Roxana Elvridge-Thomas

Imágenes para una anunciación




Para Andrea,
angiola giovanissima



Del ángelus matutino
(allegro)

Un estrépito de aldabas.
Sus bronces incitan clarines por las cóncavas esquinas de la tierra.
—Despiertan del letargo altivas bestias. En los manantiales nace la respiración del mundo.
Con su oro desperdigan por el cielo semillas de girándula. Para el alcatraz es llovizna, para los pichones un halcón en acecho.
Cimbran cavernas, afluentes, palabras. Resuenan piadosas en el sueño último de un niño —el más placentero, tocado de soles.
¿Quién irrumpe así en el aire, quién las toca?
Pasado ya el estrépito, después de dos segundos —¿u ochenta años?—dijo uno:

Cesó todo y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

Imágenes para una anunciación
(lento)

Vuélvete paloma, que el mensajero arde en un bosque.
Prudente. Arrodillado.
En el límite dirige su gozo.

—Ahoga en los alveolos terso aullido.
—Hace elocuentes a las járcenas.

Inmóvil presencia —existir vigoroso— pliega con su escápula el silencio.
Entre el follaje nos mira. Su rostro, como el del jardinero que poda un árbol, muestra su piedad atrás de un nido de tórtolas. Su aliento se irisa de columnas: maslos nuevos de un matojo de geranios.

Estás o vuelves o reapareces en el extremo límite.

Soy dueño de lo afín. De lo errabundo mi mano hace luz. Si uno ambas palmas, en nuestra mirada la cadencia se parece a un alcatraz.

—No te ocultes en la almendra, no impregnes de su piel tu vestidura, mira que el canto de tu apego se desgrana.

(No salgas, ay, jamás paloma al campo, que no podremos retener sus rizos).

Despliega ahora lo entornado, deshabita de aromas a las lajas.
Dónde ha ido tez marrón de esa semilla donde duermes.

—¿Qué somos, paloma, al no escucharte?

Adolescer perpetuo, sombra de la faz de su belleza cuando parte.

(Para Elsa Cross)

De los gratos oficios
(scherzo)

Cocineros

¿Por qué nunca los pintan cocinando?
Si ellos dan aliento a los bocados. Consagran sal cernida en sus trompetas. Para los comensales, sosegados o indigestos, sus legiones disponen un lechón relleno de castañas. Por su oficio crean en los durmientes caterva de sabrosos —o estragados— pobladores.
Será que entre sus artes está el secreto del Jefe de Cocinas, que dice sin ámpula:

Dar a los nacidos en el aire un tañido de luz.
Dar a los mortales muchos granos, como a las aves.

Tal vez este afán tan desdeñado impida a los pintores sorprenderlos desplumando perdices, amasando harina bajo la bruma del ángelus.

Jardineros

También cuidan los jardines del Supremo Jardinero.
Con su túnica dan lustre a plantíos de alcatraces y animan por lo bajo blandos granos, como en un invernadero.
Velan por los brotes, el ocaso, el adulterio. Ajustan al tramado de la hiedra, azafranan los pistilos y los ojos del doliente, matan los gusanos con incienso.
Venden a mortales sus extractos amorosos. Con la esquirla de cuerpo que reciben, injertan sus magnolias y obtienen nuevos bálsamos que empapan la sangre de ponzoña, hacen a enemigos lamentarse como ovejas o injertan de insectos las arterias.
En jardines sí los pintan, aunque no de jardineros.

Regresan los cocineros

¡Quién dejó su música por guisos!
Rossini, voraz de trufas, mirando desde su cocina una cigüeña. En Pesaro, entre quesos y oratorios, siente en su puerta la llamada de los ángeles.

Dan visas de entrada al recinto donde surten al mundo de fruiciones. Y muestran, entre el vaho, los misterios de aliñar a los infantes, hacer uso de mandrágoras y abrir gloria en el cielo de la boca.

Un amigo suyo dijo que un bocado —o una cucharada, no recuerdo— provoca un nuevo ensueño si es cambiado de lugar en la cadena que lleva al paladar los alimentos.

