LECTURA AP
Leopoldo Alas "Clarín"
(1852-1901)
¡Adiós, Cordera!
Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.
El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido,
como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus
ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de
Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado
allí como pendón de conquista, con sus jícaras
blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba
para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso,
temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo
mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste
tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse
en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue
atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo
de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero
nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las
jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse
tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de
respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en
el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se
contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y
minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables
rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino
seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas
como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que
quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban,
las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje
incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no
tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan
lejos, decían a los del otro extremo del mundo.
¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido
por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad
es que, relativamente, de edad también mucho más madura,
se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado,
y miraba de lejos el palo del telégrafo, como lo que era para
ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le
servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había
vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos,
sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que
comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y
tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también
tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría
decirse que los pensamientos de la vaca matrona llena de experiencia,
debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y
doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla,
como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y
Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que
ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía
del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. --¡Qué
había de saltar! ¡Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con
atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por
curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y,
después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar
la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto
era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás
aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuando le había picado la
mosca.
"El xatu, los saltos locos por las praderas adelante . . . ¡todo
eso estaba tan lejos!"
Aquella paz sólo se había turbado en los días de
prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la
Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe
de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y
el terror duró muchos días, renovándose,
más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por
la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al
estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que
era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar,
redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la
cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no
hacía más que mirarle, sin levantarse, con
antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren
siquiera.
En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones
más agradables y persistentes. Si al principio era una
alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una
excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos,
gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo
pacífico, Suave, renovado varias veces al día.
Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la
marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de
hierro que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de
gentes desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un
accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el
prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana;
allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el
tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el
zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la
proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes
eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir
la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura.
Rodaban las nubes allá arriba, calan las sombras de los
árboles y de las peñas en la loma y en la cañada,
se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas
en lo más obscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los
niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta,
teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la
solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de
sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que
acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando
son de perezosa esquila.
En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se
amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por
la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto,
de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la
vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna.
La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca
santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne
serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de
ídolo destronado, caído, contento con su suerte,
más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La
Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que
también quería a los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en
sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de
montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los
pastores, demostraba tácitamente el efecto del animal
pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho
por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre
Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este
regalo era relativamente nuevo. Años atrás, la Cordera
tenía que salir a la gramática. Esto es, a apacentarse
como podía, a la buenaventura de los caminos y callejas de las
rapadas y escasas praderías del común, que tanto
tenían de vía pública como de pastos. Pinín
y Rosa, en tales días de penuria. La guiaban a los mejores
altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y
la libraban de las mil injuries a que están expuestas las pobres
reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.
En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba,
y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca faltaba
también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil
industrias que la hacían más suave la miseria. ¡Y
qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría,
cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la
nación, y el interés de los Chintos, que consistía
en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera
absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y
Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera,
y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el
recental, que, ciego y como loco, a testarada contra todo,
corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su
vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a
su manera:
--Dejad a los niños y a los recentalles que vengan a mí.
Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.
Añádese a todo que la Cordera tenía la mejor pasta
de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el
yugo con cualquier compañera, fiel a la gemela, sabía
someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con
la cerviz inclinada, la cabeza torcida, incómoda postura,
velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
Antón de Chinta comprendió que había nacido para
pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel
sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por
lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor
y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la
Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la
segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de
la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel
pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta
había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa.
El establo y la cama de matrimonio estaban pared por medio, llamando
pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de
maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar
miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del
destrozado tabique de ramaje, señalándola como
salvación de la familia.
"Cuidadla, es vuestro sustento," parecían decir los ojos de la
pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.
El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el
regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede
reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá,
en el Somonte.
Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente.
De la venta necesaria no había que decir palabra a los
niños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal
humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la
Cordera por delante, sin más atavío que el collar de
esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días
había que despertarlos a azotes. El padre los dejó
tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. "Sin duda,
mío pá la había llevado al xatu." No cabía
otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala
gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos
acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.
