12 Los Valores Militares en la Sociedad del Futuro
General de Brigada Carmelo Medrano Salto, Ejército de España


Entre las múltiples acepciones que el Diccionario de la Real Academia Española concede a la palabra "valor", o en plural, "valores", la tercera es la que más se ajusta al tema y reza así: "Alcance de la significación o importancia de una cosa, palabra o frase" y, en este caso, por tanto, de lo militar, de las imprescindibles virtudes que comporta el espíritu militar, en esa sociedad del futuro, la del siglo XXI, la del tercer milenio.

En cualquier caso, los valores deben entenderse siempre referidos a una moral, y moral es también según el diccionario, "el conjunto de facultades del espíritu" y "constituye la ciencia que trata del bien en general y de las acciones humanas en orden a su bondad o malicia".

El general Vigón, pensador cristiano sobre estos temas, presenta su conocida obra Hay un estilo militar de vida, afirmando que "no hay una moral militar. Hay sí una moral cristiana y una ética que ofrece justificaciones ideológicas de esa moral. Pero — añade — no hay inconveniente en admitir la existencia de una ethos militar: lo que Ortega y Gasset define como un sistema de reacciones morales propio de un grupo social y que informa, de hecho, su conducta; diríamos un estilo de vida". Y de ahí concluye: "Hay, pues, una sola y esencial moral, cuyas consecuencias formales en el ámbito castrense toca a todos los militares — cualquiera que sea su categoría — considerar y llevar a la práctica".

Aceptando única y misma la moral que anima a todos los grupos sociales y a sus ejércitos, cabría concluir en la utópica y falsa concepción de que éstos, los ejércitos, serían prescindibles por la lógica inexistencia de conflictos. La falsedad de la premisa radica en ignorar que el código moral no siempre se respeta, frecuentemente se vulnera y, en todo caso, es sometido a una lectura subjetiva y acomodada a los intereses de quien ostenta el poder o la responsabilidad de interpretarlo, factores ante los que sólo la conciencia y la historia tienen la última palabra.

El hecho real es que la historia de la humanidad está jalonada por los hitos de sus guerras. La guerra es, pues, una constante histórica deducida de la dimensión social del hombre y de su agresividad individual. Hoy no existe duda sobre la relación directa entre el peso específico alcanzado por un Estado en el concierto internacional de las naciones y el valor e importancia de sus ejércitos, es decir, de sus Fuerzas Armadas. Se trata de un peso específico que transciende de la mera misión de defensa para proyectarse hacia ámbitos de la política exterior en su prestigio, prosperidad y grandeza.

Pero, el primer examen sobre el espíritu que anima la aparición de lo militar surge de la necesidad de defensa sentida primero por el grupo tribal, después devenido en social, y más tarde por la nación constituida en Estado. Se trata de un espíritu engarzado sobre la formación de un sentimiento aglutinado: el patriotismo, virtud primera, fundamento y motor de todas las virtudes que componen los valores militares.

Sobre la idea de patria, de servirla, defenderla y engrandecerla surge la necesidad y justificación existencial de los ejércitos. Si el Ejército nace, pues, básicamente para preservar los rasgos identificadores del grupo social, de la nación y del Estado, resulta obvio que deberá ser paradigma y ejemplo permanente en su comportamiento ético y en su concepción moral de los valores cuya custodia tiene encomendada.

Los ejércitos nacen, pues, el seno de la sociedad, por voluntad expresa de sus componentes que, organizados en Estado, precisan disponer de unos profesionales de la guerra, cuyo perfil ideal constituya la máxima garantía de seguridad y a la vez comporte el mínimo riesgo para la existencia del propio grupo como tal, ya que ellos van a ser los depositarios de unos valores y, por tanto, también de la fuerza. Un Ejército sin valores, sólo con la fuerza, es una horda.

No viene al caso, para el tema que nos concierne, entrar en lo que sería una interesante disquisición, por otro lado tan exhaustivamente tratada por pensadores políticos y militares de todas la épocas, sobre el cuadro en que se mueven o deben discurrir las relaciones entre poder y fuerza. Baste contemplar la secuencia de su gestación para entender, sin entrar en el análisis de la casuística, la subordinación a aquél de ésta.

Las circunstancias históricas de cada pueblo les han impulsado hacia sutiles o profundas peculiaridades, cristalizadas en actitudes específicas con dinamismo propio, surgido las más de las veces de la dialéctica sostenida entre la formación del individuo y la del contexto sociocultural en que se mueve.

