El panorama, sin embargo, amenaza con ser peor. Y las tensiones sociales, producto de la situación, en la recurrente frustración de las expectativas y esperanzas, unidas a la injusticia de las decisiones de gobierno, a la violación de los derechos ciudadanos, han terminado por crear un clima propicio para que se propague la violencia, cuyas consecuencias no son difíciles de anunciar.
No es aventurado vaticinar que las agresiones a la democracia por parte del autoritarismo, podrían llevar a corto plazo a instaurar una política de represión para contener la protesta popular que ya comenzó a ganar las calles. Ejemplos de experiencias similares los tenemos a montones y muy cercanos. Vivir en democracia no es solamente un derecho que tiene cada hombre, es también un imperativo social.
La Democracia, sin lugar a dudas, es el nuevo nombre de la Paz.
Porque creemos en la necesidad de consolidar procesos, con una amplia base de participación ciudadana, es que reclamamos una democracia que nos permita cambiar periódicamente de gobernantes y que al mismo tiempo haga posible los principios de igualdad ante la ley. Una democracia que precise su espacio para garantizarnos la convivencia pacífica, que sea alternativa frente al abuso indiscriminado, que sea una suerte de respuesta social al despojo, a las torturas y desapariciones impunes, que finalmente sea una democracia afirmada en un estado de derecho que permita enfrentar la perversidad que acomete día a día los derechos de la población.
No debemos dejar de creer, sería peligroso, que en el Perú la paz y la democracia son valores posibles que no requieren ser conquistados por la violencia de las calles o de las armas.
Para lograr ese cambio, que la gran mayoría civilizada del país reclama, requerimos un sentimiento de solidaridad entre los peruanos, que no exija necesarias ideologías, pero que cuente con el compromiso inclaudicable de los orientadores de opinión y de las dirigencias nacionales sin excepción. Que reconozca en el carácter universal de los derechos humanos, la razón para que los peruanos podamos estrecharnos la mano y plantearnos metas comunes. Sólo así encontraremos en la defensa de los DDHH de todos nuestros hermanos, una fórmula de nuestra propia identidad.
En este laberinto nacional en el que parecen extraviarse las escasas esperanzas que aún conserva nuestro pueblo, aumentan las expresiones de violencia social, se abate la fe de los ciudadanos hacia las instituciones del Estado y un sombrío pesimismo invade el alma de la gente, agravado por una coyuntura económica que profundiza el sufrimiento.
El desafío es como defender la democracia de los embates del despotismo. Debemos empezar por reconocer que no basta declarar que somos demócratas, sino demostrar la vocación proclamada. Sabemos que se necesitan partidos políticos, pero eso sí partidos renovados y no dirigencias incapacitadas para enfrentar los nuevos retos. Los partidos no deben sustituir al pueblo sino integrarse a él y eso significa nuevos liderazgos para recuperar la credibilidad en la democracia y en los conductores políticos que le sirven de soporte. Éstas no son tareas del porvenir, son obligaciones de ahora. Es imprescindible coordinar y cohesionar nuestra acción y para ello debemos dar validez exacta al concepto de solidaridad, aquel que alimenta la concertación y anima la tarea mancomunada.
Pocas veces, si no es la primera, el país vivió una situación social tan heterogénea como la de ahora. Pero, al mismo tiempo, ese cuadro no homogéneo obliga al planteamiento urgente de una estrategia nacional que enfrente al despotismo gubernamental – encarnado en una mayoría parlamentaria obsecuente y mediatizada y en un Ejecutivo con vocación de abuso y prepotencia – con una sociedad democráticamente organizada, con representantes dueños de una moral sin tacha y con aquellos medios de comunicación que acepten su responsabilidad de trincheras de la dignidad nacional.
Unida a ellos, una Iglesia Católica obligada a pronunciarse en documentos expresivos que condenen la violencia del poder y defiendan la democracia, viendo en ella un presupuesto del estado de civilización política.
Si el sistema de partidos está sacudido por una profunda crisis de identidad que cruza a todos sus integrantes, no está la solución en intentar revivir arcaicas banderas de nacionalismos ya superados. Más importante es buscar liderazgos con ideas claras, que salgan exitosos de las duras pruebas que plantea la realidad y que sepan ganar credibilidad ante un país que ya comenzó su declinación, que siente que la precaria democracia que poseía se le escapa de las manos, que el fantasma de la represión invade sus sueños, y que un sentimiento de decadencia y de ruina amenaza apropiarse del sentimiento nacional.
Los intelectuales tienen un rol crucial que cumplir, sin olvidar como
dijera De Musset que "en tiempos de crisis, cuando se camina hay que saber
si se pisa una semilla o un despojo".
El secreto de la Democracia reside en saber establecer la diferencia.