava un testamento en los abismos celestes de su puño.
La flor deja un hueco en el cielo por un lugar en la tierra,
suya es la pureza que, también cantando, remonta el humo.
(La ceniza al alba estaba fría. Sus razones, linaje,
perfumaron el relente con la juventud de su carne).
Veo en tu fascinación los ojos elípticos del ópalo.
Duran en mi llaga los diamantes hechos polvo y espacio,
sentencia, vestigio, cantiga de amianto donde el escombro
de tu increada heredad es la víspera de los estragos
que estallan sobre la cal de una profecía sobre el polvo
con la inventada avidez de mi mano sin dueño, buscando
la luna que todavía no está en la boca del regreso,
aquella que pernocta en la ceniza sus mendigos hechos.
¿Dónde estuviste que olvidé tu nombre cuando entré a las llamas?
¿Había sido tu oficio de borrar lugares, de ver
la vestidura fugitiva de la nieve en las palabras?
Por un instante recorde tus ojos y al morir te amé.
El hombro de mi alma en el umbral de la puerta te tocaba.
Criatura de tu mar, soñé la cifra que fundó mi sed.
Quizá la sangre pide luz para su sombra, pide fruto
para emprender el largo retorno a su originario mundo.
¿Cómo mover a gritos las arenas del desierto,
inquietar el filo de tu reflejo a punto de saltar
desde la tonelada lumínica de tu manto negro?
¿Cuál la traza del incendio que dejó a la noche llegar?
¿Cuál éxodo de estrellas ahogadas en el sumiso fuego,
en el rodar infinito de tu espiga en el vendaval?
Pálida para siempre en el aroma de los pergaminos
aguardará la luna su olvido blanco, tu sacrificio.
¿Has buscado la nieve como un signo errante en la tormenta?
¿Has contado las noches de la interminable travesía
donde buscaba el viento la respiración de su madera
para que ardiera en el duro cofre de una palabra limpia?
¿Venciste acaso a los guardianes de aquellas nueve praderas
y supiste volver al cónclave de tu melancolía,
a la casa del mago que no tiene sal para el imperio,
quien aguarda, marzo de piedra, con su volumen de fuego?
Llévame donde el sueño desfloró una cárcel de palabras.
Búscame en la herida fugaz de los granizos de noviembre.
Por cada estrella que murió de frío, arderá mi casa,
y por el lecho donde el guerrero halló virgen a la muerte
volveré con las huellas de mi aldea para fundar el alma.
Seremos el agua que en su viaje fue el sello de tu frente,
la nube fúnebre de lluvia formidable o el aliento
del nombre más pequeño en la asombrada boca del viajero.
Pero tuvo precio tu cabeza entre todos los ladrones
porque supiste amar con el dolor que ardió con su sentencia
sin ganarle más monedas a aquel poder de los traidores.
Condenaste los coros de quienes toman perdón y tregua
los vencidos de antemano por el rumor de los azotes.
Diez nunca serán uno en la final miseria de sus lenguas
que callarán su fe, que humillados verán su cobardía.
Si tuvieron precio las hazañas, también serán medidas.
Hay un vino que refresca a quienes abrazan el combate,
el alto sabor en el que navega la pelea del alma.
Aprender el oficio de morir nos da la vida, el arte.
Los costados de la paz son islas que nunca nos abarcan,
territorios efímeros donde pasamos al ultraje.
¿Quién no tiene tus cicatrices que le recorren la espalda
como un mapa milenario donde se recuerdan los dones,
apenas un saber que sabe cada cosa por su nombre?
Sentencia de venablos
Fue sembrada la luz entre los reinos tórridos del alma,
bajo la osamenta deshollada del árbol en invierno,
donde la mazada del trueno en el oído no descansa
y un brazo de espuma desentraña bajeles, en el leño
atormentado por el hambre ágil del fuego que se engarza
sobre un ejército de noches ante el barro de los muertos.
Sembrada en el pensamiento vegetal que heleniza al sauce
con la fruición del agua ante el sol numérico del estanque.
Como un reloj que en busca del tiempo lo quema en su camino,
el Arquero marcha sobre el polvo delgado de su viaje.
El arte de seguir alude a la inocencia del sentido.
Arrinconado en el clamor de otra floresta, entre el estanque
y la selva moza de estaciones, un jilguero ha caído:
Círculos y sombras mueve mi mano sobre el agua. Sabe
mi ley beber el reflejo que salta fugaz en las redes.
Sabe mi corazón cantar lo irremplazable, lo más breve.
La encrucijada minuciosa no sospecha al cazador
en el trayecto de las huellas convidadas de contornos.
El amuleto de su máscara que estalla en el arzón
también lleva el perfume coral de los bosques en responso
y guarda los calibres de su espera, rastros del calor
acodado en la lid de la jauría y en la prez del potro.
Una parvada de ballestas se encamina por estrechos
parajes de limones gayos entre el pecho del invierno.
La aurora de santuarios de aloaria en inflamables cimbras
que el nitro de los cirros encarama a la rosa del cielo.
