DEL BRAHMAVAIVARTA PURÂNA
(Krsna-janma Khânda,
47.50-161)
Indra
mató al dragón, titán gigantesco que se ocultaba en las montañas en forma
de nube serpiente y retenía cautivas en su vientre las aguas del cielo. El
dios arrojó un rayo al centro de sus pesados anillos, y el monstruo saltó
en pedazos como un montón de juncos secos. Se liberaron las aguas, y se desparramaron
en franjas sobre la tierra para correr de nuevo por el cuerpo del mundo.
Este
diluvio es el diluvio de la vida y pertenece a todos. Es la savia del campo y
del bosque, la sangre que circula por las venas. El monstruo se había apropiado
del bien común, hinchando su cuerpo egoísta y codicioso entre el cielo y la
tierra; pero ahora ha muerto. Han vuelto a manar los jugos. Los titanes se han
retirado al submundo; los dioses han vuelto a la cima de la montaña central de
la tierra para reinar desde las alturas.
Durante
el periodo de supremacía del dragón se habían ido agrietando y desmoronando las
mansiones de la excelsa ciudad de los dioses. Lo primero que hizo Indra ahora
fue reconstruirlas. Todas las divinidades del cielo lo aclamaron como su
salvador. Llevado de su triunfo, y consciente de su fuerza, llamó a
Vísvakarman, dios de los oficios y las artes, y le ordenó que erigiese un palacio
digno del inigualable esplendor del rey de los dioses.
Vísvakarman,
genio milagroso, logró construir en un solo año una espléndida residencia, con
palacios y jardines, lagos y torres. Pero a medida que avanzaba su trabajo, las
demandas de Indra se volvían más exigentes y las visiones que revelaba más
vastas. Pedía terrazas y pabellones adicionales, más estanques, más arboledas y
parques. Cada vez que Indra se acercaba a elogiar los trabajos, daba a conocer
visiones tras visiones de maravillas que aún quedaban por realizar. Así que el
divino artesano, desesperado, decidió pedir auxilio arriba, y acudió a Brahmâ,
creador demiurgo, encarnación primera del Espíritu Universal que habita muy
arriba, lejos de la tumultuosa esfera olímpica de la ambición, la lucha y la
gloria.
Cuando
Vísvakarman se presentó en secreto ante el altísimo trono y expuso su caso,
Brahmâ consoló al solicitante.
-"Pronto
serás liberado de esa carga" -dijo-. "Vete en paz".
Acto
seguido, mientras Vísvakarman bajaba presuroso a la ciudad de Indra, subió
Brahmâ a una esfera aún más alta. Se presentó ante Visnu, el Ser Supremo, de
quien él mismo, Creador, era mero agente. Vishnú escuchó con beatífico
silencio, y con un mero gesto de cabeza le hizo saber que la petición de
Vísvakarman sería satisfecha.
A la
mañana siguiente apareció ante las puertas de Indra un jovencísimo brahmán con
el bastón de peregrino, y pidió al guardián que anunciase su visita al rey. El
centinela corrió a avisar a su señor, y éste acudió a recibir en persona al
auspicioso huésped. Era un niño delgado, de unos diez años, resplandeciente de
sabiduría. Indra lo descubrió entre la multitud de chicos que miraban
embelesados. El niño saludó al anfitrión con una mirada dulce de sus ojos
negros y brillantes. El rey inclinó la cabeza ante el niño santo, y el niño le
dio alegre su bendición. Se retiraron los dos al gran salón de Indra, y allí el
dios dio ceremoniosamente la bienvenida a su invitado, con ofrendas de miel,
leche y frutos. Y dijo a continuación:
-"¡Oh,
venerable niño, dime el objeto de tu visita!".
El
hermoso niño contestó con una voz que era profunda y suave como el trueno lento
de las nubes prometedoras de lluvia: -"¡Oh, Rey de los dioses, he oído
hablar del poderoso palacio que estás construyendo, y he venido a exponerte las
preguntas que me vienen a la cabeza. ¿Cuántos años harán falta para completar
esta rica e inmensa residencia? ¿Qué nuevas proezas de ingeniería se prevé que
lleve a cabo Vísvakarman? ¡Oh, el más Alto de los Dioses -el semblante del niño
luminoso esbozó una sonrisa bondadosa, apenas perceptible-, ningún Indra
anterior ha conseguido completar un palacio como el que va a ser el
tuyo!".
