La adoración pública
(El Culto Cristiano)
Roberto
Chacón Zúñiga
Congregación
de Calle Blancos
I. Concepto de adoración
Adoración es la actividad que
tiene como objetivo fundamental: adorar, rendir culto, homenajear, celebrar,
exaltar y alabar a Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo).
Como concepto se deriva, en el
Antiguo Testamento de la palabra hebrea SHACHAH (acto de postrarse o
inclinarse para rendir homenaje a un superior) y en el Nuevo Testamento de la
palabra griega PROSKUNEO (que describe el besar, tal y como los perros que se
acercan y lamen a sus amos).
De esta manera, la idea de adorar
nos remite al reconocimiento de la soberanía, señorío, dignidad, majestad, supremacía
y supereminencia de Dios, tanto en la vida privada, como en los actos públicos.
En lo que se refiere a la
adoración propiamente pública, podemos hacer mención además, de cinco
palabras de raíz hebrea, que nos pueden
ayudar a comprender mejor la actitud con la que debemos acercarnos a nuestro
Dios, ellas son: HALAL (brillar, hacer claro, exclamar con tono fuerte), ZAMAR
(raíz de la que procede la palabra Salmo y que refiere a la actividad de
cantar), BARAK (acción de arrodillarse para dar gracias), SHABACH
(recomendar, elogiar) y YADAH (exponer, confesar
públicamente).
Atendiendo a lo anterior, la LITURGIA
(conjunto de reglas para la realización de las ceremonias religiosas) debe ser
considerada, entonces, como una actividad colectiva, en la cual se rinda
homenaje público a Dios, de tal forma que sea evidente y notoria una “gozosa
sumisión” ante el Padre Celestial, el Hijo y el Espíritu Santo,
producto del reconocimiento de su misericordia (Romanos 12:1-3).
Finalmente, la comprensión
integral de la forma en que Dios desea que le adoremos, en el marco del Nuevo
Testamento, debe ser guiada por el entendimiento cabal de lo que el mismo Jesús
nos enseña en el evangelio de Juan, capítulo 4, versículos 23 y 24.
En este pasaje, nuestro Señor
Jesucristo, nos exhorta a adorarle de una forma tal que se produzca una
completa ruptura, con las viejas formas que caracterizaban a la liturgia judía.
“Mas la hora viene, y ahora es, cuando
los verdaderos adoradores adorarán al padre en espíritu y en verdad...”, son
las palabras con que el Maestro sorprende a la mujer samaritana y con ello, en
un acto inusual, la “maravilla” de que hablase directamente con una mujer (Juan
4:27), nos introduce en un esquema o modelo de adoración, en el cual ya
no dominarían los ritos impuestos por la Ley o la tradición judía, sino que,
desde ese momento el énfasis se daría en dos elementos: el espíritu y la
verdad.
Por “espíritu o alma”,
debemos entender la referencia al complejo
psicológico del ser humano, capaz de entender, sentir y decidir, este incluye:
A)
La mente: recipiente
donde se registran las ideas, imágenes, conceptos y recuerdos, los cuales
determinan la forma de pensar de cada persona.
B)
Las emociones:
sentimientos o reacciones positivas o negativas producto de la forma de pensar.
C)
La voluntad: capacidad
de tomar decisiones, es la expresión externa de la personalidad:
Por “verdad”
debemos entender lo dicho por el mismo Jesús en Juan 14:6, al referirse así
mismo como el camino, la verdad y la vida, en ese sentido:
A) Jesús, es la vida, en virtud de que él es el principio
generador del universo.
B) Jesús, es la verdad, pues sólo por medio de él obtenemos el
conocimiento absoluto de la realidad.
C) Jesús, es el camino, dado que él es el único medio para
tener comunión con el Padre y llegar a la vida eterna.
En
conclusión, podemos afirmar que en definitiva la adoración es el conjunto de
actividades (públicas o privadas), por medio de las cuales rendimos culto a
Dios, haciendo uso de todo nuestro ser (cuerpo, alma y espíritu) en forma
integral y reconociendo a Jesucristo como el Creador, el Redentor y el Rey de
todo el universo.
II. El “Servicio Religioso” (la adoración
pública)
Para entender
adecuadamente la idea de servicio religioso, se hace necesario, en forma previa
y de conformidad con el concepto de adoración propuesto, advertir el uso
erróneo que históricamente se ha hecho de la palabra “Culto”, ya que este
concepto se ha asociado generalmente al acto público de adorar, olvidándose o
dejándose de lado la dimensión privada de la alabanza, situación que con
frecuencia se convierte en la causa de muchos de los comportamientos
pecaminosos de la hermandad.
