LECTURA AP Jorge Luis Borges
(1899-1986)
LA MUERTE Y LA BRÚJULA
El primer crimen ocurrió en el Hótel du Nord--ese
alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del
desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida
blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una
cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó
el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer
Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba
gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hótel du Nord le
agradó: lo aceptó con la antigua resignación que
le había permitido tolerar tres años de guerra en los
Cárpatos y tres mil años de opresión y de
pogromos. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite, que
no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky
cenó, postergó para el día siguiente el examen de
la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y
sus muy pocas prendas, y antes de media noche apagó la luz.
(Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que
dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos
a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische
Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su
pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa
anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al
corredor; una puñalada profunda le había partido el
pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre
periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y
Lönnrot debatían con serenidad el problema.
--No hay que buscarle tres pies al gato--ddecía Treviranus,
blandiendo un imperioso cigarro--. Todos sabemos que el Tetrarca de
Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos,
habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha
levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué
le parece?
--Posible, pero no interesante--respondi&ooacute; Lönnrot--. Usted
replicará que la realidad no tiene la menor obligación de
ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede
prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En
la que usted ha improvisado, interviene copiosamente al azar. He
aquí un rabino muerto; yo preferiría una
explicación puramente rabínica, no los imaginarios
percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
--No me interesan las explicaciones rab&iaacute;nicas; me interesa la
captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
--No tan desconocido--corrigió L&ouuml;nnrot--. Aquí
están sus obras completes.--Indicó en el placard una fila
de altos volúmenes: una Vindicación de la cabala; un
Examen de le filosofía de Robert Flood; una traducción
literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una
Historia de la secta de las Hasidim; una monografía (en
alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la
nomenclatura divina del Pentateuco. El comisarlo los miró con
temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
--Soy un pobre cristiano—repuso--. LLlévese todos esos
mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones
judías.
--Quizá este crimen pertenece a la historia de las
supersticiones judías-- murmuró. Lönnrot. --Como el
cristianismo--se atrevió a completar el redactor de Yidische
Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de 1os agentes había encontrado en
la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta
sentencia inconclusa:
La primera letra del Nombre ha sido articulada.
Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente
bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un
paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento.
Indiferente a la investigación policial, se dedicó a
estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las
enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los
Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que
es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un
nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera
de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia). Su
noveno atributo, la eternidad--es decir, el conocimiento inmediato--de
todas las cosas que serán, que son y que han sido en el
universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios,
los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al
mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese
hiato señala un centésimo nombre--el Nombre Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la
aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Éste
quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar
de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres
columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado
a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino.
Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se
indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier
hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una
edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el
mismo desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales
de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a
caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua
pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba
como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le
había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y
rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las
deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a
la remota escena del crimen. A izquierda y a derecha del
automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el
firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos
o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón
final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún
modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido
identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en
los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero
a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y
hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció
adecuado: Azevedo era el último representante de una
generación de bandidos que sabía el manejo del
puñal, pero no del revólver.) Las palabras de tiza eran
las siguientes:
La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco
antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del
comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre
de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que estaba
dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los
hechos de los dos sacrificios de Azevedo y de Yarmolinsky. Una
discordia de silbidos y de cometas ahogó la voz del delator.
Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar
aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval)
Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool
House, taberna de la Rue de Toulon--esa calle salobre en la que
conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores
de biblias. Treviranus habló con el patrón. Este (Black
Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por
la decencia) le dijo que la última persona que había
empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal
Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue
enseguida a Liverpool House. El patrón le comunicó lo
siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una
pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de
nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que
destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus
adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius
inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi
nunca; cenaba y almorzaba en si cuarto; apenas se le conocían la
cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de
Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero
no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que
tenía mascara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines;
eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy
borrachos. Entre balidos de cometas, irrumpieron en el escritorio de
Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero
que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en
yiddish—él en voz baja, gutural, ellos con voces falsas,
agudas--y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaran los
tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho
como los otros. lba alto y vertiginoso, en el medio, entre los
arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los
losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos
veces Lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata,
de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron.
Ya en el estribo del cupé, el último arlequín
garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las
pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía:
La última de las letras del Nombre ha sido articulada.
Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg.
Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los
rincones, restos de cigarrillos de marca húngara; en un armario,
un libro en latín--el Philologus hebraeograecus (1739) de
Leusden--con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con
indignación e hizo buscar a Lönnrot. Éste, sin
sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba
a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro
salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas
muertas del alba, Treviranus dijo:
--¿Y si la historia de esta noche ffuera un simulacro? Erik
Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje
(que estaba subrayado) de la disertación trigésima
tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad
solis occasum diei sequentis. Esto quiere decir--agregó--, “El
día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente
anochecer.”
El otro ensayó una ironía.
--¿Ese dato es el más valiosso que usted ha recogido esta
noche?
--No. Más valiosa es una palabra quue dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones
periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la
admirable disciplina y el orden del último Congreso
Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó
"las demoras intolerables de un pogromo clandestino y frugal, que ha
necesitado tres meses para liquidar tres judíos"; la Yidische
Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot
antisemita, "aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra
solución del triple misterio"; el más ilustre de los
pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito
nunca se producirían crímenes de esos y acusó de
culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Éste recibió, la noche del primero de marzo, un imponente
sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta
firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado
notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres de marzo
no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste,
la taberna de la Rue de Toulon y el Hótel du Nord eran "los
vértices perfectos de un triángulo equilátero y
místico"; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de
ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese
argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de
Lönnrot--indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran
equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de
enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también...
Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un
compás y una brújula completaron esa brusca
intuición. Sonrió, pronunció la palabra
Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó
por teléfono al comisarlo. Le dijo:
--Gracias por ese triángulo equil&aaacute;tero que usted anoche
me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana
viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos
estar muy tranquilos.
--Entonces ¿no planean un cuarto crrimen? --Precisamente porque
planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos. --Lönnrot
colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de
los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de
Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego
riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del
otro lado hay un suburbio fabril donde al amparo de un caudillo
barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al
pensar que el más afamado--Red Scharlach--hubiera dado cualquier
cosa por conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero
de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de
que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la
desechó... Virtualmente, había descifrado el problema;
las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras,
trámites judiciales y carcelarios), apenas le interesaban ahora.
Quería pasear, quería descansar de tres meses de
sedentaria investigación. Reflexionó que la
explicación de los crímenes estaba en un triángulo
anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le
pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien
días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas.
Lönnrot bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen
amaneceres. El aire de la turbia llanura era húmedo y
frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros,
vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un
caballo plateado que bebía el agua crapulosa de un charco.
Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de
Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo
rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo
resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la
hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de
la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin
mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el
portón infranqueable, metió la mano entre los barrotes,
casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo
sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero
cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas
generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de
la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías
y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho
lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un
balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se
abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba
una sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como
había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel
de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol
descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuí
las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro
del sótano habla otros escalones. Los encontró,
subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna
amarilla y circular definía en el triste jardín dos
fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Flor
antecomedores y galerías salió a patios iguales y
repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas
a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en
espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le
revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas
y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y
arañas embaladas en tarlatán. Un dormitorio lo detuvo; en
ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce
los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el
último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa
no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la
simetría, los espejos, los muchos años, mi
desconocimiento, la soledad.
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde
atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y
Verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso.
Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se
arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo
saludó con gravedad y le dijo:
--Usted es muy amable. Nos ha ahorrado unaa noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Éste,
al fin, encontró su voz.
--Scharlach, ¿usted busca el Nombree Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había
participado en la breve lucha, apenas se alargó la mano para
recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot
oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño
del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
--No--dijo Scharlach--. Busco algo m&aacutte;s efímero y
deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un
garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó, e hizo
encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del
tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve
noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me
arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las
auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a
abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos,
dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés
trató de convertirme a la fe de Jesús; mepetía la
sentencia de los goím: Todos 1os caminos llevan a Roma. De
noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo
sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible
huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al norte o al sur,
iban realmente a Roma, que era también la cárcel
cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy.
En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por
todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en
torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he
tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una
brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un
puñal, los rombos de una pinturería.
El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo
había tramado con algunos colegas--entre ellos, Daniel
Azevedo--el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos
traicionó: se emborrachó con el dinero que le
habíamos adelantado y acometió la empresa el día
antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la
mañana irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky.
Éste acosado por el insomnio, se había puesto a escribir.
Verosímilmente, redactaba unas notas o un articulo sobre el
Nombre de Dios; había escrito ya las palabras: La Primera letra
del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio;
Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que
despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola
puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio
siglo de violencia le había enseñado que lo más
fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la
Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la
clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta
de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de
Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es
todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de
ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios
humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim
habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa
conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para
el segundo "sacrificio" elegí la del tres de enero. Murió
en el Norte; para el segundo "sacrificio" nos convenía un lugar
del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria.
Merecía 1a muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura
podía aniquila todo el plan. Uno de los nuestros lo
apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo
escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda
letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer "crimen" se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus
adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo;
una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue
barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon,
hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé,
uno de ellos escribió en un pilar La última letra del
Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de
crímenes era triple. Así lo entendió el
público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicioe
para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es
cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en Oeste,
reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton--el
Nombre de Dios, JHVH--consta de cuatro letras; los arlequines y la
muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo
subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden; ese pasaje
manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso;
ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada
mes. Yo mandé el triángulo equilátero a
Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que
falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija
el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado,
Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de
Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los
árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos,
verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza
impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento
jardín subió el grito inútil de un pájaro.
Lönnrot consideró por última vez el problema de las
muertes simétricas y periódicas.
--En su laberinto sobran tres líneaas--dijo por fin--. Yo
sé de un laberinto griego que es una línea única,
recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que
bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar
usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un
segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen
en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los
dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y
de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a
matarme en Triste- le-Roy. --Para la otra vez que lo
mate--repicó Scharlach--le prometo ese laberinto, que consta de
una sola línea recta y que es invisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo
fuego.
Después de haber leído los cuentos anteriores
contesta las siguientes preguntas en forma se ensayo.
"La muerte y la brújula"
1. ¿Lees novelas detectivescas o miras programas de misterio en
la tele? ¿Qué es lo que más te gusta de este
género?
2. ¿Has estado en una situación en que creías que
podrías sobrepasar o superar a otra persona o equipo, pero luego
descubriste que esa esa persona o equipo era más listo que
tú y que te superaron? Explica. ¿Cómo te sentiste?