Pero nuestro destino parece ser otro. El que las aventuras cuarteleras parezcan cosas del pasado, no nos libra de otro tipo de experiencias que también provocan inestabilidad política, relación inorgánica entre Estado y Sociedad, concentración autoritaria del poder y abundancia de retórica como forma soberbia de ignorar la realidad. Cada día nos convencemos más de que en nuestro país la democracia está por construir, y ello tendrá que hacerse algún día desde las bases sociales hacia el Estado, educando al pueblo y a sus autoridades, promoviendo formas civilizadas en la relación entre las instituciones nacionales y aprendiendo y enseñando que los derechos de la persona humana son, al fin y al cabo, una relación dialéctica entre gobernantes y gobernados.
En el Perú, la llegada al poder de un régimen elegido democráticamente no garantiza que su desarrollo no esté sometido e influenciado por restricciones estructurales y por condicionamientos institucionales, que terminan definiendo el comportamiento de élites, desinteresadas éstas del empobrecimiento creciente de la población y del progreso continuo de las desigualdades, con su toque de violencia y corrupción que hace más sombrío, el escenario.
Ello provoca un divorcio, como el actual, entre la sociedad civil y quienes ejercen el poder. Hecho muy fácil de comprobar, al ver como la desinstitucionalización de los organismos del Estado muestra una vuelta de espaldas al electorado, una traición del mandato ciudadano, reforzada con una mayor segmentación social, una oposición entre los actores políticos que se esterilizan mutuamente y una desconfianza que concluye deslegitimando al Gobierno, sin posibilidad de acuerdo político y con un Estado que deviene finalmente atribución de la voluntad patrimonial de quien encama el poder.
Sin embargo, con qué entusiasmo nos preparamos a votar a cada convocatoria electoral y ya tenemos algunas muy cerca. ¿Será que para nosotros la fuerza de la democracia es la fuerza de la esperanza? Pero ya tenemos suficientes pruebas de que a través de ella no logramos resolver problemas económicos y sociales, lo cual no significa que no debamos seguir apostando por la sociedad civil y reconociendo que es en ella, pese a las dificultades que atraviesa, donde se encuentran las mejores reservas morales e intelectuales y donde se concentran las mejores energías sociales y políticas. Sociedad civil que pareciera no reconocer su rol de centro neutral del reordenamiento económico, social y político, ni su condición de controlar los movimientos pendulares que desplazan al poder entre el autoritarismo y la Constitución.
Es a la búsqueda de una estrategia de desarrollo y consolidación de la sociedad civil, a donde debemos dirigir los esfuerzos democráticos, a menudo equivocados en la utilización de sus recursos, porque es ella una suerte de espacio formador de demandas a las que el poder debe responder resolviéndolas, si no quiere enfrentarse a conflictos de todo tipo. Esa clase política, que al interior de la sociedad civil deberá impulsar el proceso de modernización social y económico del país, aún está por construir en el Perú. Y esta carencia, hace que la democratización del país se desarrolle en forma contradictoria, impulsada desde abajo por los sectores populares y asfixiada desde arriba por un Estado cada vez menos representativo y más autoritario. Y por si esto fuera poco, los partidos políticos creen contribuir a la democratización convocando a las mesas detrás de algún fabricado líder carismático que llegado al poder olvida sus compromisos.
Hoy día vemos que la crisis económica ha debilitado a las, organizaciones populares, que sólo han atinado a convertirse en organizaciones de sobrevivencia. Los gremios sólo luchan por mejorar sus salarios, hay crisis en su orientación sindical, lo cual inevitablemente termina deslegitimizándolos y llevándolos a lo que podríamos llamar el 'fenómeno del distanciamiento': las bases se distancian de sus líderes, los grupos sociales abandonan los partidos y la sociedad civil se distancian del Estado, al que no le reconoce autoridad representatividad.
Resulta que cuando soportamos los rigores de un gobierno autoritario, aumentan nuevas preferencias por un régimen democrático aunque sus verdaderos alcances no los tengamos muy precisos. No se vive en democracia si se le expropia a los ciudadanos su capacidad de decisión, si sus organizaciones, aunque precarias, no gravitan sobre la vida social, si el conjunto mayoritario de la población no tiene acceso institucionalizado al ejercicio del poder político y, en consecuencia, no tiene capacidad de fiscalización de la acción del gobierno y sus representantes.
El autoritarismo, además de mostrar a un gobernante carente de cultura democrática, también revela la orfandad de una clase política y la existencia de una sociedad civil que no ha sabido cultivar sus valores cívicos. Tan culpable es quien ejerce el abuso como quien lo tolera. Podríamos, con este argumento, sostener que la democracia representativa que se ejerce en países como el nuestro no es garantía de justicia y libertad. ¿Qué es a lo que aspira el elector al emitir su voto?
La estrategia actual ha fracasado, el pluralismo como expresión
de los actores sociales no existe, la tolerancia y la capacidad de negociación
no son reconocidas como valores. En pocas palabras, no se quiere aceptar
al consenso político como un espacio participativo en la distribución
de la autoridad y el poder. Conquistar la democracia no basta si no se
tiene la voluntad de consolidarla, que es la única forma de garantizarle
la sobrevivencia.
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