Si estamos convencidos de que muchas ideologías han colapsado ello no nos autoriza a sumirnos en un escepticismo general y menos en una pasividad total. Y por caer en este desgano radical, estamos perdiendo algo que siempre distinguió a nuestra clase social: el debate, la confrontación, la defensa de las ideas. Todo aquello que es indispensable en la vida de los hombres, principalmente de aquellos que pretenden comprender al mundo y transformarlo. Y esta inercia, por llamarla de alguna manera, es respuesta al hábito malsano de evitar el debate y nos coloca en el riesgo de dejar que el espacio sea ocupado por esa suerte de fundamentalismo dominante, practicado por quienes castran cualquier intento de exponer argumentos, tesis o respuestas, reemplazándolo por el razonamiento mediocre y perverso U número que se vuelve mayoría.
Cuando se habla de inercia, se habla de una realidad cotidiana que confrontan habitualmente quienes están, obligados a una responsabilidad.
Resulta a veces un problema sociológico, sobre todo cuando es el cuerpo social en su conjunto quien resulta afectado. Producto de ella, observamos: la no participación política, la poca vocación por asociarse colectivamente, el desencanto, la insensibilidad, todo lo cual termina afectando los ideales democráticos. Parece ser un fenómeno común entre nosotros en esta época, agravado por una imprevisible versatilidad de los sectores populares, a menudo difícil de explicar. La indiferencia casi siempre acompaña a la inercia. Con el riesgo de que la energía popular se concentra en quienes poco tienen que ofrecer, sólo que se encuentran más cercanos. El "quietismo" contamina fácilmente al conjunto de la vida social.
"Preferible es actuar sobre el mundo, que, aceptarlo como es", decía Levi-Strauss.
En el Perú de hoy creemos, como no lo ha sido desde hace mucho tiempo, se plantean situaciones que convocan al debate abierto, democrático e impostergable, en el examen de interrogantes que tienen, mucho que ver con la organización de nuestra sociedad, pero más aún con el destino de nuestros compatriotas. Y cuando esos debates se frustran, se deja libre el camino a la desesperanza y a la ruina de las ideologías. Dentro de la opacidad que crea el discurso monocorde la confrontación de ideas ayuda a disipar la confusión y compromete a los ciudadanos a discutir.
Así se permite al pueblo opinar sobre las grandes opciones que tiene el país en su futuro inmediato. Aquí, la prensa enfrentó uno de sus desafíos democráticos más exigentes, ofreciendo tribuna y espacio que permitan explicar, en forma profunda pero al mismo tiempo accesible, todo aquello que sirva para enriquecer la vida cívica y la capacite para enfrentar aquellos poderes que amenacen la libertad del espíritu y la independencia del pensamiento.
Admitamos a la Democracia como el régimen político que reposa sobre la discusión pública, en la que deben participar el mayor número posible de ciudadanos.
Sólo así, podemos evitar ser salpicados por los males
específicos con los que, frecuente mente se contamina la política,
sobre todo, cuando ella se convierte en un mero ritual de ejercicio del
poder.
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