En esencia la censura tiene un carácter intimidatorio, por ello los miembros de la sociedad a menudo abandonan por anticipado muchos proyectos, calculando los riesgos de la censura.
En nuestro país hay un tipo de censura que impide que la gente tome contacto con problemas que pertenecen a su propio mundo y, en alguna forma, esa censura consigue que los intelectuales no alcancen a la sociedad lo que ésta espera de ellos.
Es así como la fuerza dictatorial de quien ejerce el poder, llega muchas veces a controlar hasta el comportamiento colectivo, aunque en el fondo no logre expropiar la sensibilidad popular. Aquí la opinión pública, a través de sus portavoces los medios de comunicación, debe cumplir con la obligación de desenmascarar esas actitudes de quienes gobiernan y movilizar principios y categorías al lado de la prensa honesta, que es la única protección que tienen las masas para no caer víctimas de la propaganda.Por ello se sostiene que la opinión pública es la verdadera guardiana de la sensibilidad colectiva, y esta no puede ser jamás enajenada por el poder político porque se orienta siempre con el uso de valores éticos y morales que la hacen inexpropiable.
Vemos como en el caso del retiro de la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Gobierno del Presidente Fujimori ha querido vendernos, creo que infructuosamente, la tesis de que entre Estado de Derecho y Seguridad pública existen contradicciones insalvables, y para ello no duda en utilizar argumentos como la exigencia de reformas en la OEA, la distorsión grosera de lo que es la legítima declaración de la Corte Interamericana, para terminar en el descrédito interno y exterior, como lo analiza con brillantez acostumbrada Alejandro Deustua en La República del 21 de julio último.
Aquí la censura estatal se jugó por entero a través de algunos medios de prensa escrita y de la casi totalidad de la prensa televisiva. Difundió los argumentos del poder y no permitió explicaciones de quienes piensan en contrario. Comprometió a personalidades de prestigio, discutible ahora por supuesto, para hacerles decir lo que quería y copó, en una palabra, ediciones de TV para saturar a la audiencia nacional con su verdad deformada.
Queda claro que la opinión pública puede ser distorsionada si la técnica de la publicidad se lo propone. La astucia y el engaño, cuando son dirigidos desde arriba, pueden llegar a afectar el sentimiento comunitario y despertar, incluso, una sensación de temor e inseguridad. En situaciones como estas, la opinión pública se siente huérfana en su propio mundo, vive desubicada y termina por enfermarse.
Cuando se dice que la Democracia es el gobierno de la opinión
pública, ello significa que el Estado Democrático requiere,
como exigencia de vida o muerte, que los medios sirvan a la opinión
pública con sus canales de auténtica expresión, como
un ejercicio normativo que fortalece la vida democrática, aunque
sepamos que esta vive amenazada de riesgos y de ambigüedades.
La salud del país se daña cada vez que la censura intenta
empañar la sensibilidad colectiva y entumecer la opinión
de la comunidad.
¡Cuánto de esto forma parte vergonzosa de nuestra realidad
cotidiana! Cuánta falta hacen los partidos políticos organizados,
su fuerza democrática, su control sobre el Estado. Un Estado democrático
es un Estado de Partidos, estos impiden cualquier régimen de opresión
del trabajo creador y permiten la convergencia del esfuerzo de los intelectuales
con las esperanzas de los trabajadores.
Son verdades sociológicas que sería inhumano pedirle
a quienes gobiernan que reflexionen sobre ellas.