El corno inaugural desboca a los galgos por la campiña.
Sus mordiscos en la riada de ladridos cargan de aliento
la prodigiosa perturbación de las faunas en huida.
El galope recuña brillos en los flancos, da de lleno
su disparo a la montura del relente. La presa vive
aunque la ringlera de sangre deja su mosto en las vides.
Como una sílaba anterior que se engarza en la red del labio
o una premura que nada sabe del vuelo que vacía,
se ajusta el arco para proferir la flecha del vocablo,
para herir al viento con la lluvia de señales rendidas
en el polvo acrisolado que punza la luz, en el ramo
de humedad que esculpe la blancura (mar de memoria fría
en la boca que construye el alma tocada por el Dios,
en la carne transfigurada por su propia rebelión).
¿Puede hallar la flecha quemada en el relámpago su centro?
En la noche de los cierzos los ojos del Arquero buscan
(insectos de vidrio desbocado) la huella del lucero.
La mirada malabar se aquieta cuando la sombra oculta
la quimera silenciosa del blanco en las astucias quieto.
Oscuridad cerrada al disparo de su cuerda, a la punta
en llamas del conjuro, porque su corazón ya es un árbol:
arteria del aire, pastor de vientos, señor de venablos.
Árbol cuyas hojas mueve el aire en su cóncavo aposento
y cede la romanza de los ecos, cartas del diluvio
escritas para siempre en la lengua de espíritus al vuelo.
Árbol ancestral de un huerto en blancas orfandades que puso
los milímetros minerales del mundo bajo un secreto,
vivo vegetal de ramas humeantes, vaso de los nudos
que entre sueños anulares alza y alumbra lo que mira.
Árbol ardiente del follaje que entre los vientos camina.
El Árbol es la arcilla enamorada que toca la nube
con el verde fuego vegetal que en la semilla dispara
el hechizo móvil de la rama, la hoja apenas que sube
los peldaños de vidrio de la lluvia en su viviente escala.
¿Qué sueño dura en el Árbol? ¿Qué sed que tanto abriga y cumple
cuando arroga la geometría que sus venas alquitaran?
Ancestro de la solitaria fuente su murmullo habita
el corazón suspenso del agua en la fronda repetida.
Quiere la savia vestir un amor fugaz de clorofila
y despertar la voz de sus especulares laberintos.
Quiere saltar el fruto en su madura miel que ya respira
para así ofrendar el nimbo de su labranza agradecido.
Se mueve bajo el limo la premura, la insumisa esquirla
del sol que empavesa la enramada. Arde el Árbol y su vino
de viajeras esmeraldas. Sube entre avispas el almendro
que sumó en su verde al día, que reunió el viento en otros ecos.
La savia del instinto esculpe la parábola del tiro.
Sus dedos brillan en el fósforo de un reino de guijarros.
El Arquero ha cerrado los ojos. Tensa el desnudo abismo.
La noche ya no duerme esperando la flor de su disparo.
En su alma, el Árbol se deshoja, madera amarga de olivo,
para azogar el cinabrio inmaduro. Salta limpio el dardo
preñando la oscuridad con un destello. La flecha escapa
sólo obediente a la oración del ámbar que incendia sus alas.
El centro, aleluya de un bronce profundo, dirige el rastro.
Estalla un perfume de jacintos en la cauda y la espiga.
Ataca el cáñamo la irisación del aire vulnerado.
La flecha devora el blanco, la obra ínfima de la astilla.
Funde su agudeza en el pecho de la luz tras los ribazos.
Un calor se desprende de sus ramas de quietud vacías
cuando el fuego cae, sonámbulo, sobre la noche del Árbol
donde el Arquero oye arder la madera púrpura del canto.
El primer canto fue de un pájaro al ver la luz en el agua
y durmió en ella la imagen de su diminuto fervor.
Gozó en su canto la escarcha del hechizo. La ofrenda estaba
ardiendo en la humildad de su garganta. Fue un fruto interior.
Se irguieron lentamente de su terrestre noche las alas,
la ansiosa estirpe de sus plumas fue irisada por el sol.
El pájaro halló amistosa la nervadura azul del aire
y empapó al Árbol de nidos, de cantos que en su rama nacen.
El relámpago y el mar
Mañana leerán otros ojos su nombre sobre el agua
y serán los mismos ojos, nuevo el dilema de su polvo.
Siempre este mar que todo sueña en un deleite de murallas.
A ti, lóbrega sal, marea de materia sin contorno,
dulce terror de lo que está a punto de nacer, la mudanza.
A ti, señora del mar, descienda un relámpago, el responso,
un gramo de la luz bajo tus manos moverá la espuma
y un soplo guardará el lugar donde el mar y el cielo se cruzan.
Alma de la Forma, reptil a gotas de un cielo de ceros,
límite de un álgebra falaz en su hermética locura.