Si crean los manjares de la noche, arrebatos del virtuoso y remotos pasatiempos en los niños, ¿por qué nunca los pintan cocinando?

Rondó del ángelus

Un estrépito de aldabas.
Con su oro desperezan por el cielo aliento de panteras.
Son reclamos a aspirar, sentir entre las manos los rescoldos de su forja.
Lanzan azogue, horadan caminos y besan el sueño postrero.
Abren telones al paso de la diva.

Ordenanzas

Ellos izan pardas nubes. Enjuagan en el alba esos dedos de rosácea bailarina que se alista a debutar.
El rocío —así lo llaman— son las gotas que esta actriz, agitada, desgrana al disponer sus yemas para el acto.
Y extienden, preparando para el público su arribo, ingenuas toallas a secarse en barandas de limón.
—Como Aquél que extiende auroras a través de su ventana.

En las imaginarias esquinas de la redonda tierra resuenan Vuestras trompetas.
Así creyó escucharlo un hombre de la tierra de mi padre, al ser labrado por el rumor de aceros, por el ritmo en su rostro de esas migas de ensaimada que se esconde.

Panaderos

Y ellos, si los hay, son panaderos, e insertan en el centro de sus bollos un anillo. Así al tragarlo alguna niña sospecha que algo alado e invisible corrió por los pasillos de su casa.
Crearon las almejas de alta concha azucarada, las tersas entrañas de la miga, incluso un bizcocho extenso y glaseado. A ése lo pusieron en el cielo por la noche. Así alumbra sus hornos con bruñido manso y fértil e imprime en el aire un aroma anisado.

Del ángelus vespertino
(allegro)

Un estrépito de aldabas.
Sus bronces incitan trompetas en los álabes del orbe.
—Despierta de la siesta una gata con sus críos. En su tazón de leche nace la respiración del mundo.
Con su embate desperdigan por la tierra ceniza de elefantes. Para el alcatraz, llamadas; para las palomas un enjambre de difuntos.
Irradian cavernas, afluentes, plegarias.
Resuenan piadosas en el sueño inicial de un niño —el más abismal, entre los suspiros de la santa y los gritos del hada.
¿Quién irrumpe así en el aire, quién las toca?

(Para Coral Bracho)

Envío de alcatraces
(aria, tenor)

Y las flores de esos seres son sin duda alcatraces.
De sus palmas las alondras en su vuelo pardo brotan, enlazando los caminos —mensajeras— y entretejen, al ascenso, los romances de los hombres.
Es la flor de los alados.
Es el ave de fortuna que redacta los designios.

Porque Él ama las historias creó los alcatreces: su alta pluma azafranada y amplios folios que contienen los relatos
—y la vida— de la gente.

Charla suave, intermediaria.

Y la alondra original, nacida de Su mano, trazó en el firmamento con el dorso de su cola esas historias de capullos.

Antón, el gato, se asolea
(coro)

Ámbar desatado
sortilegio
preso en un estruendo
de obsidiana.

fuegos de artificio
entre las yemas del arbusto.
Antón descansa
sobre el rastro de su sombra.

Al centro de su sueño
rezuma
un vestigio de palomas.

Ligero,
camina en el aliento
de las malvas.

Dorfán
(solo airado)

Llega sigiloso para todos, nadie se percata de su arribo, sólo quien espera ya su anuncio.
Lanza dagas a las ingles —injusto— goloso de fluidos. Es entonces cuando sorbe el sudor del moribundo, el sollozo de quien vela a su lado —si hay quien vele— y sopla hacia otro extremo la giralda de los cuerpos.
Toma luego un alazor y decora con sus jugos las entrañas y los ojos.
Se deleita en la indolencia, en la industria de insectos que ulceran, en inútiles coleadas del enfermo para echarlo. Mil veces maldito y sin embargo servidor de alta casta, cocinero inspirado (adoba el lento cuerpo para íntimos festines).
Y no es el más voraz. Posee compañeros que se ensañan con la espera y lo amarillo de la vista; otros que prefieren breves tajos, no por eso menos dolorosos.
Cuando parte lleva a alguien, pero deja los jardines devastados.

