Vivir en medio de la ciudadanía domiciliada en lo más recóndito de la Sierra Gorda del estado de Querétaro es como acercarse a las raíces de nuestra organización social, por no decir de nuestra nacionalidad. Aquí se presentan con mayor claridad las transformaciones que buena parte de la sociedad mexicana ha experimentado en los últimos años.
A pesar de su cercanía con el centro de la república esta sierra se mantuvo por muchos años alejada del resto del país y del mundo. Sólo hace tres décadas que los constructores de la carretera San Juan del Río-Xilitla hollaron estas montañas, abriéndoles paso a los señores de la compañía de luz. Pero caminos, luz y teléfono para docenas de comunidades serranas apenas ahora están haciéndose presentes. Quizás por lo mismo aquí no ha habido explosión demográfica; por el contrario, ranchos, parcelas y agostaderos han sido abandonados por muchos de sus dueños para irse a vivir a las cabeceras municipales y delegacionales, cuando no a las ciudades o de plano a los Estados Unidos de América.
En las pequeñas comunidades serranas sólo se han quedado los pobres, los viejos, las mujeres y los niños, esperando la escasa ayuda que puedan enviarles las hijas que sirven en casas de la ciudad o los buenos dólares del marido o del hermano que se fueron de mojados y ya tienen su green card. La mayoría de los olvidados que permanecieron aquí aprendieron también a esperar la ayuda del gobierno; vana espera en la mayoría de los casos, pero no por eso menos extendida.
A la sierra han llegado estos y muchos otros cambios, y con ellos la inestabilidad. Las figuras antes muy respetadas del terrateniente, del maestro y del sacerdote han perdido casi todo su antiguo brillo; sólo han crecido relativamente los bonos del presidente municipal y los de algunos otros políticos que manejan presupuestos y programas de ayuda.
Tal vez esa sea la causa de que la gente del campo esté muy politizada. Ejidatarios y pequeños propietarios son requeridos demasiadas veces para que asistan a asambleas y votaciones. Con cualquier pretexto se hacen juntas que implican abandono de labores y traslado de personas con cargo a las presidencias municipales, incluidos el refresco y el "lonche". En 1993, casi un año antes de las pasadas elecciones locales, un pobre campesino de La Mesa del Sauz le confesó al que escribe que en los últimos treinta días había tenido veintitrés reuniones fuera de su comunidad, a la que sólo se llega tras dos horas de caminata. Todo un día perdido por cada salida. Naturalmente, en su milpa la maleza le ganó al maizal.
Estas nuevas costumbres chocan con las anteriores. El PRI las trajo, pero por fortuna o por desgracia -aún no lo sabemos- ya no es el partidazo en el que antes cabían todos los serranos, entre otras razones porque dejó de ser el único. Ahora hay todo un abanico de propuestas y los ciudadanos se sienten compelidos a escoger entre varias alternativas. En tanto se deciden a hacerlo, el partido-aplanadora ya está dividido pero aún no se rompe. Aquí también (toda proporción guardada) tecnócratas y dinosaurios, cada cual con sus respectivos extremistas, quieren reiniciar ahora la decimonónica lucha entre liberales y conservadores que amenaza con producir el temido choque de trenes, en apariencia inevitable. Unos y otros se promueven desde el interior mismo del sistema, abusando de sus cargos públicos y empleando muchas veces buena parte del ya de por sí raquítico presupuesto.
¿Quién los va a detener? El único que quizás todavía puede hacerlo es el Presidente de la República. En caso contrario, ¿será la siguiente una lucha cívica y pacífica, o nos arrastrará a todos por el despeñadero de la violencia? La mayoría de los ciudadanos, hasta ahora silenciosa, dará la respuesta.