Bananos
Nació en Cunduacán, Tabasco, en 1964 para dedicarse a la docencia y a la poesía, no necesita escribir para decir que es poeta o que es ilustre porque ya nació en la Atenas de la Chontalpa, donde todo el que nace es ilustre: pero a pesar de la fama a nativitate, quiere saber qué es la poesía, por eso tiene que recorrer el camino de los justos y de los injustos para lograrlo. Estos poemas son una muestra de sus búsquedas, que es la palabra exacta de su vida. A veces le da por cantar, pintar paredes, emocionarse y asistir a todas las presentaciones de Raphael. A veces no. Sus mayores aspiraciones en la vida son integrarse al Club Cañabar, aprender a robar y ser un delincuente, figurar en una página de sociales, que el horóscopo lo refleje muy seguido o sacarse la lotería: los sueños guajiros con Salma Hayek, Brooke Shields, Jessica Lange o Adela Noriega, son eso. Por ahora peca.
El envío de tus poemas ha sido para mí un verdadero motivo de regocijo. Creo sinceramente que estos textos se cuentan entre los mejores que has escrito: hay en ellos una frescura y una turgencia que evidencia en todo momento que han sido nutridos con el humus formidable del trópico. El saber/ sabor que rebosan expresa asimismo que conoces tu tierra y la gente que crece en ella con sus creaciones y cultivos, porque tú eres uno de ellos al mismo tiempo que su cantor inexorable. Tabasco en pleno se reconoce en estas composiciones que están a la altura del arte naturalísimo que sugiere el más pequeño trazo de su territorio.
Recibe una entusiasta felicitación de tu perenne lector y amigo.
José Luis Rivas
Meterse a la sombra, como al vientre de la soledad, así ocurre en las plantaciones.
Veo el paso de los días desde un butaque* de piel de venado,
y el desfile de las hormigas pepeguas, danzarinas ellas, hasta doblar el muro, la tapia.
Atrás de ese muro, las plantaciones: caballerosos bananos que se retratan un poco antes de la luz; detrás del cerro, un cúmulo de nubes, aves tristonas que pasan desde hace rato, hasta algún lugar de soledad, donde el corazón aguarda, tranquilo, que se vaya este día de una vez.
Y es como morirse sin morirse.
Ver la insondable transparencia de un cielo que no es; el griterío de cotorras que ensombrece a un cielo que no es; al principio de la cordillera hasta donde están solitarios los bananos, es mancha verde que se estampa en mis ojos como un recuerdo dulce que desaparece cuando llueve y miro el cielo que no es.
Ah, esta reciedumbre de la tristeza que apenas se delínea por los cielos, esta carnosidad de mis ojos que no miran ya el recuerdo, que lo toman a veces como una fruta madura y escindida, como la tierra dura y escaldada que no se acuerda más de aquellos aguaceros;
Así es la tristeza, un morirse sin morirse, un emitir gemidos lentos, llegar al río y bendecir la tarde,
un querer decir desde el butaque, un ahogarse en el aire, un sueño congelado que se derrite en nuestras manos.
Ah, los bananos verdes, las manchas oscuras que cubren el valle, la tarde llena de tristeza, ah, y también el canto de los grillos.
Entre las hojas largas solamente el porvenir de las plagas murmura una densa quietud.
Veo, otra vez desde el butaque de venado, la encandilada delicia del insecto, el modo de abatir las hojas del banano, la filigrana del corte, la gula desmedida y amparada.
Como brazos de águila enferma la ominosa coloración de las hojas acompaña a la tarde. Una turba de mosquitos embate contra la piel estercolada de los trabajadores.
Las plantaciones están verdes todavía y el insecto camina y come, camina y come, camina y come.
Los bananos olvidados son como los hombres al amanecer.
Lucen sus rostros desamparados cuando abren la puerta.
Invitan con sus ojos a percibir la soledad de sus vidas.
Un banano en el jardín no es un banano en el jardín.
Un hombre que despierta no es un hombre que despierta.
Y sin embargo qué tan parecidos, qué tan solos,
huérfanos de polvos y esqueletos muestran sus vísceras al insecto.
Así los bananos olvidados lloran olvidados
cuando las plagas pasan de largo en el verano
y ni siquiera el machete de los campesinos repara en sus frutos.