(Para Mario Santillán, in memoriam)

Farión
(solo vehemente)

No buscaba ni ciencia ni sombra
confín de carne y sueño,
buscaba otra cosa.

F.G.L.

Demorado animal, acecha con su sombra al elegido hasta perderlo entre los sueños. Entra en la sangre, rotundo granizo, despoja la película de toda seña, mira con cuidado cada monda, cada vello, cada mancha imperceptible. Busca en las palmas no el destino, el secreto.
Desea con avidez la carne humana; hundir sus dedos, como peces, en el limo de la piel; rozar la parte interna de los párpados, sorber todas las resinas segregadas.

—Otras veces, se desplaza en torno a quien acosa por tres veces, dejándolo hechizado.
Busca custodiar a los más viejos, leer codicioso entre los pliegues. O escarba carnes infantiles, siempre a la caza de señales.
Cuando le han quitado el cargo, por sospecha de sus actos, se instala de aprendiz de alguno de esos hombres que dedican sus horas a tatuar cuerpos ajenos. Descifra las múltiples lecciones de las marcas. Con delgados buriles saca esquirlas que olfatea. Perdiz, busca en las rendijas más inexploradas el enigma que lo mueve.
Es sana distracción la de ser taxidermista. Aprende trucos para conservar la cutícula que explora. Acecha a los amantes, capta el momento justo en que segregan aroma de cebolla. Con él impide la fermentación de los restos que almacena. También es buena la sal de los artejos y el extracto de canela de los glandes encendidos.

Es experto en vapores, en efluvios, en aliños corporales. Sabe del azúcar conseguida al condensar la sangre de un neonato, de las múltiples esencias extraídas de la carne.

Lo impulsa el furor por cicatrices, por tocar con su lengua la luz que se desprende al desgajar las costras, tañer el légamo enf las llagas, adentrarse en las alforzas del paladar.
Conoce cada punto en el tramado de la piel, busca explicarse el lugar de los lunares, deshace los tejidos para hallar, en algún hilo, la respuesta que no alcanza.

Mañana en el jardín
(coro)

Llegó con el otoño
ducha en crisantemos:
la mañana.

Sale tu aliento al aire
a degustar el sol.
Se cuelan, luminosos,
los tallos del silencio.

Cascada en un incendio
—geranios—
salpican la luz de malva.

Batir de ángeles
exhala abatido
el botón de la gardenia.

(Mariposa)
En sus antenas palpita
el trote legendario
de los sauces.

Sabiendo de tu vida en las raíces
viento
se recuesta entre las rosas.

Prisionero en el aljibe de las flores
anhela
placidez de ciervo
el colibrí.

Las arcadas de tu abierto campanario
y un anónimo ascender.
En tu rostro
la sonrisa.

(Reloj de sol)
Los grifos de la luz
sorprenden en su engaño
a la clavija.

Toque del cenit
(recitativo, contralto)

Midi le juste y compose de feux

P.V.

Un carámbano de aceite que arde.
Justo arriba.
Derraman sobre el rostro de la tierra óleos calientes, como aquel cuento nocturno —debía serlo— donde un grupo de ladrones derrite su osamenta entre zumo de oliva que contienen las tinajas.
Los objetos pierden sombra.
Es la hora en que salen los vampiros —esa historia de que le huyen a lo claro es errónea, sólo escogen mediodía para no hacer notoria la omisión de su reflejo opaco— y bullen al son laxo de badajos contra el bronce.
El hombre, cuando sabio, dejaba en este grado en que la miel se espesa sus labores y rogaba por la marcha de este instante, por cerrar las puertas —francas, ya que los vigías derraman cera— al que busca, aprovechando los descuidos, agenciarse sombra y alma de la gente.
Sin embargo parte la hora, viene el gato y los ladrones se retiran a esperar, por doce horas, el próximo momento aciago.