Embriagado
de triunfo, al rey de los dioses le divirtió la pretensión de este niño de
saber sobre los Indras anteriores a él. Con una sonrisa paternal, le preguntó:
-"Dime,
criatura, ¿has visto tú muchos Indras y Vísvakarmans... o has oído hablar
siquiera de ellos?"
El
maravilloso huésped asintió con aplomo.
-"Desde
luego; he visto muchos -su voz era cálida y dulce como la leche de vaca recién
ordeñada; pero sus palabras hicieron correr un frío lento por las venas de
Indra-. Hijo mío -prosiguió el niño-, yo he conocido a tu padre Kásyapa, el
Anciano Tortuga, señor y progenitor de todos los seres de la tierra. Y he
conocido a tu abuelo Marîci, Rayo de Luz Celestial, hijo de Brahmâ. Marîci fue
engendrado por el espíritu puro del dios Brahmâ; su riqueza y su gloria fueron
su santidad y su devoción. Y también conozco a Brahmâ, al que Vishnú hace salir
del cáliz del loto nacido de su ombligo. Y al propio Vishnú, el Ser Supremo que
sostiene a Brahmâ en su labor creadora, lo conozco también.
Oh, Rey
de los Dioses, yo he conocido la disolución espantosa del universo. He visto
perecer a todos una y otra vez, al final de cada ciclo, momento terrible en que
cada átomo se disuelve en las aguas puras y primordiales de la eternidad de
donde habían salido originalmente. Así, pues, todo regresa a la infinitud
insondable y turbulenta del océano cubierto de absoluta negrura y vacío de todo
vestigio de seres animados. Ah, ¿quién puede calcular los universos que han
desaparecido o las creaciones que han surgido, una y otra vez, del abismo
informe de las aguas inmensas? ¿Quién contar los siglos efímeros del mundo
según se van sucediendo interminablemente? ¿Y quién enumerar los universos que
hay en la infinita inmensidad del espacio, cada uno con su Brahmâ, su Vishnú y
su Siva? ¿Quién decir los Indras que hay en ellos, los Indras que reinan a la
vez en los innumerables mundos, los que desaparecieron antes de que éstos
surgieran, y los que se suceden en cada línea, remontándose a la divina
realeza, uno tras otro, y, uno tras otro, desapareciendo? Oh, Rey de los
Dioses, hay entre tus siervos quien sostiene que es posible contar los granos
de la arena que hay en la tierra y las gotas de la lluvia que cae del cielo,
pero que jamás pondrá nadie número a todos esos Indras. Eso es lo que saben los
Sabios.
La vida
y reinado de un Indra dura setenta y un eones; y cuando han expirado veintiocho
Indras, ha transcurrido un Día y una Noche de Brahmâ. Pero la existencia de un
Brahmâ, medida en Días y Noches de Brahmâ, es sólo de ciento ocho años. Brahmâ
sucede a Brahmâ; desaparece uno y surge el siguiente; no se pueden contar sus
series interminables. El número de Brahmâs no tiene fin... por no hablar del de
Indras.
Pero
¿quién puede calcular el número de universos que hay en un momento dado, cada
uno albergando un Brahmâ y un Indra? Más allá de la visión mas lejana,
apretujándose en el espacio exterior, los universos vienen y se van, formando
una hueste interminable. Como naves delicadas, flotan en las aguas insondables
y puras que son el cuerpo de Vishnú. De cada poro de ese cuerpo borbotea e
irrumpe un universo. ¿Puedes tú presumir de contarlos? ¿Puedes contar los
dioses de todos esos mundos... de los mundos presentes y pasados?"
Una
procesión de hormigas había hecho su aparición en la sala durante el discurso
del niño. En orden militar, formando una columna de cuatro metros de anchura,
la tribu avanzaba por el suelo. El niño reparó en ellas; calló y se quedó
observándolas; luego soltó una asombrosa carcajada, pero acto seguido se abismó
en mudo y pensativo silencio.
-"¿De
qué te ríes? -tartamudeó Indra-. ¿Quién eres tú, ser misterioso, bajo esa
engañosa apariencia de niño?" -el orgulloso rey sentía secos los labios y
la garganta; y su voz siguió repitiendo entrecortada-: "¿Quién eres tú,
Océano de Virtudes, envuelto en bruma ilusoria?"
El
asombroso niño prosiguió:
-"Me
han hecho reír las hormigas. No puedo decir el motivo. No me pidas que lo
desvele. Ese secreto encierra la semilla del dolor y el fruto de la sabiduría.
