EL CENTRO DEL MUNDO EN LAS DOCTRINAS EXTREMO-ORIENTALES

 

 

 

 

Hemos ya tenido, en el curso de nuestros estudios precedentes, la ocasión de hacer alusión, a propósito de los símbolos del Centro, a las doctrinas tradicionales del Extremo Oriente, y más especialmente al Taoísmo, que es su parte propiamente metafísica, mientras que el Confucianismo, mucho más generalmente conocido, concierne únicamente a las aplicaciones de orden social1. Esta división de la doctrina en dos ramas claramente separadas, una interior, reservada a una élite bastante restringida, y otra exterior, común a todos sin distinción, es uno de los rasgos característicos de la civilización china, al menos desde el siglo VI antes de la era cristiana, época en la cual, de una readaptación a condiciones nuevas de la tradición anterior, nacieron a la vez esas dos formas doctrinales que se designan ordinariamente con los nombres de Taoísmo  y de Confucianismo. Incluso en el Confucianismo, la idea del Centro desempeña una función que está lejos de ser desdeñable: en efecto, se hace referencia frecuentemente al Invariable Medio (chung-yung), que es el lugar del equilibrio perfecto, y, al mismo tiempo, el punto donde se refleja directamente la Actividad del Cielo; hay que destacar además que no es precisamente del Centro universal de lo que se trata en tal caso, al estar el punto de vista del Confucianismo limitado a un orden contingente; este "invariable Medio" es propiamente el punto de encuentro del Eje del Mundo (según cuya dirección se ejerce la "Actividad del Cielo") con el dominio de las posibilidades humanas; en otros términos,  es solamente el centro del estado humano, que no es sino una imagen reflejada del Centro universal. Este centro del dominio humano, en suma, no es otra cosa que el Paraíso terrestre, o el estado que  a éste corresponde, lo que se puede denominar el "estado edénico"; y la tradición extremo-oriental otorga precisamente una importancia considerable al estado primordial, otra designación equivalente. Por otro lado, este mismo término, en cierto aspecto, puede ser considerado como identificado virtualmente o efectivamente según los casos, al Centro del Mundo, entendido en el sentido universal; pero esto exige una transposición que sobrepasa el punto de vista del Confucianismo.

 

Para el Taoísmo, al contrario, en razón de su carácter puramente metafísico, es del Centro universal de lo que se trata en todo momento; también es a esta doctrina a la que vamos ahora a referirnos de manera casi exclusiva.

 

Uno de los símbolos más frecuentemente empleados por el Taoísmo, tanto como por muchas otras doctrinas tradicionales, es el de la rueda cósmica, cuyo movimiento es la figura del cambio continuo al cual están sometidas todas las cosas manifestadas2. La circunferencia gira alrededor de su centro único que no participa en esta rotación, sino que permanece fijo e inmutable, símbolo de la inmutabilidad absoluta del Principio, el equilibrio del cual, tal como lo considera el Confucianismo, es su reflejo en el orden de la manifestación. Este centro es el equivalente del motor inmóvil de Aristóteles; él dirige todas las cosas por su actividad no-actuante (wei wou-wei), que, bien que no manifestado, o más bien porque no manifestado, es en realidad la plenitud de la actividad, puesto que es la del Principio de la cual son derivadas todas las actividades particulares. Es lo que Lao-Tsé expresa en estos términos: El Principio es siempre no actuante, y sin embargo, todo es hecho por él3.

