Sabine R. Ulibarri
(1920-2003)
Mi caballo mago
2003 Albuquerque Journal
Dr. Sabine "Uli" Ulibarri, a pioneer in the field of bilingual books,
was a well-known author, poet and professor. Ulibarri, 83, died
Saturday of complications from cancer.
The Albuquerque writer continued the tradition of Spanish as a literary
language in New Mexico, said Alfred Rodriguez, a colleague at the
University of New Mexico. He said Ulibarri was one of a few "true
Chicano writers" who wrote in Spanish. "It's a great loss to New
Mexico," Rodriguez said. He described Ulibarri as an easygoing person
who incorporated his sense of humor into his stories. He said Ulibarri
loved to teach, calling him "a great professor. Students loved him."
Ulibarri joined the UNM faculty in 1947. He taught courses in creative
writing for Spanish students and was chairman of the Department of
Modern and Classical Languages from 1971-1980. Students affectionately
called him "Dr. Uli," said Frank Gonzales, a former student. "A lot of
professors just give a bunch of facts," Gonzales said. "He was more
than that ... He was not afraid to show his feelings in class." As an
author, Ulibarri wrote about 15 books, including "Tierra Amarilla:
Cuentos de Nuevo Mexico." Most were bilingual. His books were known for
offering readers a way to learn about life in New Mexico and also about
the linguistic and cultural values of bilingualism. During World War
II, Ulibarri distinguished himself by flying 35 missions over Europe as
a B-17 ball-turret gunner. He received the Distinguished Flying Cross.
He returned to UNM and earned bachelor's and master's degrees and later
a doctorate in Romance languages from the University of California at
Los Angeles. In a 1969 interview with the Journal, Ulibarri talked
about how language and literature professors can help rebellious young
people find themselves. "We either ride this wave or it will sweep us
under," he said. "To know language is to enter into intimacy of a
people. To know it is to become committed to a people, a culture, a way
of life. The teacher has the magic key that will open this treasure
house of love." Ulibarri received a number of accolades, including the
1987 Governor's Award, the state's highest artistic honor; the UNM
Regents Meritorious Service Medal in 1989; and the Zimmerman Award in
1992, the highest honor conferred by the UNM Alumni Association.
Mi caballo mago
Era blanco. Blanco como el olvido. Era libre. Libre como la
alegría. Era la ilusión, la libertad y la emoción.
Poblaba y dominaba las serranías y las llanuras de las
cercanías. Era un caballo blanco que llenó mi juventud de
fantasía y poesía.
Alrededor de las fogatas del campo y en las resolanas del pueblo los
vaqueros de esas tierras hablaban de él con entusiasmo y
admiración. Y la mirada se volvía turbia y borrosa de
ensueño. La animada charla se apagaba. Todos atentos a la
visión evocada. Mito del reino animal. Poema del mundo viril.
Blanco y arcano. Paseaba su harén por el bosque de verano en
regocijo imperial. El invierno decretaba el llano y la ladera para sus
hembras. Veraneaba como rey de oriente en su jardín silvestre.
Invernaba como guerrero ilustre que celebra la victoria ganada.
Era leyenda. Eran sin fin las historias que se contaban del caballo
brujo. Unas verdad, otras invención. Tantas trampas, tantas
redes, tantas expediciones. Todas venidas a menos. El caballo siempre
se escapaba, siempre se burlaba, siempre se alzaba por encima del
dominio de los hombres. ¡Cuánto valedor no juró
ponerle su jáquima y su marca para confesar después que
el brujo había sido más hombre que él!
Yo tenía quince años. Y sin haberlo visto nunca el brujo
me llenaba ya la imaginación y la esperanza. Escuchaba embobado
a mi padre y a sus vaqueros hablar del caballo fantasma que al
atraparlo se volvía espuma y aire y nada. Participaba de la
obsesión de todos, ambición de lotería, de
algún día ponerle yo mi lazo, de hacerlo mío, y
lucirlo los domingos por la tarde cuando las muchachas salen a paseo
por la calle.
Pleno el verano. Los bosques verdes, frescos y alegres. Las reses
lentas, gordas y luminosas en la sombra y en el sol de agosto.
Dormitaba yo en un caballo brioso, lánguido y sutil en el sopor
del atardecer. Era hora ya de acercarse a la majada, al buen pan y al
rancho del rodeo. Ya los compañeros estarían alrededor de
la hoguera agitando la guitarra, contando cuentos del pasado o de hoy o
entregándose al cansancio de la tarde. El sol se ponía
ya, detrás de mí, en escándalos de rayo y color.
Silencio orgánico y denso.
Sigo insensible a las reses al abra. De pronto el bosque se calla. El
silencio enmudece. La tarde se detiene. La brisa deja de respirar, pero
tiembla. El sol se excita. El planeta, la vida y el tiempo se han
detenido de una manera inexplicable. Por un instante no sé lo
que pasa.