Es el secreto que abate con un hacha el árbol de la vanidad mundana, y corta
sus raíces y desmocha su copa. Ese secreto es una lámpara para los que andan a
tientas a causa de la ignorancia. Ese secreto se halla enterrado en la
sabiduría de los siglos y rara vez se revela siquiera a los santos. Ese secreto
es el aire vital de los ascetas que renuncian a la existencia mortal y la
trascienden; pero a las personas mundanas, engañadas por el deseo y el orgullo,
las destruye".
El niño
sonrió y se quedó callado. Indra le miró, incapaz de moverse.
-"¡Oh,
hijo de brahmán" -suplicó el rey a continuación, con nueva y visible
humildad-, "no sé quién eres. Pareces la encarnación de la Sabiduría.
Revélame ese secreto de los tiempos, esa luz que disipa las tinieblas".
Requerido
de este modo, el niño enseñó al dios la oculta sabiduría:
-"He
visto, oh Indra, cómo desfilan las hormigas en larga procesión. Cada una fue un
Indra en otro tiempo. Al igual que tú, cada uno, en virtud de piadosas acciones
pasadas, ascendió al rango de rey de los dioses. Pero ahora, tras multitud de
renacimientos, cada uno se ha convertido otra vez en hormiga. Ese ejército es
un ejército de antiguos Indras.
La
piedad y las acciones sublimes elevan a los habitantes del mundo al reino
glorioso de las mansiones celestiales, o a los dominios superiores de Brahmâ y
de Siva, y a la esfera más alta de Vishnú, pero las acciones reprobables los
hunden en mundos inferiores, en abismos de sufrimiento y dolor que implican la
reencarnación en pájaros o sabandijas, o renacer del vientre de cerdos y de
animales salvajes, o entre los árboles o los insectos. Por sus acciones merece
uno la felicidad o el sufrimiento, y se convierte en esclavo o en señor. Por
sus acciones alcanza uno el rango de rey o de brahmán, o de algún dios, o de un
Indra o un Brahmâ. Y merced a sus acciones, además, contrae enfermedades,
adquiere belleza o deformidad, o vuelve a nacer en la condición de monstruo.
Esa es
la sustancia del secreto. Esa es la sabiduría que, surcando el océano del
infierno, conduce a la beatitud.
La vida
en el ciclo de los innumerables renacimientos es como la visión de un sueño.
Los dioses de las alturas, los árboles mudos y las piedras, son otras tantas
apariciones de esta fantasía. Pero la Muerte administra la ley del tiempo. A
las órdenes del tiempo, la Muerte es señora de todos. Perecederos como burbujas
son los seres buenos y los seres malos de ese sueño. El bien y el mal se
alternan en ciclos interminables. De ahí que los sabios no se aten al bien ni
al mal. Los sabios no se atan a nada en absoluto".
El niño
concluyó la lección sobrecogedora y miró a su anfitrión en silencio. El rey de
los dioses, a pesar de su esplendor celestial, se había reducido ante sí mismo
a la insignificancia. Entretanto, otra asombrosa aparición había entrado en el
salón.
El
recién llegado tenía aspecto de ermitaño. Un moño espeso le coronaba la cabeza;
llevaba una gamuza negra atada a la cintura; en la frente tenía pintada una
marca blanca; se protegía la cabeza con un mísero quitasol de yerba, y en el
pecho le nacía un extraño y espeso mechón: estaba intacto en la circunferencia,
pero del centro le habían desaparecido muchos pelos al parecer. Este personaje
santo fue directamente a Indra, y el niño se sentó entre los dos, donde
permaneció inmóvil como una roca. El majestuoso Indra, recobrando de algún modo
su papel de anfitrión, le saludó con una inclinación de cabeza, le rindió
homenaje, y le ofreció leche agria y miel como refrigerio; luego titubeante,
aunque reverente, preguntó a su austero huésped por su salud. Tras lo cual el
niño se dirigió al hombre santo, haciéndole las mismas preguntas que el propio
Indra le habría formulado.
-"¿De
dónde vienes, oh Hombre Santo? ¿Cómo te llamas y qué te trae a este lugar?
¿Dónde está tu actual hogar y cuál es el significado de este quitasol de yerba?
¿Qué prodigio es ése del mechón circular que tienes en el pecho: por qué es tan
espeso en la circunferencia pero en el centro está casi pelado? Ten la bondad,
oh Hombre Santo, de responder brevemente a estas preguntas. Estoy deseoso de
comprender".