Yadián
(recitativo, bajo)

Tuerce, brioso, los lazos internos.
Bulle.
Brega en plaquetas, se extiende en silencio.
Bestia que inunda cornisas, inflama la ira pulsando escondidos resortes al tiempo que escuece las llagas, azota los egos, absorbe la fuerza.
Secuestra la estima y empaña la imagen que tiene de sí el títere que es su poseso.
Entonces lo abate, lo sume en letal abandono, le roba los sueños. Enferma su cuerpo con mil marejadas, le suelta las riendas
y
cuando está casi muerto de incuria, surge el hastío, la furia de espejos.
La pena comparte morada en puñales, en sótanos llenos de escoria.
Se tensan las cuerdas.
El hombre se va a desgarrar.
Lo suelta, lo cuida. No quiere romper su juguete. Lo deja unos meses, acecha entre arterias.
Alma de gato, impotente poseso, creyéndose libre intenta vivir. Lo acosa el contento, energía, deseo. Se piensa eminente, héroe que alcanza extraños prodigios. Trabaja sin fin (lo ha sometido). Y el pobre alfeñique, perdido en su tromba, enflaquece.
Desconoce que en las líneas de su mano está inscrito el nombre, heredado entre estigmas, del heraldo que somete sus hilos mortales.

Migaro
(recitativo oscuro)

Se sale de él como se sale de la muerte: a pasos turbios, segados miembros y sentidos. Creciendo como hierba sobre ruinas.
Ansioso, aletargado, intruso de sí mismo, el cuerpo que se posa en su estructura, extrañado de sentirse, y sin dolor. Y ve, como en sueños muy remotos, el pliegue de su vida —apenas rebasado— en que fue hurtado de sí.
Su dolencia es una marca que azota al poseído, huella de quien vive dentro de él, y esa presencia intolerable, por celeste, lo segrega del conjunto, lo sumerge en la tortura. Y nada importa.
Recobra aparejos y descubre —como siempre— que ha perdido algo. No encuentra sus puntos en el mapa, su cuerpo está desdibujado.
Luz: el enemigo. Gangrena las entrañas, despierta al abismo que hay dentro. Crece el visitante (no permite mayor fulgor que el suyo), la cerviz es demasiado endeble para aguantar tan formidable peso y el cuerpo se rebela. Guerra interna donde ambos son heridos. Y al no poder arrebatarlo de la vida, el forastero se contenta con marcar a su trofeo.
Él es la destrucción, ladrón múltiple y esquivo, se escurre entre los dedos, devasta eternamente, se alimenta de sí mismo en un rito que no acaba dentro de esa ermita hueca que es el cuerpo.
Siempre piensa que fue el peor de sus ataques, que no puede dañarle más ese demonio. Y descubre, con horror, que el siguiente siempre es más intenso, lo priva de mayores facultades.
Hay quien habla de señales inequívocas, sugiere que el poseso es un vampiro. Muerto vivo, con terror hacia la luz y los espejos. Lo azota un parásito más cruel, conserva por muchos años a su presa y así no cambia de aposentos.
Traza en torno de su víctima un círculo de afasia, hay quien teme su contagio, quien respeta a esa presencia turbadora, quien ataca al poseso por sus males.
En esa almeja de silencio, una extraña lucidez fluye del apaleado.
Distrae a su enemigo, lo engaña con pociones, lo doblega.

Ataca el dolor y el mortal lo siente, pero no molesta. Furioso, avanza sus tentáculos y estrangula el globo ocular.
Ramifica, embiste con más furia. No entiende cómo es que su albergue está tranquilo, se repliega en su almendra, su propio cuerpo le es ajeno.
Ahora es espectador del mundo, se siente invisible. Se observa incluso a sí mismo, desde dentro y también del exterior. Su cuerpo es habitáculo enorme y lento donde vive dilatado. Todo le es ajeno y sólo observa. Entonces lo ve: es azul y frío pero quema. No es exactamente humano, sólo alas y cabeza y esa cola.
Se evade, como siempre. El poseso ha llegado a mucho, es momento de ensañarse. Golpear hasta que pierda la memoria y piense que nunca lo ha visto.
Después lo cuida, es el único cubil que tiene. Ya tendrá tiempo para atacarlo de nuevo.

(Para Claudia Hernández de Valle-Arizpe)

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