LECTURA AP
(1899-1986)
<>
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba
Johannes Dahlmann y era pastor de la iglesia evangélica; en
1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretarlo de una
biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía
hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel
Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que
murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de
Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a
impulso de la sangre germánica) eligió el de ese
antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche
con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja
espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el
hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el
desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero
nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había
logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los
Flores; una de las costumbres de su memoria era la imagen de los
eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez
fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían
en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de
posesión y con la certidumbre de que su casa estaba
esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los
últimos días de febrero de 1939, algo le
aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las
mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa
tarde, un ejemplar descabalado de las Mil y una Noches de Weil;
ávido de examinar ese hallazgo, no espero que bajara el ascensor
y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le
rozó la frente ¿un murciélago, un pájaro?
En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el
horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de
sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se
olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann
logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde
aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo
gastó y las ilustraciones de las Mil y Una Noches sirvieron para
decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada
sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los
oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que
no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como
ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó
con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle
Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía.
Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que
en una habitación que no fuera la suya podría, al fin,
dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó,
lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una
camilla, 1o iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo
auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el
brazo. Se despertó con nauseas, vendado, en una celda que
tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron
a la operación pudo entender que apenas había estado,
hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su
boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann
minuciosamente se odió; odió su identidad, sus
necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba
la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy
dolorosas, pero cuando él cirujano le dijo que había
estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a
llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la
incesante revisión de las malas noches no le habían
dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el
cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto,
podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el
día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos;
Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora
un coche de plaza lo levaba a Constitución. La primera frescura
del otoño, después de la opresión del verano, era
como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y
la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había
perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran
como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la
reconocía con felicidad y con un principio de vértigo;
unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las
esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En
la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a
él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann
solía repetir que ello no es una convención y que quien
atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más
firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la
ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán,
el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta
minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle
Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme
gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad
desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido.
Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la
probó (ese placer le había sido vedado en la
clínica y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que
aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un
cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y
el mágico animal, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann
recorrió los vagones y dio con uno casi vacío.
Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la
abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer
tomo de las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, vinculado a la
historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha
había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las
frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta
visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio
de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la
montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a
su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho
más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo
distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann
cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en
los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y
agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia pensaba, y era como
si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día
otoñal y por la geografía y la patria, y el otro,
encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres.
Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente
mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio
zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que
parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales,
como sueños de la llanura. También creyó reconocer
árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su
directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su
conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu
del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era
el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser
rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en
Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas
lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil
sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la
tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era
vasto, pero al mismo tiempo era intimo y, de alguna manera, secreto. En
el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La
soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que
viajaba al pasado y no sólo a Sur. De esa conjetura
fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le
advirtió que el tren no lo dejaría en la estación
de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por
Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que
Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque
el mecanismo de los hechos no le importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro
lado de las vías quedaba la estación, que era poco
más que un andén con un cobertizo. Ningún
vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez
pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez,
doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya
se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la
viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para
no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba
despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los
años habían mitigado para su bien ese color violento.
Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero,
acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia . Atados al
palenque había unos caballos. Dahlmann, adentro, creyó
reconocer al patrón; luego comprendió que lo había
engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El
hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la
jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese
tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos
muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En
el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como
una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían
reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como
fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con
satisfacción la vincha, poncho de bayeta, el largo
chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando
inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con
entrerrianos, que gauchos de esos ya no quedan más que en el
Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue
quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aun le
llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo
sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con
unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y
dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La
lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes;
los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones
de chacra, otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el
chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la
cara. junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas
del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien
se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a é1. Dahlmann,
perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió
el volumen de las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra
bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se
rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería
un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por
desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de
pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con
voz alarmada:
--Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que
están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo
conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras
agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación
de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra
él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann
hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y
les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose.
A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si
estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa
exageración era una ferocidad y una burla. Entre malas palabras
y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió
con los ojos, lo barajó, e invitó a Dahlmann a pelear. El
patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba
desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que
Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró
una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera
resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a
recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto
casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el
arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para
justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un
puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una
noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo
para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran
estas cosas, pensó. --Vamos saliendo--dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco
había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en
una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una
liberación para é1, una felicidad y una fiesta, en la
primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió
que si é1, entonces, hubiera podido elegir o soñar su
muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no
sabrá manejar, y sale a la llanura.