El sabio perfecto, según la doctrina taoísta, es aquel que ha arribado al punto central y que allí permanece en unión indisoluble con el Principio, participando de su inmutabilidad e imitando su actividad no-actuante. Aquel que ha llegado al máximo de vacío, dice Lao-Tsé, será fijado sólidamente en el reposo... Retornar a su raíz (es decir, al Principio, a la vez origen primero y último de todos los seres4, es entrar en el estado de reposo5. Aquello de que aquí se trata es el desapego completo respecto a todas las cosas manifestadas, transitorias y contingentes, desapego por el cual el ser escapa a las vicisitudes de la corriente de las formas, a la alternancia de los estados de vida y de muerte, de condensación y de disipación (Aristóteles, en un sentido semejante, dice generación y corrupción), pasando de la circunferencia de la rueda cósmica a su centro, que es designado él mismo como el vacío, (lo no-manifestado) que une los radios y con ellos hace una rueda6. La paz en el vacío, dice Lie-Tseu, es un estado indefinible, no se toma ni se da; se llega a establecerse en él7. A aquel que permanece en lo no manifestado, todos los seres se manifiestan... Unido al Principio, está en armonía, por él, con todos lo seres. Unido al Principio, conoce todo por las razones generales superiores, y no usa ya, por lo tanto, de sus diversos sentidos, para conocer en particular y en detalle. La verdadera razón de las cosas es invisible, inaprehensible, indefinible, indeterminable. Sólo el espíritu restablecido en el estado de simplicidad perfecta, puede alcanzarlo en la contemplación profunda8. Se ve aquí la diferencia que separa el conocimiento trascendente del sabio del saber ordinario o profano; y la última frase debe muy naturalmente recordar esta palabra del Evangelio: Quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él9. Por lo demás, las alusiones a esta simplicidad, considerada como característica del estado primordial, no son raras en el Taoísmo; e igualmente, en las doctrinas hindúes, el estado de infancia (en sánscrito bâlya), entendido en el sentido espiritual, es considerado como una condición previa para la adquisición del conocimiento por excelencia.

 

Emplazado en el centro de la rueda cósmica, el sabio perfecto la mueve invisiblemente10, por su sola presencia, y sin tener que preocuparse de ejercer una acción cualquiera; su desapego absoluto le vuelve dueño de todas las cosas, porque no puede ya ser afectado por nada. Él ha alcanzado la impasibilidad perfecta; la vida y la muerte le son igualmente indiferentes, el hundimiento del Universo no le causaría ninguna emoción. A fuerza de escrutar, ha llegado a la verdad inmutable, el conocimiento del Principio universal único; él deja evolucionar a los seres según sus destinos, y se mantiene en el centro inmóvil de todos los destinos11... El signo exterior de este estado interior, es la imperturbabilidad; no la del bravo que se arroja solo, por amor de la gloria, sobre un ejército preparado a la batalla; sino la del espíritu que, superior al cielo, a la tierra, a todos los seres12, habita en un cuerpo al cual no se atiene, no hace ningún caso de las imágenes que sus sentidos le proporcionan, conoce todo por conocimiento global en su unidad inmóvil. Este espíritu absolutamente independiente es dueño de los hombres; si le place convocarlos en masa, en el día fijado todos acudirían; pero él no quiere hacerse servir13. La independencia de aquel que, desprendido de todas las cosas contingentes, ha llegado al conocimiento de la verdad inmutable, es igualmente afirmada en el Evangelio: Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres14; y se podría también, por otra parte, hacer una comparación entre lo que precede y esta otra palabra evangélica: Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo el resto se os dará por añadidura15.

 

En el punto central, todas las distinciones inherentes a los puntos de vista exteriores son sobrepasadas; todas las oposiciones han desaparecido y son resueltas en un perfecto equilibrio. En el estado primordial, esas oposiciones no existían. Todas son derivadas de la diversificación de los seres (inherente a la manifestación y contingente como ella), y de sus contactos causados por el giro universal. Ellas cesarían si la diversidad y el movimiento cesaran. Ellas cesan de golpe de afectar al ser que ha reducido su yo distinto y su movimiento particular a casi nada16. Este ser no entra ya en conflicto con ningún ser, porque está establecido en lo infinito, borrado en lo indefinido. Él ha llegado y se mantiene en el punto de partida de las transformaciones, punto neutro donde no hay conflictos. Por concentración de su naturaleza, por alimentación de su espíritu vital, por reunión de todas sus potencias, él se ha unido al principio de todas las génesis. Estando entera su naturaleza, estando intacto su espíritu vital, ningún ser podría herirle17. El punto neutro donde todos los contrastes y todas las antinomias se resuelven en la unidad primera, es el lugar central que ciertas escuelas de esoterismo musulmán llaman estación divina (maqâmul-ilahi), y que ellas representan como la intersección de las ramas de la cruz, según un simbolismo al cual hemos ya hecho algunas alusiones18.

