Adolfo Aguilar Zinser/ El príncipe
Cegado por la envidia, arengó al pueblo para que linchara a su nuevo líder: "es un impostor", les dijo "sólo yo tengo derecho a derrocar a la monarquía".

Por Adolfo Aguilar Zinser/Reforma
 

La historia que relato ocurrió en otra época, en otro sitio, en una geografía ajena y con gente distinta a la nuestra. Nada tiene que ver con México. Se trata de acontecimientos sucedidos en un reino gobernado, desde que sus habitantes tenían memoria, por una monarquía corrupta. El rey era autocrático, paternalista y todopoderoso; cada determinado plazo heredaba el trono a un sucesor escogido por él mismo entre su estirpe. Esta monarquía aseguraba su permanencia, mediante el cobro de altos impuestos y la explotación de abundantes riquezas naturales. Una buena parte de ese caudal se lo apropiaba el rey y la nobleza, y la otra se repartía a discreción entre el pueblo, como dádivas con las cuales se conseguía la sumisión de los súbditos. A los disidentes se les trataba primero con prudencia; les ofrecían coimas, les daban títulos y cargos, pero a quienes rechazaban estas gratuidades, se les perseguía y encarcelaba en sucios calabozos.
Los negocios de la monarquía eran muy prósperos; sin embargo, el pueblo no progresaba, las dádivas eran insuficientes, no había trabajo. Un día de aquellos, cuando el monarca en turno preparaba los ritos de la sucesión, uno de los aspirantes, un príncipe de apellido, hijo de quien había sido tiempo atrás uno de los monarcas más reverenciados, se rebeló. Secundado por otros nobles, decidió no esperar más a que le llegara su turno sucesorio; rompió con el monarca y acusó al sucesor designado de ser hijo del demonio; vaticinó que ese príncipe sometería al pueblo a su avaricia. El príncipe rebelde dejó la fortaleza en la que había nacido durante el reinado de su padre, aunque permaneció en el reino proclamándose ante el pueblo "príncipe del bien" y heredero genuino de la corona. La muchedumbre, deslumbrada por su bravura y su apellido, lo recibió con júbilo, lo vitoreó, le contó sus cuitas, le depositó sus esperanzas. El desafío del príncipe bueno en contra del hijo del demonio cimbró al reino; sin embargo, esa proeza fue insuficiente para arrebatarle la corona al príncipe del mal. Este venció en desigual batalla. Ya victorioso se reunió secretamente con su contrincante para pedirle que lo dejara gobernar y ofrecerle a cambio algo (que nunca se supo). Así, sin disturbios ni motines, el rey malo ascendió al trono. Ya en el poder, el malvado persiguió a los seguidores del príncipe del bien. No obstante, le dio a su enemigo un trato rudo pero permisivo: le otorgó subsidios y lo dejo acercarse poco a poco al palacio. Temido por los nobles, venerado por el pueblo, secundado por muchos sabios, artistas y poetas, el príncipe bueno construyó su propio castillo en un predio que la corona le dio en préstamo. Ahí estableció -a imagen y semejanza de la casa paterna- su propia corte. Congregó a sus seguidores, repartió entre ellos la prima real, les inventó títulos nobiliarios. Transcurrió el tiempo y, tal como se había vaticinado, el príncipe del mal se dedico a saquear a su pueblo. Terminó su reinado en medio de una revuelta en las fronteras y un grave desfalco. A pesar del clamor popular en su contra, el rey malo pudo escoger a su sucesor. Designó primero a un caballero de obscuros caireles quien, a pesar de ser el preferido del rey, fue envenenado antes de ascender al trono, por haber manifestado una incipiente rebeldía. Para remplazar al príncipe caído, el rey del mal designó al príncipe de las multiplicaciones, quien se convirtió en el rey de las cuentas alegres. También a él, el príncipe del bien disputó la legitimidad de su reinado. Bajo la administración del rey de las cuentas alegres, la vida del reino transcurrió entre fiestas, negocios lucrativos, dádivas al pueblo, miserias, asaltos y reclamaciones. La casa del príncipe bueno floreció, aumentaron sus rentas y sus adeptos. En espera del tiempo de la sucesión, convencido por sus adoradores, el príncipe bueno disputó para sí la regencia de la