Dentro de cada sociedad, el estamento militar, investido de la misión específica de su defensa, presenta un estilo de ser y estar cuyos rasgos definitorios ofrecen, sin embargo, un carácter universal. Es decir, parece como si lo trascendente de su misión los identificara por encima de los rasgos diferenciados del grupo a que pertenecen. Y ello es así, porque los valores que les entrega para custodia la sociedad, proceden de una única moral y se traducen en el ejercicio de una serie, tan larga como se quiera, de virtudes ordenadas según criterios de jerarquía aparentemente diferentes, pero cuya observancia es tan exigente que poco importa el orden de precedencia con que se inscriban en cada código. Nada más parecido en cuanto a sentimientos y actitudes que un militar a otro, cualquiera que sea su latitud, nacionalidad, cultura o civilización de procedencia.

¿En qué frontispicio de centro de formación castrense no figuran consagradas las mismas virtudes y valores, cualquiera que sea su ideología, religión o credo? Virtudes y valores castrenses que tienen ecuménicamente la común referencia en la sublimación del amor a su pueblo, su patriotismo.

La constancia de estas virtudes y valores militares esenciales cobra forma universal en la invariabilidad de la misión otorgada a los ejércitos cualquiera que sea la configuración social en que se inscriban. El militar, en términos generales, da sentido a su opción de vida integrando de una forma coherente en su personalidad todo aquello que existe o, innovadoramente, pueda surgir auto exigiéndose siempre en su asimilación cautela frente a ligereza, rigor ante lo accidental, profundidad sobre lo superficial, permanencia contra la ruptura disociada de la identidad social. La ideología del militar responde a un estímulo activado por el parámetro de la justicia, tal como lo entendía Platón, por encima del parámetro circunstancial del poder o del interés material coyuntural.

Sin pretender ser exhaustivo, ni mucho menos entrar en la filosofía que explica con tan ricos matices la panoplia de virtudes que adornan los valores de la esencia militar, cómo no recordar junto al ya citado patriotismo las viejas ordenanzas del Ejército español cuando rezan: "El verdadero espíritu de la profesión lo constituyen el valor, la prontitud en la obediencia y gran exactitud en el servicio". O con Vigón repetir: "El espíritu militar es amor a la profesión, entusiasmo, energía, amor a la gloria, valor, desprendimiento, abnegación…; sin olvidar la diligencia que es remedio de la tibieza…; ni menos, la paciencia, que triunfa siempre sobre el desaliento nacido de la fatiga moral. Sin entusiasmo no hay trabajo ni penalidad que bien se soporte…". O simplemente adjuntar la letanía de virtudes tan magistralmente desgranadas por aquel soldado de Infantería que fue el inmortal Calderón: "Aquí, la más principal hazaña es obedecer…". Se puede decir de los ejércitos lo mismo que Maquiavelo cuando aconsejaba: "No necesita el príncipe poseer todas la cualidades, pero es muy necesario que parezca tenerlas…", sólo que en el caso que nos ocupa si aquéllas fallan y son puestas a prueba, el resultado es siempre la derrota. Pero invirtiendo los términos, sí es cierto que, como la mujer del César, además de ser honesta tiene que parecerlo.

Queda, pues, claro que los valores militares, en cuanto son exponentes de los que definen a una sociedad, conservan aún vigencia cuando se apagan las luces del siglo XX. Pero, ¿seguirá siendo así? ¿Precipita el patriotismo como fundamento esencial de lo militar en la medida en que avanzan los supranacionalismos y cobran fuerza las corrientes vigorosas de los diversos pacifismos surgidos en las últimas décadas? ¿Seguirán conservando los valores militares su histórica relación con la sociedad cuando las Fuerzas Armadas se ven abocadas a esas nuevas misiones "no bélicas", aparecidas en los últimos lustros, y son los ejércitos multinacionales los que toman el relevo de aquel llamado "pueblo en armas" con que aparecieron pujantes los ejércitos nacionales en el tránsito del siglo XVIII al XIX? ¿Será esencialmente la defensa de intereses o valores supranacionales por lo que actuarán los ejércitos del siglo XXI? Sea porque la estabilidad mundial, el orden establecido, se impone como un bien superior a preservar, sea porque el principio de economía de medios acucia para el mantenimiento de la sociedad del bienestar, el hecho real es que, al acabar la última década del siglo XX, los ejércitos son frecuentemente requeridos por misiones no bélicas, encuadrados en fuerzas multinacionales de composición flexible, dotadas de versatilidad y capacidad de proyección e impulsadas por organizaciones o alianzas supranacionales.

Sin embargo, en las nuevas concepciones estratégicas, los más consagrados pensadores parecen sentirse moralmente obligados a ponderar con mayor énfasis, junto a los indudables factores geopolíticos y macroeconómicos que dominan el juego de intereses y las relaciones de poder, esos otros factores espirituales y éticos que componen el cuadro de valores a que nos venimos refiriendo y que, al ser compartidos por las grandes civilizaciones y culturas, aparecen bajo el atractivo de "misión humanitaria" como elementos definitorios del gran entramado por el que discurrirá el futuro de las relaciones internacionales.