 

Ese punto central y primordial es igualmente idéntico al Santo Palacio o Palacio interior de la Kábala hebrea, que está en el centro de las seis direcciones del espacio, las cuales, por otro lado, forman también una cruz de tres dimensiones19. En sí mismo, ese punto no está situado, pues es absolutamente independiente del espacio, que no es más que el resultado de su expansión o de su desarrollo indefinido en todos los sentidos, y que, por consiguiente, procede enteramente de él: Transportémonos en espíritu, fuera de este mundo de las dimensiones y de las localizaciones, y no habrá ya lugar para querer situar el Principio20.

 

Pero, estando realizado el espacio, el punto primordial, aunque permaneciendo siempre esencialmente no localizado, se hace el centro de este espacio (es decir, transponiendo ese simbolismo, el centro de toda la manifestación universal); de él parten las seis direcciones (que, oponiéndose dos a dos, representan todos los contrarios, y también a él retornan, por el movimiento alternativo de expansión y de contracción que constituye las dos fases complementarias de toda manifestación21. La segunda de esas fases, el movimiento de retorno al origen, que marca la vía seguida por el sabio para llegar a la unión con el Principio: concentración de su naturaleza, la reunión de todas sus potencias, en el texto que citábamos hace un momento, lo indican tan claramente como es posible; y la simplicidad de la que ya se ha tratado corresponde a la unidad sin dimensiones del punto primordial. El hombre absolutamente simple ablanda por esta simplicidad a todos los seres... si bien nada se opone a él en las seis direcciones del espacio, nada le es hostil, el fuego y el agua no le hieren22. En efecto, él se mantiene en el centro, del cual las seis direcciones han surgido por irradiación, y de donde ellas vienen, en el movimiento de retorno, a neutralizarse dos a dos, de suerte que, en ese punto único, su triple oposición cesa enteramente, y que nada de lo que de ahí resulta o se localiza, puede alcanzar al ser que permanece en la unidad inmutable. Éste, no oponiéndose a nada, nada podría oponerse a él, pues la oposición es necesariamente una relación recíproca, que exige dos términos en presencia, y que, consecuentemente, es incompatible con la unidad principial; y la hostilidad, que no es más que una consecuencia o una manifestación exterior de la oposición, no puede existir con respecto a un ser que está fuera y más allá de toda oposición. El fuego y el agua, que son el tipo de los contrarios en el mundo elemental, no pueden herirle, pues, a decir verdad, no existen incluso ya para él en tanto que contrarios, habiendo retornado, equilibrándose y neutralizándose el uno al otro por la reunión de sus cualidades complementarias, en la indiferenciación del éter primordial.

 

Para aquel que se mantiene en el centro, todo está unificado, pues él ve todas las cosas en la unidad del Principio; todos los puntos de vista particulares (o, si se quiere, particularistas) y analíticos, que no están fundados más que sobre distinciones contingentes, y de los cuales nacen todas las divergencias de las opiniones individuales, han desaparecido para él reabsorbidos en la síntesis total del conocimiento trascendente, adecuada a la verdad una e inmutable. Su punto de vista, es un punto de vista donde esto y eso, sí y no, aparecen aún no distinguidos. Este punto es el pivote de la norma; es el centro inmóvil de una circunferencia sobre el contorno de la cual ruedan todas las contingencias, las distinciones y las individualidades; de donde no se ve más que un infinito, que no es ni esto ni aquello, ni sí ni no. Ver todo en la unidad primordial aún no diferenciada, o con una distancia tal que todo se funde en uno, he ahí la verdadera inteligencia”23; El pivote de la norma, es lo que casi todas las tradiciones llaman el Polo24, es decir, el punto fijo alrededor del cual se cumplen las revoluciones del mundo, según la norma o la ley que rige toda manifestación, y que no es ella misma más que la manifestación directa del centro, la expresión de la ”Voluntad del Cielo” en el orden cósmico”25.