Los aguaceros son puntuales sobre las plantaciones.
Los insectos son puntuales sobre las plantaciones.
Los olvidos son puntuales sobre las plantaciones.
Los hombres son puntuales sobre las plantaciones
que a su vez son puntuales sobre el ojo
que no será nunca más sobre este butaque de venado.
La colina está ahí casi sobre los bananos que duermen como siempre
empezando sus dulces gritos a través de los rocíos,
y veo que no hay nada más solitario que las plantaciones
que se recortan junto a la colina que atestigua
mi presencia de ciego.
Quizás sólo la mancha verde como los cabellos sueltos de una dama,
sean lo único festivo de este día,
polvos y caminos que se van, manchas de aceite en la mesa de mármol,
maderos quemados junto a huesos roídos.
Quizás nada sea tan importante como estar sobre el butaque, y que sólo la mirada vaya en busca de lo que no se puede ver,
de lo que apenas se aparece y se dice que la hojarasca es infame
porque tiene el susurro de la soledad,
es decir,
de los vientos extraños sobre láminas de cinc,
del tintineo de los vasos de vino que se rompen,
o de un grillo lamentable que evidencia su extravío en notas indecisas.
Ver solamente la triste vida de los hombres sobre la estirpe de bananos,
la cadencia obscena de su quietud amenizada por la brisa, los caminos que dan a un juego de pelota donde la gente, si es que no pasa otra cosa,
sale peleando por un punto y después se emborracha.
La vida de las plantaciones es de este lado como los cacaotales de mi madre,
una historia donde los árboles están secos ya,
los bananos podridos desde los últimos aguaceros y las hojas caídas,
lamentables,
como la mirada de una niña que se niega a ver,
a la mujer que ya es frente al espejo.
Se han inundado los canales y se están pudriendo las plantaciones.
Como lengüetas de fuego el agua cubre los tallos de los bananos.
Un sordo lamento de plantas se deja sentir en el sueño, en las barracas de los trabajadores, en las hamacas de goznes resecos.
Sabemos que pueden morirse las fiestas si no bajan las aguas.
No habrá la procesión del señor de Tila, ni de la Virgen del Carmen. No vendrán hasta el pueblo las ciruelas curtidas, nunca más las juchitecas, los totopos y los salados quesos.
Pero eso es lo que nosotros vemos, mientras juegan los perros en el agua, eso es lo que vemos mientras se pudren los bananos tiernos, los racimos esplendorosos, las hojas magníficas.
Deberán bajar las aguas pero la llovizna sigue lentamente, como una oración de la desgracia.
El butaque de venado tiene otra historia de libertades puras.
En las plantaciones del sur
maculó de alaridos
el silencio
y nutrió de carne fresca
la mandíbula feroz de un poblado a oscuras.
Su fina carne fresca fue como un jugo fresco,
que el limón y la cebolla acompañaron en la jofaina.
No hubo paciencia para el éxito
ni lástima para el móvil.
Y le atiné de un sólo tiro -dijo una voz.
Las plantaciones son apenas soledades
en el alma del hombre.
Nada hay que lo contemple cuando se contempla
absorto de sí mismo,
como una piedra en el fondo del río
que sabe que es piedra sin saber que se es río.
También son lo que no son,
y apenas si son algo más que una mancha verde,
una mancha triste,
como la sombra de ese árbol que no se puede ya quitar debajo de ese árbol.
Después de toda la arboleda pintada en el cuaderno, las plantaciones son nada.
Una mesa de vidrio que bruñe con la tarde,
un platón de bananos maduros,
una botella de cerveza "caguama”
y una como brisa de infancia que mueve los cabellos.
En la tarde,
cuando ya las estrellas asoman
sus corpulencias,
alguien nos mira desde el centro de las plantaciones.
Y puede ser otra vez la soledad,
la terca presencia de los bananos que se pudren
o el alma de estos hombres de mirada atroz
que observan callados
el retiro de la opulencia.
Esto ocurre en tardes calurosas,
cuando los hombres prefieren enfermarse o morir
a que la lluvia los abdique de todo paraíso
si es que alguna vez estuvo aquí el paraíso.