Al producirse esta suerte de colapso ético y moral, la sociedad se fragmenta y con ella los conceptos de institucionalidad, Estado, convivencia, diálogo, respeto a los derechos del otro, y todo aquello que con dificultades mayores o menores se logró construir, a veces precariamente, a lo largo y ancho de la historia.
Creo que algunos de estos conceptos pueden aplicarse, con todo derecho, a nuestra realidad social y política. Y ello, porque la vigencia de la cultura de la inercia nos está llevando, al parecer insensiblemente, a una situación de indiferencia y desanimo que facilita, a quienes tienen el poder, ejercerlo con vocación tribal como si se tratara de una sociedad caótica.
Esta suerte de apoplejía que vive especialmente nuestra clase intelectual, el mundo profesional y empresarial, los frentes de trabajadores, etc. crea una atmósfera de inexplicable resignación que obstaculiza cualquier ejercicio de reflexión a favor de una salida legitima y democrática que nos ayude a superar el sentimiento de fragilidad con que miramos a nuestras instituciones.
La vida política e intelectual, en su acepción mas transparente, está paralizada en el país. Los enfrentamientos, insultos, etc. que a menudo protagonizan los adversarios políticos, no representan actividad democrática. Por el contrario, muestran nuestro subdesarrollo y, sobre todo, la falta de cultura política elemental. Esta situación favorece el autoritarismo y el protagonismo individual, hermano gemelo de la intransigencia.
La cultura de la inercia es el antípoda de la cultura del diálogo y del debate. En algunos casos, el silencio que caracteriza a la indiferencia es una contribución involuntaria a la barbarie. Facilita el que las decisiones de Gobierno se tomen en la cumbre, sin participación, determinadas solo por el estado de ánimo de quienes usufructúan ese microclima y sintiendo al país como sometido a una especie de imperialismo intelectual que no admite ni concibe una redistribución de responsabilidades.
Ante esto, a menudo el pueblo prefiere el desorden a la injusticia. Siente que está siendo desarraigado de sus derechos y que un sistema jerárquico injusto, representado por el Estado, lo amenaza afectándolo en su vida cotidiana.
De esta manera nacen las paradojas, que terminan llevando a la sociedad a las luchas sociales, con todas sus asperezas, y olvidando que si queremos salir de la incoherencia en que vivimos solo nos queda un camino: la coherencia de la libertad, la que nos enseña responsabilidades, la que nos dice que no hay derecho sin deber, la que finalmente nos señala que el Jefe del Estado debe tener la capacidad de elevarse por encima de las contingencias y refriegas de la política menuda para responder al destino nacional.
Nadie tiene el derecho a eximirse de participar en esa tarea de restituir el verdadero equilibrio que debe existir entre los ciudadanos y los poderes públicos. No debe haber lugar para la indiferencia, la anomia, el desencanto, menos aún para la inercia.
Cuando se fortalece la iniciativa de los individuos y de los grupos, se termina consolidando los cimientos del edificio público y evitando que sea arrasado por las borrascas del poder.
Todos los intentos de reconstruir el Estado para ponerlo al alcance de la Sociedad, estarán lejos de nuestra posibilidad si no terminamos con ese mal supremo que es el letargo que solo conduce a no saber nada y a no querer nada.
El “quietismo”, entre nosotros, está como incorporado a nuestra vida colectiva. Interrumpido de tiempo en tiempo por sacudidas convulsivas coyunturales de corta duración, que a menudo tropiezan con el escepticismo. Políticamente hablando somos propensos a la ciclotimia, pasamos con gran rapidez de la euforia a la depresión, ignoramos el arte de practicar la autocrítica y seguimos viviendo a la sombra de estereotipos ya desaparecidos.
Somos socialmente morosos. Y estos defectos adquieren gravedad cuando
forman parte de esa cultura de la inercia, que gusta practicar a sectores
importantes de nuestra sociedad civil que no terminan de asumir que nuestro
universo político sigue desarrollándose en un clima de insensatez.