Luego mis ojos aciertan. ¡Allí está! ¡El
caballo mago! Al extremo del abra, en un promontorio, rodeado de verde.
Hecho estatua, hecho estampa. Línea y forma y mancha blanca en
fondo verde. Orgullo, fama y arte en carne animal. Cuadro de belleza
encendida y libertad varonil. Ideal invicto y limpio de la eterna
ilusión humana. Hoy palpito todo aún al recordarlo.
Silbido. Reto trascendental que sube y rompe la tela virginal de las
nubes rojas. Orejas lanzas. Ojos rayos. Cola viva y ondulante,
desafío movedizo. Pezuña tersa y destructiva. Arrogante
majestad de los campos.
El momento es eterno. La eternidad momentánea. Ya no
está, pero siempre estará. Debió de haber yeguas.
Yo no las vi. Las reses siguen indiferentes. Mi caballo las sigue y yo
vuelvo lentamente del mundo del sueño a la tierra del sudor.
Pero ya la vida no volverá a ser lo que antes fue.
Aquella noche bajo las estrellas no dormí. Soñé.
Cuánto soñé despierto y cuánto
soñé dormido yo no sé. Sólo sé que
un caballo blanco pobló mis sueños y los llenó de
resonancia y de luz y de violencia.
Pasó el verano y entró el invierno. El verde pasto dio
lugar a la blanca nieve. Las manadas bajaron de las sierras a los
valles y cañadas. Y en el pueblo se comentaba que el brujo
andaba por este o aquel rincón. Yo indagaba por todas partes su
paradero. Cada día se me hacía más ideal,
más imagen, más misterio.
Domingo. Apenas rayaba el sol de la sierra nevada. Aliento vaporoso.
Caballo tembloroso de frío y de ansias. Como yo. Salí sin
ir a misa. Sin desayunarme siquiera. Sin pan y sardinas en las
alforjas. Había dormido mal y velado bien. Iba en busca de la
blanca luz que galopaba en mis sueños.
Al salir del pueblo al campo libre desaparecen los caminos. No hay
rastro humano o animal. Silencio blanco, hondo y rutilante. Mi caballo
corta el camino con el pecho y deja estela eterna, grieta abierta, en
la mar cana. La mirada diestra y atenta puebla el paisaje hasta cada
horizonte buscando el noble perfil del caballo místico.
Sería mediodía. No sé. El tiempo había
perdido su rigor. Di con él. En una ladera contaminada de sol.
Nos vimos al mismo tiempo. Juntos nos hicimos piedra. Inmóvil,
absorto y jadeante contemplé su belleza, su arrogancia, su
nobleza. Esculpido en mármol, se dejó admirar.
Silbido violento que rompe el silencio. Guante arrojado a la cara.
Desafío y decreto a la vez. Asombro nuevo. El caballo que en
verano se coloca entre la amenaza y la manada, oscilando a distancia de
diestra a siniestra, ahora se lanza a la nieve. Más fuerte que
ellas, abre la vereda a las yeguas. y ellas lo siguen. Su fuga es lenta
para conservar sus fuerzas.
Sigo. Despacio. Palpitante. Pensando en su inteligencia. Admirando su
valentía. Apreciando su cortesía. La tarde se alarga. Mi
caballo cebado a sus anchas.
Una a una las yeguas se van cansando. Una a una se van quedando a un
lado. ¡Solos! El y yo. La agitación interna reboza a los
labios. Le hablo. Me escucha y calla.
El abre el camino y yo sigo por la vereda que me deja. Detrás de
nosotros una larga y honda zanja blanca que cruza la llanura. El
caballo que ha comido grano y buen pasto sigue fuerte. A él, mal
nutrido, se la han agotado las fuerzas. Pero sigue porque es él
y porque no sabe ceder.
Encuentro negro y manchas negras por el cuerpo. La nieve y el sudor han
revelado la piel negra bajo el pelo. Mecheros violentos de vapor rompen
el aire. Espumarajos blancos sobre la blanca nieve. Sudor, espuma y
vapor. Ansia.
Me sentí verdugo. Pero ya no había retorno. La distancia
entre nosotros se acortaba implacablemente. Dios y la naturaleza
indiferentes.
Me siento seguro. Desato el cabestro. Abro el lazo. Las riendas
tirantes. Cada nervio, cada músculo alerta y el alma en la boca.
Espuelas tensas en ijares temblorosos. Arranca el caballo. Remolineo el
cabestro y lanzo el lazo obediente.
Vértigo de furia y rabia. Remolinos de luz y abanicos de
transparente nieve. Cabestro que silba y quema en la teja de la silla.