 

 Se observará que hay ahí, formulada de una manera particularmente explícita en el último texto que acabamos de citar, una imagen mucho más justa que aquella de la que se ha servido Pascal cuando ha hablado de una esfera cuyo centro está por todas partes y su circunferencia en ninguna. A primera vista, se podría casi creer que las dos imágenes son comparables, pero, en realidad, son exactamente inversas una de la otra. Pascal, en efecto, se ha dejado aquí arrastrar por su imaginación de geómetra, que le ha impulsado a invertir las verdaderas relaciones, tal como deben considerarse desde el punto de vista metafísico. Es el centro el que propiamente no está en ningún lugar de la manifestación, siendo absolutamente trascendente con relación a ésta, aun siendo interior a todas las cosas. Está más allá de todo lo que puede ser alcanzado por los sentidos y por las facultades que proceden del orden sensible. El Principio no puede ser alcanzado ni por la vista ni por el oído.... el Principio no puede ser entendido; lo que se entiende, no es él; ... El Principio no pudiendo ser imaginado, no puede ser descrito26. Todo lo que puede ser visto, entendido, imaginado, enunciado o descrito, pertenece necesariamente a la manifestación; es pues en realidad la circunferencia la que está por todas partes, puesto que todos los lugares del espacio, o, más generalmente, todas las cosas manifestadas (no siendo el espacio aquí más que un símbolo de la manifestación universal), todas las contingencias, las distinciones y las individualidades, no son más que elementos de la corriente de las formas, puntos de la circunferencia de la rueda cósmica.

 

Nos hemos limitado a reproducir y a explicar algunos textos escogidos entre muchos otros del mismo género, y tomados sobre todo de los grandes comentadores taoístas del siglo IV antes de nuestra era, Lie-Tsé y Chuang-Tsé. El orientalista G. Pauthier que, sin haber penetrado hasta el sentido profundo de las doctrinas tradicionales, había al menos entrevisto más cosas que muchos de los que han venido después, llamaba al Taoísmo un Cristianismo primitivo; no era ello sin razón, y las consideraciones que hemos expuesto ayudarán quizás a comprenderlo. Se podrá, especialmente, reconocer que existe una concordancia de las más llamativas entre el Vacío del sabio que, manteniéndose en el Centro del mundo, unido al Principio, allí permanece en la paz, sustraído a todas las vicisitudes el mundo exterior, y la idea del “hábitat espiritual” en el Corazón de Cristo, de la cual ya se ha hablado aquí en diversas ocasiones27. Tal es todavía una prueba de la armonía de las tradiciones antiguas con el Cristianismo, armonía que, para nosotros encuentra precisamente su fuente y su explicación en el Centro del Mundo, queremos decir en el Paraíso terrestre: como los cuatro ríos han surgido de la fuente única que está al pie del Arbol de Vida, así todas las grandes corrientes tradicionales son derivadas de la Revelación primitiva.

 

 

 

Publicado en Regnabit, mayo de 1927. Retomado en Ecrits pour Regnabit.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

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1 Véase L'Omphalos, symbole du Centre, junio de 1926.

 

2 Véase L'idée du Centre dans les traditions antiques,  mayo de 1926. - La figura octogonal de los ocho kua o trigramas de Fo-hi, que es uno de los símbolos fundamentales de la tradición extremo-oriental, equivale en ciertos aspectos a la rueda de ocho radios, así como al loto de ocho pétalos.

 

3 Tao-te-king, capítulo XXXVII.

 

 

 

4 La palabra Tao, literalmente Vía, que designa al Principio (y se recordará aquí que Cristo ha dicho: Yo soy la Vía) es representada por un carácter ideográfico que reúne los signos de la cabeza y de los pies, lo que equivale al símbolo del alfa y la omega.

