Uno de los mitos más generalizados entre los cristianos, es
la idea de que la violencia no forma parte del tejido de las relaciones interpersonales – cristianas. La
difusión de este mito más que favorecer a las congregaciones, provoca por el
contrario el desarrollo de actitudes que se convierten en un fértil “caldo de
cultivo,” generador de todo tipo de omisiones o acciones violentas, que invaden
no solo el ambiente eclesiástico, sino que penetran las frágiles defensas del
hogar, llevando al seno doméstico una enorme gama de sentimientos de traición,
impotencia, pérdida de la libertad y aniquilación de la dignidad, que dañan las
emociones y el alma, a veces irremediablemente.
La violencia lamentablemente, es un fenómeno social que
pertenece, muy a pesar nuestro, también a la intimidad de las iglesias, negarlo
sería el mayor de los errores que podríamos cometer, pues dejaríamos a los
hermanos y hermanas que la sufren, sin posibilidad de solución y sin esperanza.
Es urgente que iniciemos, desde las escuelas dominicales,
desde el púlpito y desde las tertulias hogareñas, un proceso de
sensibilización, para que podamos pensar sobre la naturaleza de las acciones
que alteran la convivencia pacífica entre las personas y para que podamos
enfrentar efectivamente el “demonio” de la violencia.
Y es que la violencia debe ser entendida como toda acción u
omisión de una persona o colectividad, que viola el derecho al pleno desarrollo
y bienestar de las personas, en este sentido la violencia se expresa en
diversas formas y grados, que van desde la agresión de una persona contra otra,
hasta las grandes guerras entre las naciones. Estas acciones u omisiones,
además se presentan en niveles que van
desde lo psicológico o emocional, pasando por lo físico y sexual, hasta tocar
lo patrimonial o conjunto de bienes que posee una persona.
¿Cómo llega la violencia a la iglesia y cómo se extiende a
los hogares? La respuesta no es sencilla, porque se encuentra muy oculta en los
corazones de todos aquellos cristianos y cristianas, que viven una doble vida,
ya sea como víctimas o agresores. La violencia llega a la iglesia disfrazada de
una falsa religiosidad, llega adornada de legalismo, llega enredada entre todos
aquellos pensamientos cautivos del pecado, que no hemos logrado confesar o
perdonar, llega en los brazos del egoísmo que no nos permite ver las virtudes
del prójimo, que no nos permite amarlo y buscar su bienestar, antes que el
nuestro.
La violencia llega a la iglesia, cuando olvidamos que
Cristo murió en la cruz para erradicarla, llega cuando olvidamos que el amor
debe ser sin fingimiento y por lo tanto que debemos amarnos los unos a los otros
con amor fraternal, llega cuando olvidamos que debemos bendecir y no maldecir,
llega cuando olvidamos que debemos quitar de nosotros toda amargura, enojo,
ira, gritería y maledicencia, y malicia, porque somos miembros los unos de los
otros.
Así mismo la violencia llega al hogar, cuando los maridos olvidan que deben amar a
sus esposas como a si mismos, cuando las esposas olvidan que deben respetar a
sus esposos (estando este sujeto a Cristo), cuando los hijos no obedecen a sus
padres y cuando los padres los provocan a ira, sin criarlos en la disciplina y
la amonestación del Señor.
Finalmente hemos de decir que la violencia, en todas sus
formas, ya sea sicológica, física, sexual o patrimonial, no llegará a aquellas
iglesias en las que sus miembros “siguiendo la verdad en amor, crezcamos en
todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien
concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente,
según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir
edificándose en amor.” (Efesios 4:15-16)
Por: Roberto Chacón
Zúñiga