aldea real. Los aldeanos, henchidos de alegría, arrebataron el cargo y se lo entregaron a su príncipe bueno. El rey de las cuentas alegres fue prudente, acató el mandato popular y compartió el poder con el príncipe bueno. Nació entre ellos un discreto entendimiento; aparecían juntos en los desfiles y de vez en cuando compartían el vino. El gozo del poder y la inmensidad de los problemas de la aldea opacaron el brillo del príncipe bueno. El pueblo aldeano, asolado por los bandidos, murmuró en contra de su príncipe y gobernante. Aquel que fuera su ídolo, fue visto de pronto como un viejo sordo, abúlico y desinteresado. No obstante, el príncipe bueno siguió diciendo al pueblo que él era el único, el eterno y legítimo heredero de la corona.
Se acercaba otra vez el momento de la sucesión. La pujante casa del príncipe bueno se había convertido en una secta que exigía al pueblo, a los artistas y a los filósofos que obedecieran siempre los preceptos de su líder. Estos eran tres. Primero, sólo el príncipe bueno entiende al pueblo, sólo él lo representa. Segundo, sólo el príncipe bueno es heredero legitimo de la corona, solo él puede, a nombre del pueblo, enfrentarse al rey para arrebatársela, sólo él puede decidir cuándo y cómo se acaba con la monarquía; cualquier otro que intente por su cuenta destruirla, deberá ser visto por el pueblo como un traidor y deberá ser desterrado. Tercero, quien pertenezca a la corte del príncipe bueno tiene permitido recibir subvenciones del odiado monarca y ejercer cargos reales, pero está prohibido prestarle ningún servicio al rey; quien lo haga, deberá ser visto por el pueblo como un traidor.
Dice esta historia -hallada en un códice milenario- que un día, en los tiempos de otra sucesión real, vino de una comarca del reino un plebeyo, un hombre alto, de rara vestimenta, quien con fuerza y convencimiento nunca antes vistos, llamó al pueblo a congregarse para derribar los muros del palacio, para exigir al rey cuentas e impedir a su favorito coronarse. Muchos incrédulos se sorprendieron; lo llamaron mentiroso. Lo que el plebeyo proponía no era quitarle la corona al heredero para colocarse él, sino remplazar a la monarquía por algo, hasta entonces, desconocido: una República de leyes. El príncipe bueno vio primero con desdén al recién llegado, después al percatarse de su fuerza, no quiso unírsele y se volvió en su contra. Cegado por la envidia, arengó al pueblo para que linchara a su nuevo líder: "es un impostor", les dijo "sólo yo tengo derecho a derrocar a la monarquía".
Cundió el pánico en el palacio del rey de las cuentas alegres y en el palacete del príncipe bueno. Aterrados los nobles de una y de otra casa, dejaron atrás sus diferencias para detener a la plebe. "No le hagan caso, es un blasfemo que idolatra a otros dioses, sirve a otro imperio, es un majadero". El príncipe bueno sintió rabia: el plebeyo le arrebataba su lugar en el reino y su sitio en la historia. Se sintió olvidado por su padre, abandonado por su pueblo. Decidió entonces que la única manera de recobrar su destino, era reencontrarse con los de su estirpe. Para ello, debía empero transgredir o modificar su tercer mandamiento: era necesario ayudar al rey, hacer la madre de todas las concertacesiones. El príncipe bueno decidió entonces promulgar un nuevo precepto universal: los principios del príncipe bueno están por encima de todos los principios; para él no existe la traición, él puede servir al rey y a la monarquía que explota a su pueblo siempre y cuando sea para servirse a sí mismo. De esa manera, el príncipe bueno regresó al palacio. No obstante la caravana del plebeyo siguió creciendo; una noche de verano, aquel hombre llegó hasta el borde de la muralla. Ahí lo esperaban para el combate el rey de las cuentas alegres, su príncipe heredero llamado El Desganado y su nuevo espadachín, el príncipe bueno.
La única versión existente de esta historia esta incompleta, no hay desenlace, no se sabe cómo termina esta batalla. El lector tendrá que escribir el final. Hágalo el domingo. Será un buen día

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