Cuando en 1948 la ONU aprobó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, estaba fijando los principios universalmente reconocidos del Humanismo y sentando los derechos básicos del individuo. También estaba precisando que se entiende por dignidad inherente a todos los que forman la familia, que es la libertad, la justicia y la paz universal y recordando a la autoridad de la ley como la encargada de proteger los derechos humanos.
Ante la realidad de estos derechos, la responsabilidad del individuo adquiere significación fundamental al determinar la condición del hombre en la vida social. Resulta de todo ello, que no hay mejor indicador de la conciencia y de la actividad sociopolítica del hombre, que su responsabilidad convertida en cualidad personal.
Cuando se dice que se asume una responsabilidad, se está diciendo que estamos guiando la conducta por los intereses de la sociedad y del pueblo. En otras palabras que estamos ejerciendo derechos y cumpliendo deberes.
Estas reflexiones las hacemos porque creemos que el perfeccionamiento de los sistemas democráticos, aspiración poco cultivada por nuestra clase política, plantea exigencias cada vez mayores al quehacer humano en todas las esferas de la vida.
Por ello reconocemos que las instituciones democráticas en su desarrollo y los individuos con su participación en la vida social, contribuyen a incrementar el activismo cívico y a elevar la conciencia colectiva.
A partir de estos conceptos, que en artículos anteriores hemos defendido con calor, nos reafirmamos en la necesidad de debatir sobre los destinos de la Patria como una obligación de la que nadie se debe marginar, aunque las condiciones no sean de las mejores, pero reconociendo que no deben haber grupos impedidos de dar opinión y que no podemos aceptar élites que monopolicen la confrontación sobre el futuro nacional y sus realidades específicas.
Grandes problemas externos e internos, requieren de alternativas urgentes de solución para poder avanzar en nuestro desarrollo. Cada día nuevos desafíos, nos plantean la necesidad de apaciguar los ánimos haciendo de ello un objetivo en el que no caben ni renuncias ni evasiones
Pero como no somos una isla perdida en un mar sideral, debemos globalizar también nuestros clamores y misericordias por las víctimas de una violencia irracional que se desarrolla en los mismos lugares donde ayer no más se dieron las experiencias colonizadoras más brutales y hoy riesgan de convertirse en el escenario donde las potencias económicas y políticas tratan de ventilar sus ambiciones y sus hegemonías. Lo sucedido en Kenia, Tanzania, Sudán, Afganistán, en los últimos días, incluidas las bombas en Irlanda, nos aleccionan sobre la voluntad perversa de esta realidad. Alguien se preguntó, alguna vez, si quizá la Tierra no sería el infierno de los otros planetas.
Estamos los peruanos en vísperas de eventos electorales, que sirven asombrosamente como indicadores de nuestro nivel político cultural. Una proliferación absurda y caricatural de candidatos nos enseña lo que es la parafernalia electoral del subdesarrollo. Consolémonos diciendo que en varios países de la Región sucedieron recientemente experiencias similares. Que debemos hacer para exacerbar el entendimiento colectivo y buscar mecanismos de reconciliación y solidaridad, vías de encuentro que anulen idolatrías y no permitan que se corrompan las ideas ni los símbolos.
Nos sentimos a veces como si nos amenazara un nuevo Diluvio Universal. Como si la paz, la justicia y el derecho, todos ellos herederos legítimos de la democracia, hubieran decidido abandonarnos para siempre. Como si nuestro país fuera cada vez menos propicio para construir esa nueva esperanza que tanta falta nos hace. Pareciera que hemos perdido la capacidad de creer, y que todo lo que queremos reclamar se transforma en mensaje de náufragos.
Que difícil nos resulta elegir, porque ello significa confiar, sobre todo cuando vemos a nuestro alrededor como la audacia se premia más que la inteligencia. Y no debemos abdicar, porque “dar por muerta la libertad –decía B. Croce– es como dar por muerta a la vida. La historia es la historia de la libertad”.
Hemos reclamado muchas veces porque la ética y la política sean inseparables. Porque se reconozca que no existe nada mas humano que el lenguaje de un pueblo, que es expresión vital. Que se deje que cada uno haga su propia elección, ya que la historia se encargará de poner cada cosa en su lugar.
Necesitamos trabajar por lograr un mayor orden, por un respeto a los derechos establecidos, por buscar desaparecer esas odiadas prácticas que aún nos hostilizan, como el papeleo burocrático, la obsecuencia, la corrupción, el temor a las autoridades establecidas.
Pensamos en esa colmena de seres humanos que es la comunidad, victimizada diariamente por la violencia del Estado irracional. Provoquemos debates acalorados en la prensa, en las organizaciones públicas, en el trabajo, aún en el hogar, proponiendo alternativas que impidan el atropello pero buscando, al mismo tiempo, que plantear un nuevo pensamiento político. Reclamemos a los jóvenes que no se queden en la manifestación callejera, por muy heroica y ejemplar que ella fuera.
La realidad siempre es nueva porque responde a cambios continuos y permanentes. Quienes se resisten a ello, porque son inflexibles, resultan políticamente anacrónicos y socialmente peligrosos.
No olvidemos, aunque muchos políticos en su mediocridad lo hagan,
que somos los peruanos como esos grupos de alpinistas sujetos por la misma
cuerda. O bien trepamos juntos a la cumbre o bien caemos juntos al
abismo.