El santo
anciano sonrió con paciencia; y empezó lentamente:
-"Soy
brahmán. Me llamo Velloso. Y he venido aquí a advertir a Indra. Como sé que mi
vida es breve, he decidido no tener hogar, ni construirme casa ninguna, ni
casarme, ni procurarme sustento. Vivo de las limosnas. Para protegerme del sol
y de la lluvia llevo sobre mi cabeza este quitasol de yerba.
En
cuanto al rodal de pelo que tengo en el pecho, es fuente de aflicción para los
hijos del mundo. Sin embargo, enseña sabiduría. Por cada Indra que muere se me
cae un pelo. Por eso en el centro me ha desaparecido todo el vello. Cuando
expire la otra mitad del periodo asignado al Brahmâ actual, yo mismo moriré.
Oh, niño brahmán, se supone que mis días son escasos; así que, ¿para qué tener
esposa, hijo ni casa?
Cada
parpadeo del gran Vishnú señala el paso de un Brahmâ. Todo cuanto hay por
debajo de esa esfera de Brahmâ es inconsistente como la nube que adopta una
forma y se deshace a continuación. Por eso me dedico sólo a meditar sobre los
incomparables pies de loto del altísimo Vishnú. La fe en Vishnú es más que la
dicha de la redención; porque toda alegría, incluso la celestial, es frágil
como un sueño, y no hace sino estorbar la concentración de nuestra fe en el Ser
Supremo.
Siva,
dador de paz, altísimo guía espiritual, me ha enseñado esta sabiduría
maravillosa. No ansío experimentar las diversas formas de redención, ni
compartir las mansiones excelsas del altísimo y gozar de su eterna presencia, o
ser como él en cuerpo y atavío, o convertirme en parte de su augusta sustancia,
o incluso diluirme enteramente en su esencia inefable".
De
repente, el hombre santo calló y desapareció. Había sido el propio dios Siva;
ahora había regresado a su morada supramundana. Simultáneamente, el niño
brahmán, que era Vishnú, desapareció también. El rey se quedó solo, desconcertado
y perplejo.
Indra,
el rey, reflexionó; y le pareció que estos sucesos habían sido un sueño. Pero
ya no sintió deseo ninguno de aumentar su esplendor celestial ni de continuar
la construcción de su palacio. Llamó a Vísvakarman. Y acogiendo amablemente al
artífice con palabras halagadoras, lo cubrió de joyas y regalos preciosos, y lo
mandó a su casa tras una suntuosa despedida.
Indra,
el rey, deseó ahora alcanzar la redención. Había adquirido sabiduría, y sólo
quería ser libre. Confió la pompa y el peso de su oficio a su hijo, y se
dispuso a retirarse al desierto y abrazar la vida de ermitaño. Al enterarse su
hermosa y apasionada reina, Sacî, se sintió traspasada de dolor.
Llorando
de pena y de absoluta desesperación, Sacî acudió a Brhaspati, ingenioso
sacerdote, consejero espiritual de la casa de Indra, y Señor de la Sabiduría
Mágica. Postrándose a sus pies, Sacî le suplicó que apartase del ánimo de su
esposo tan severa resolución. El hábil consejero de los dioses, que con sus
ardides y encantos había ayudado a los poderes celestiales a arrancar el
gobierno del universo de las manos de sus rivales los titanes, escuchó
meditabundo la queja de la voluptuosa y desconsolada diosa, y asintió con
sagacidad. Con sonrisa de mago, la cogió de la mano y la condujo a la presencia
de su esposo. Allí, en su papel de maestro espiritual, disertó sabiamente sobre
las virtudes de la vida espiritual, pero también de las virtudes de la secular.
De una y de otra dijo lo que era de justicia. Desarrolló muy hábilmente su discurso;
convenció al real discípulo para que moderase su extrema resolución, y devolvió
a la reina su radiante alegría.
Este
Señor de la Sabiduría Mágica había compuesto en otro tiempo un tratado sobre el
gobierno, a fin de enseñar a Indra a gobernar el mundo. Ahora escribió una
segunda obra, un tratado sobre política y ardides del amor conyugal.
Demostrando el dulce arte siempre nuevo del galanteo, y encadenando al amado
con lazos duraderos, su inestimable libro proporcionó sólidos cimientos a la
vida conyugal de la pareja reunida.
Así concluye la maravillosa historia de cómo el rey de los dioses fue humillado por su orgullo desmedido, curado de una ambición excesiva y, por medio de la sabiduría espiritual y secular, devuelto a la conciencia de su propia función en el juego transitorio de la vida interminable.
Ext. de Heinrich Zimmer: "Mitos y símbolos de la India",
Siruela, Madrid, 1995.