El azar enciende estrellas en la noche natal del tiempo,
danza su baile de vértigos binarios y se desnuda
en el rodar de los dados. La Nada acaricia sus sueños
que la carcajada de la eternidad erige y derrumba,
cuya arquitectura es una cifra elemental de jugadas,
disparo de vaivenes, desolado tallar de barajas.
Dios, agazapado en el accidente nómada del juego,
se disuelve mudo y huraño en su profana contingencia,
ronda los escondrijos matemáticos y asalta el rezo
como un puro duende legendario que ríe sin respuesta,
un anacoreta menor de los desvelos en el vértigo
de los químicos vocablos que balbucearon las estrellas.
Porque este inumerable Ser sin coordenadas está ileso
de toda dimensión, es una espesa ausencia de silencios.
Pureza es vacío, umbral del juego, noche al centro que arde
como un alcohol de lentísima luz que entibia el cautiverio,
sombra que se disputa la claridad de un vago linaje
donde todo ha sucedido inumerablemente y ha muerto
por un invisible maleficio sus muertes incontables.
En ceniza giran los símbolos y vuelven siempre al fuego:
siluetas que se consumen en la penitencia del frío,
astillas de blancura presas en estatuas de granito.
El Náufrago en la soledad desanda el vago itinerario.
Busca en la escritura de la noche la semilla del sueño
que le impuso el destierro, oscuro y terrible, hacia el estrago
más que infinito de su soledad, de su morir eterno.
Ve, mecido en el mar de la pregunta, líneas en su mano
para interpretar el oscuro caos que ciñe los cielos.
Pero el puño de arena huye de la mano que lo apresa
para ir a dar al infinito inumerable de la arena.
Un acto fugaz. Un justo quehacer de manos diminutas.
¿Quién soy para interrogar el calor que sueñan mis entrañas?
Un barco en dádivas de viento bajo células que apuran,
reman su ciego azar en venas, semejanzas agobiadas,
galeones de historias inescritas, pinceladas, texturas,
cuevas de fragor y desamparo, de lucha ensimismada,
un quehacer de furias invisibles y químicas ciudades,
lodo del logos, lánguida ley de enlaces, sombra de sangre.
Corre en su cauce de alteridad mi río. Horas en hordas
son ansias y seres trashumantes que lleva entre su cauce.
Duerme mi río su meditación profana sobre rocas
y su profunda piel de guijarros murmurando deshace
la alta nieve imposible que desde los astros se desploma.
Oigo a mi río agitadamente latir como a otra sangre.
No sé qué mar lo enerva. No se qué amor. ¿Dónde quiere ir
su limo errante dentro del torrente de este instante gris?
¿Quién comprenderá aquí el camino ermitaño de la tristeza,
el resquicio que funde al corazón en un hueco de llamas?
¿Cuál árbol de la gracia dará sus semillas a la tierra?
¿Adónde brillará la chispa sobrenatural del alma?
Puente de melancolía sobre las aguas de la espera,
última claridad en la constelación de la mirada.
El río es la vena del agua en la humareda del instante.
Soy como el agua que en sí misma se contempla y se deshace.
Sueño que soy. Sueño un insomnio apresurado de la arcilla:
la flauta que afinó el viento para escucharse sollozando,
vigilia del espíritu en acecho, mudanza y rapiña.
Nada soy sino la intrusa boca que se interroga cuando
le duelen los labios de beber el alba, y, arrepentida,
me señala el paso insignificante de sus verbos náufragos.
Mi prisión no es de carne sino de tiempo. Soy extranjero
sobre el mundo y un veneno de tiempo modeló mis huesos.
Nada soy. Estoy hecho de limo interrogado, de cuarzo
adolorido, metáfora en la soledad gris del polvo.
Fría desnudez atroz, nostalgia de mares conjugados,
donde mis latidos eran un rodar de viento, y el lodo
era de quieta luz inencarnable un éxtasis helado.
Humilde amor de la Nada, secreto confesor sin rostro,
déjame volver al sueño y perder toda huella del tiempo:
tiempo y sólo tiempo es la enfermedad infinita que tengo.
Una sombra me inventa y me describe en el lánguido beso
de la fugacidad. La fugacidad escribe los signos
que se sumergen en la ilusión del azogue de un reflejo:
sombra que devora su sombra en un instante de vacío.
Como ramo de relámpagos en el nido del silencio
brota la voz que es humo del espejo, mínimo acertijo
donde aguardan los entumecidos ecos de la memoria.
Brota la voz del éter de los números y se remonta.
Un lenguaje. El viento en la flauta que traduce otro silencio.
El barro que le llora a la luz con su ruido de palabras,
la casa donde habita el humo primitivo del reencuentro.
Un lenguaje. Cántaro donde aprende a sonreír el agua.
Apenas un hilo de oro sigiloso en la trama, el Verbo,
apenas una lágrima ritual de la lluvia que escampa,
apenas la sal misteriosa que alguna noche ve el cielo,
y en la ceniza esconde, deslumbrante, el tembloroso fuego.
La presente edición virtual salió al aire
a partir del 21 de diciembre de 1998.