Nada más parecido en cuanto a sentimientos y actitudes que un militar a otro, cualquiera que sea su latitud, nacionalidad, cultura o civilización de procedencia.

Las dos últimas guerras mundiales y el período entreguerras, tan profundamente analizado por Liddell Hart, abrieron paso al concepto de bloques, más o menos identificados por ideologías o interpretaciones distintas de los códigos de moral en su desarrollo metodológico de organización de la sociedad, según diferentes concepciones de la teoría del poder. Después, la confrontación bipolar, durante el largo período de la llamada "guerra fría", configuró un marco en el que encontraban explicación, si no justificación, toda una gama de crisis y conflictos de carácter clásico, subversivo, revolucionario, étnico, colonial, etc. Todo parecía quedar encuadrado dentro de esa dialéctica bipolar. Pero, ¿qué pasará en adelante?

Ante los nuevos fenómenos conflictivos se movilizan acciones ideológicas no siempre, ni fácilmente, identificables. Los movimientos pacifistas contra la violencia, la guerra, el arma nuclear, etc. no siempre coherentes en su argumentación ni en sus motivaciones, y, en sentido contrario, otros tipos de movimientos integristas y fundamentalistas inciden junto a otros factores de carácter social, cultural, económico e ideológico provocando diferentes respuestas de las sociedades ante el acontecer, ese sí reiterativo aunque a veces imprevisto, con que rebrota la crisis, el conflicto o la guerra que, por desgracia, permanece como constante histórica.

Las reacciones ideológicas promovidas por sub-grupos de presión sensibles a los actuales fenómenos conflictivos, hacen que los Estados se resientan en sus decisiones políticas, condicionados por ejemplo en la asignación de presupuestos, en la definición de prioridades y en la asunción de compromisos internos y externos, obligados a reconocer el protagonismo exigente de organizaciones a veces sólo supuestamente humanitarias, e incluso coaccionados por movimientos reivindicativos marginales, contrarios al orden establecido, que abren esos posmodernos escenarios desestabilizadores que empiezan a identificarse como conflictos asimétricos. Asimetría resultante no tanto del desproporcionado potencial de los contendientes, como pudo ocurrir en Vietnam, Afganistán o Chechenia, sino por la desigual personalidad de quienes los protagoniza: Estados o alianzas frente a entidades no estatales, pero bien dotadas de voluntad y medios, y generalmente liberadas de escrúpulos y valores militares, los ahora denominados "ciberestados". Entidades capaces de forzar la negociación al poder legalmente constituido e incluso de hacerle claudicar en la observancia de principios morales históricamente consagrados intangibles. Tal es el poder de sus medios desintegrados de presión, como la droga, el terrorismo selectivo e indiscriminado y las armas de destrucción masiva o de efectos psicotrópicos.

Estos elementos disociados de carácter endógeno y exógeno, con poder desestabilizador de la estructura social, son un banco de prueba, un test de fuerza para los instrumentos de defensa con que se blinda la sociedad, sus sistemas de inteligencia, sus fuerzas de seguridad y hasta sus Fuerzas Armadas. Constituyen una amenaza más que añadir a las que ya gravitan sobre el precario equilibrio en que se sostiene la paz. Una amenaza que, en la era presente de la información y del conocimiento, difícilmente se constriñe en el espacio y en el tiempo, porque su capacidad de percepción y de propagación universal es inmediata, como lo son los brotes endémicos en patología sanitaria, los económicos en sus repercusiones financieras y comerciales, o incluso los deportivos con sus estímulos o rechazos emocionales. Estamos en la aldea global y la configuración de estructuras de seguridad ad hoc o de mecanismos de respuesta, todavía y una vez más, aparecen con evidente retraso, a remolque de los acontecimientos.

Las grandes organizaciones de defensa colectiva consolidadas durante la "guerra fría" se transmutan con lentitud y dificultad en cada vez más amplios sistemas de seguridad compartida, con capacidad de proyección regional universal, pero aún lastrados por rémoras de intereses en la toma de decisiones por mucho que urjan y acucien las soluciones.