 

5 Tao-te-king, capítulo XVI.

 

6 Tao-te-king, capítulo XI. - Cf. L'Omphalos, symbole du Centre, junio de 1926,

 

7 Lie-Tséu, cap. I.-Citamos los textos de Lie-Tseu y de Chuang Tsé según la traducción del R. P. Léon Wieger, S. J.

 

8 Lie-Tséu , cap. IV.

 

9 San Lucas, XVIII, 17. - Cf. también San Mateo, XI, 25: “Mientras que habéis ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, las habéis revelado a lo simples y a los pequeños”.

 

10 La misma idea es expresada por otra parte, en la tradición hindú, por el término Chakravartî, literalmente, aquel que hace girar la rueda. Cf. también lo que al respecto hemos dicho  anteriormente sobre la esvástica como “signo del Polo” (La idea del Centro en las tradiciones antiguas, mayo de 1926, páginas 482-485).

 

11 Según el comentario tradicional de Chuang-Tsé sobre el Yi King, la palabra destino designa la verdadera razón de ser de las cosas; el centro de todos los destinos, es pues el Principio en tanto que todos los seres tienen en él su razón suficiente.

 

12 El Principio o el Centro, en efecto, es antes de toda distinción y comprendida la del cielo y la tierra, que representa la primera dualidad.

 

13 Chuang-Tsé, cap. V.

 

14 San Juan, VIII, 32.

 

15 San Mateo, VI, 33; San Lucas, XII, 31. Hay que recordar aquí la estrecha relación existente entre la idea de Justicia y las de equilibrio y armonía (La idea del Centro en las tradiciones antiguas, mayo de 1926, página 481).

 

16 Esta reducción del “yo distinto” es lo mismo que el vació del que antes se ha tratado; además es manifiesto según el simbolismo de la rueda, que el “movimiento de un ser es tanto más reducido cuanto más próximo está ese ser al centro.

 

17 La última frase se relaciona aún con las condiciones del “estado primordial”: es la inmortalidad del hombre antes de la caída recobrada por aquel que retornado al “Centro del Mundo”, se alimenta en el “Arbol de Vida”.

 

18 La idea del Centro en las tradiciones antiguas, mayo de 1926, página 481; Corazón y Cerebro, enero de 1927, p. 157.

 

19 Véase El Corazón del Mundo en la Kábala hebraica, julio-agosto de 1926.

 

20 Chuang-Tsé, capítulo XXII.

 

21 Véase L'ldée du Centre dans les traditions antiques, mayo de 1926, p. 485.

 

22 Lie-tseu, cap. II.

 

23 Chuang- Tsé, cap. 11.

 

24 La Gran Unidad (Tai-ï) es representada como residiendo en la estrella polar, que es llamada Tien-ki, es decir, literalmente hecha de cielo.

 

25 La  Rectitud, (Te), cuyo nombre evoca la idea del “Eje del Mundo”, es en la doctrina de Lao-Tsé lo que se podría llamar una especificación de la Vía (Tao) con relación a un ser o a un estado de existencia determinado: es la dirección que este ser debe seguir para que su existencia sea según la Vía; o, en otros términos, en conformidad con el Principio (dirección tomada en el sentido ascendente, mientras que en el sentido descendente esta misma dirección es la de la Actividad del Cielo. Esto puede compararse con lo que antes hemos indicado con respecto al significado simbólico de la orientación ritual.

 

26 Chuang- Tsé, cap. XXII. Véase el post scriptum de nuestro artículo de marzo de 1927, páginas 350-351.

 

27 A propósito de esta cuestión, hemos todavía tomado nota últimamente de una referencia interesante: en las Révélations de l'Amour divin a Julienne de Norwich, recluse du XIV siécle, de las cuales una traducción francesa acaba de publicarse por Dom G. Meunier, la décima revelación muestra toda la porción del género humano que será salvada, emplazada en el divino Corazón traspasado por la lanza.


 


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