Guantes violentos que humean. Ojos ardientes en sus pozos. Boca seca.
Frente caliente. Y el mundo se sacude y se estremece. Y se acaba la
larga zanja blanca en un ancho charco blanco.
Sosiego jadeante y denso. El caballo mago es mío. Temblorosos
ambos, nos miramos de hito en hito por un largo rato. Inteligente y
realista, deja de forcejar y hasta toma un paso hacia mí. Yo le
hablo. Hablándole me acerco. Primero recula. Luego me espera.
Hasta que los dos caballos se saludan a la manera suya. Y por fin llego
a alisarle la crin. Le digo muchas cosas, y parece que me entiende.
Por delante y por las huellas de antes lo dirigí hacia el
pueblo. Triunfante. Exaltado. Una risa infantil me brotaba. Yo,
varonil, la dominaba. Quería cantar y pronto me olvidaba.
Quería gritar pero callaba. Era un manojo de alegría. Era
el orgullo del hombre adolescente. Me sentí conquistador.
El Mago ensayaba la libertad una y otra vez, arrancándome de mis
meditaciones abruptamente. Por unos instantes se armaba la lucha otra
vez. Luego seguíamos.
Fue necesario pasar por el pueblo. No había remedio. Sol
poniente. Calles de hielo y gente en los portales. El Mago lleno de
terror y pánico por la primera vez. Huía y mi caballo
herrado lo detenía. Se resbalaba y caía de costalazo. Yo
lloré por él. La indignidad. La humillación. La
alteza venida a menos. Le rogaba que no forcejara, que se dejara
llevar. ¡Cómo me dolió que lo vieran así los
otros!
Por fin llegamos a la casa. “¿Qué hacer contigo, Mago? Si
te meto en el establo o en el corral, de seguro te haces daño.
Además sería un insulto. No eres esclavo. No eres criado.
Ni siquiera eres animal.” Decidí soltarlo en el potrero.
Allí podría el Mago irse acostumbrando poco a poco a mi
amistad y compañía. De ese potrero no se había
escapado nunca un animal.
Mi padre me vio llegar y me esperó sin hablar. En la cara le
jugaba una sonrisa y en los ojos le bailaba una chispa. Me vio quitarle
el cabestro al Mago y los dos lo vimos alejarse, pensativos. Me
estrechó la mano un poco más fuerte que de ordinario y me
dijo: “Esos son hombres.” Nada más. Ni hacía falta. Nos
entendíamos mi padre y yo muy bien. Yo hacía el papel de
muy hombre pero aquella risa infantil y aquel grito que me andaban por
dentro por poco estropean la impresión que yo quería dar.
Aquella noche casi no dormí y cuando dormí no supe que
dormía. Pues el soñar es igual, cuando se sueña de
veras, dormido o despierto. Al amanecer yo ya estaba de pie.
Tenía que ir a ver al Mago. En cuanto aclaró salí
al frío a buscarlo.
El potrero era grande. Tenía un bosque y una cañada. No
se veía el Mago en ninguna parte pero yo me sentía
seguro. Caminaba despacio, la cabeza toda llena de los acontecimientos
de ayer y de los proyectos de mañana. De pronto me di cuenta que
había andado mucho. Aprieto el paso. Miro aprensivo a todos
lados. Empieza a entrarme el miedo. Sin saber voy corriendo. Cada vez
más rápido.
No está. El Mago se ha escapado. Recorro cada rincón
donde pudiera haberse agazapado. Sigo la huella. Veo que durante toda
la noche el Mago anduvo sin cesar buscando, olfateando, una salida. No
la encontró. La inventó.
Seguí la huella que se dirigía directamente a la cerca. Y
vi como el rastro no se detenía sino continuaba del otro lado.
El alambre era de púa. Y había pelos blancos en el
alambre. Había sangre en las púas. Había manchas
rojas en la nieve y gotitas rojas en las huellas del otro lado de la
cerca.
Allí me detuve. No fui más allá. Sol rayante en la
cara. Ojos nublados y llenos de luz. Lágrimas infantiles en
mejillas varoniles. Grito hecho nudo en la garganta. Sollozos despacio
y silenciosos.
Allí me quedé y me olvidé de mí y del mundo
y del tiempo. No sé cómo estuvo, pero mi tristeza era
gusto. Lloraba de alegría. Estaba celebrando, por mucho que me
dolía, la fuga y la libertad del Mago, la transcendencia de ese
espíritu indomable. Ahora seguiría siendo el ideal, la
ilusión y la emoción. El Mago era un absoluto. A
mí me había enriquecido la vida para siempre.
Allí me halló mi padre. Se acercó sin decir nada y
me puso el brazo sobre el hombro. Nos quedamos mirando la zanja blanca
con flecos de rojo que se dirigía al sol rayante.