Asistimos a la aparición de esquemas y conceptos que se estudian y presentan como nuevos, aunque algunos no lo sean tanto o se hayan simplemente reciclado. A veces, como sucede con los valores militares, basta con alterar su orden de jerarquía o prioridad para cobrar el brillo de un código nuevo. Pero ahí están las inteligencia y diplomacia preventivas, los planes de contingencia, las nuevas misiones "no bélicas" o humanitarias, las fuerzas de intervención rápida e inmediata, las de proyección, las unidades multinacionales, las operaciones especiales y clásicas conjuntas y/o combinadas, los nuevos instrumentos de distensión, disuasión, persuasión y desarme, toda una innovadora doctrina de derecho internacional sobre la injerencia en las relaciones entre Estados, herramientas todas ellas con que las sociedades de la era presente, o mejor la sociedad en su conjunto atiende a prevenir, imponer, mantener, garantizar en suma la paz, allá donde surja la crisis, el conflicto o la guerra. Ello sólo viene a demostrar la vigencia del viejo aforismo "si vis pacem para bellum", que, completado por Gaston Bouthoul con aquel "si quieres la paz, conoce la guerra", nos sigue obligando, no sólo a estar preparados, sino a anticipar el conocimiento de los factores de desestabilización y de los instrumentos de corrección pertinentes para atajar, en la era de la intercomunicación informática, cualquier brote capaz de sacudir el orden que rige las relaciones entre y dentro de las sociedades. Es un hecho contrastado por la realidad de nuestros días que los ejércitos, por su disponibilidad y organización, siguen constituyendo el instrumento más idóneo, eficaz, y decisivo para la consecución y mantenimiento de la paz.

Pero, si la búsqueda de la paz se convierte en objetivo de las sociedades, o al menos en unidad de doctrina para el núcleo esencial de los mas poderosos, para que los ejércitos sean exclusivamente instrumentos de esa paz deberán cumplirse tres premisas o condiciones fundamentales. La primera, que las sociedades continúen otorgándoles su confianza. La segunda, que el código moral que inspire las relaciones entre sociedades se base en los principios de respeto mutuo, desarrollo equilibrado, la cooperación y la mediación como solución a los litigios, y que se estimule el tratamiento en común de los problemas como único impulsor de la convivencia pacífica y de la seguridad colectiva. Y la tercera y última, que las sociedades sean capaces de forjar y alimentar en su componente humano, desde la juventud hasta la vejez, la ilusión por una empresa sugestiva y esperanzadora en común, basada en esos valores tradicionales que necesitan cultivar las instituciones armadas para alcanzar su necesaria unidad esencial y su imprescindible coherencia interna al servicio de tan trascendente misión.

En relación con esta tercera premisa que, con la primera, es condición sine qua non para la virtual existencia de los ejércitos, hay que insistir en subrayar, un a vez más, que es la sociedad quien comprende y decide organizarse en común, preservar unos valores y dotarse de unos mecanismos de defensa. No es la fuerza la que impone los valores, por altos que éstos sean, ni la vida y las que deciden ampliar sus fronteras, aumentando su tamaño a nivel supranacional para el tratamiento en común de los problemas. Pero sobre todo, son las sociedades las que asumen el deber de infundir en su elemento humano unos indeclinables valores, y en esta sagrada tarea no cabe el endoso de responsabilidades sobre la institución armada que, en el futuro, con unos ejércitos profesionales por los que no pasará en bloque la juventud, difícilmente puede suplir las posibles carencias educacionales. Si el nihilismo, la acracia, el afán de consumo y enriquecimiento rápido, y el placer fugaz se afianzan como norma de vida en una sociedad; si la creencia en valores superiores no estructura la vida del grupo, desde el respeto a los mayores, el amor a la familia y la veneración por las esencias patrias; los ejércitos encargados de su seguridad y defensa verán dinamitados los baluartes de la disciplina y subordinación que garantizan la acción de mando y la obediencia.

Por otro lado, si el desapego de una sociedad hacia su Ejército introduce en sus cuadros el virus de la indiferencia y del adocenamiento convirtiéndolo en asalariado que trabaja por horas, se habrá creado el fermento para la reivindicación sindicalista y la atomización asociativa en la defensa de intereses de inferior rango, donde sólo debería imperar un ilusionado y entusiasta espíritu de servicio.

En conclusión, las sociedades, las naciones constituidas en Estados o éstos asociados en organizaciones supranacionales de carácter regional o universal, seguirán aspirando, dentro de su propia dinámica existencial, a mantener el nivel de estabilidad y equilibrio que denominamos paz. Paz que sólo será alcanzable sobre la aceptación colectiva de un código moral regulador de sus relaciones y por la configuración de una fuerza cuya ética y virtudes, extrapoladas más allá de las fronteras actuales del patriotismo, sigan encontrando inspiración y fundamento en los hasta ahora considerados histórica y universalmente como valores militares tradicionales. Valores que las propias sociedades, con sus políticas formativas y educacionales, deberán cultivar con esmero si quieren preservar la unidad esencial y la coherencia interna que hace útiles a los ejércitos para el cumplimiento de su transcendente misión: la búsqueda y consolidación de la paz.MR