Al obscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada
mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio
explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido, porque nadie había querido llegar al
precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era
excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca
para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se
habían acercado a intentar fortuna se habían alejado
pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y
desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que
el se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo
Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. "No
se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me
pagan la Cordera en lo que vale." Y, por fin, suspirando, si no
satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino
por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y
el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de
muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor
trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre
dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo
expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de
Carrió que le había rondado todo el día
ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio
el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía, subía, luchando entre la
codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca.
Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera,
interrumpiendo el paso ... Por fin, la codicia pudo más; el pico
de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las
manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja
que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras
en flor, le condujo hasta su casa.
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y
Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo del
corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de
malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón que no
admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de
desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil
precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la
calle.
Al sábado inmediato acompañó al Humedal
Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los
contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera
fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la
hizo una señal en la piel, y volvió a su establo de Puao,
ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás
caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos
como puños; Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz
de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
"¡Se iba la vieja!" pensaba con el alma destrozada Antón
el huraño.
"Ella, ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre
ni otra abuela."
Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el
silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte,
descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como
descansaría y comería un minuto antes de que el brutal
porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían
desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban
con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo.
Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro
el que les llevaba su Cordera.
El viernes, al obscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del
rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago
Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la
Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado;
el peso del dinero en el bolsillo le animaba también.
Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la
vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran
impertinentes. ¿Qué daba la res tantos y tantos xarros de
leche? ¿Qué era noble en el yugo, fuerte con la carga?
¿Y qué, si dentro de pocos días había de
estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no
quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo
a otro labrador, olvidada de é1 y de sus hijos, pero viva, feliz
... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, para
ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las
manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante
se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No
podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la
excitación del vino, cayó como en un marasmo;
cruzó los brazos, y entró en el corral obscuro. Los hijos
siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste
grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana
con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse.
Antón, malhumorado, clamaba desde casa:
--Bah, bah, neños, acá vos diigo; ¡basta de pamemes!
--Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja obscura, que hacían casi
negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el
bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después
no quedó de ella más que el tin tin pausado de la
esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos
melancólicos de cigarras infinitas.
--¡Adiós, Cordera! --gritaba RRosa deshecha en
llanto.--¡Adiós, Cordera de mío alma!
--¡Adiós, Cordera! --repet&iaccute;a Pinín, no
más sereno.
--Adiós --contestó por &uacutte;ltimo, a su modo, la
esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los
demás sonidos de la noche de julio en la aldea ...
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre,
Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no
había sido nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte
sin la Cordera parecía el desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo,
luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas
altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de
vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.
--¡Adiós, Cordera! --grit&oacuute; Rosa, adivinando
allí a su amiga, a la vaca abuela.
--¡Adiós, Cordera! --vocifer&ooacute; Pinín con la
misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino
de Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su
hermana de las picardías del mundo:
--La llevan al matadero ... Carne de vaca, para comer los
señores, los curas ... los indianos.
--¡Adiós, Cordera!
--¡Adiós, Cordera!
Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el
telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les
arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades,
de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en
manjares de ricos glotones ...
--¡Adiós, Cordera . . .!
--¡Adiós, Cordera . . .!
Pasaron muchos años, Pinín se hizo mozo y se lo
llevó el Rey. Ardía la guerra carlista. Antón de
Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia
para declarar inútil a Pinín que, por ser, era como un
roble.
Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba
el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus
únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la
máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó
como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas pudo ver un
instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos
que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a
los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban
para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al
servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.
Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió
los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre
el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas
la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como
inspirado por un recuerdo de dolor lejano:
--¡Adiós, Rosa ... ! ¡Addiós, Cordera!
--¡Adiós, Pinín! ¡l;Pinín de mío
alma!
"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el
mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos, carne de su
alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las
ambiciones ajenas."
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre
hermana viendo al tren perderse a lo lejos, silbando triste, con
silbido que repercutían los castaños, las vegas y los
peñascos ...
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que
era un desierto el prao Somonte.
--¡Adiós, Pinín! ¡l;Adiós, Cordera!
¡Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de
carbones apagados; con qué ira los alambres del
telégrafo! ¡Oh! bien hacía la Cordera en no
acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido que se lo llevaba todo.
Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como
un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las
entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora
ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de
abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía
oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía
adelante:
--¡Adiós, Rosa! ¡Adi&oaccute;s, Cordera!