La gran mayoría de los
hermanos y hermanas, han desarrollado el nocivo concepto de creer que con sólo
asistir al culto, ya han cumplido con Dios y que todo lo que hagan, luego de
ese cometido, no tiene nexo alguno con la adoración.
El mismo cuidado,
doctrinal (conjunto de las enseñanzas de Cristo y los escritores bíblicos), espiritual y ritual, que se tiene para
con la adoración pública, debe de guardarse para la alabanza privada. Es más,
lo que somos en lo privado, explica y determina nuestra forma pública de
adorar.
De esta forma, debe
quedar claro que cuando nos referimos al culto, en realidad estamos hablando de
los servicios religiosos – públicos que ofrece una congregación, en
correspondencia con lo enseñado por las escrituras, para la necesaria
edificación de la iglesia (I Corintios 14:26).
En ese sentido, toda
reunión debe convertirse en un espacio en el cual se exalte el nombre de Jesús
y en el cual también se den las condiciones para considerarnos unos a otros en
la enseñanza, la oración y los cánticos, con el propósito de estimularnos al
amor y a las buenas obras, de las cuales, la más importante es el evangelismo. (Mateo
28:18-20; Hebreos 10:24).
De estos servicios
religiosos, el más notable, sin lugar a dudas, debe ser el del domingo u “Primer
Día”, en virtud de que, según las Escrituras, corresponde a la reunión
o asamblea seleccionada por el Señor, para que en ella se celebre la “Cena”,
en memoria de su cuerpo sacrificado y su sangre derramada en la cruz, como
medio para la redención de nuestros pecados.
Lo anterior significa
que todos los actos que realicemos en ese primer día de la semana, deben girar
en torno a la “Mesa o Cena del Señor” y que cualquier otra actividad que se
haga, no debe anular o restarle lucidez a este acto central de la liturgia cristiana.
Lamentablemente, en muchas de nuestras congregaciones, se hace un mayor
escrutinio de la persona encargada de los cánticos o del sermón, que del
hermano que ha de dirigir la Cena.
En nuestro criterio
particular, el sermón o la enseñanza del domingo, debería tener siempre como
base el tema de la Cena del Señor y la misma debería tomarse al final del
mismo, como parte de la conclusión, sin proponer otro acto aparte, en otras
palabras, quién predica, ministra simultáneamente la Cena. Es obvio que aquí todo
lo que se cante, ha de tener como tema el sacrificio de Jesús y su efecto en la
vida de los hombres y las mujeres.
Los demás temas,
alrededor de los cuales se predica usualmente, pueden ser considerados en los
otros servicios religiosos (campañas evangelísticas, escuelas dominicales y
reuniones dentro de la semana).
Todo esto colaboraría
con la necesidad de tomar en forma digna la Cena del Señor, de tal manera que
se mantengan los propósitos de la cruz siempre en evidencia, especialmente para
los “inconversos” y se desarrolle un clima en el cual las personas puedan
acudir a los pies de Jesucristo, confiando plenamente en su acción salvífica.
III. ¿Quiénes deben adorar y quienes deben ministrar?
Existe un tercer
aspecto fundamental, en las consideraciones referentes al acto público de la
adoración, este es, la distinción entre aquellas personas que se reúnen para
adorar y las personas “llamadas” por Dios, para dirigir o
ministrar los actos.
La Biblia enseña que
todas y todos somos sacerdotes (I Pedro 2:9), en ese sentido todas
y todos estamos llamados a anunciar las virtudes de Cristo, esto es, servir de
medio para que las demás personas conozcan a Jesucristo y puedan relacionarse
con el Padre. Esto implica la posibilidad de tener comunión con Dios, sin
necesidad de ningún otro intermediario, que no sea Jesús. De esta manera todas
y todos somos sacerdotes en la adoración privada.
Sin embargo, no sucede
así a la hora de brindar adoración pública a nuestro Dios, un estudio minucioso
de los capítulos 11, 12, 13 y 14 de la Primera Carta a los Corintios, nos
permite deducir que existe una clara diferencia en cuanto a las funciones y a
las personas encargadas de ministrar públicamente.
La primera distinción
se marca en referencia al hecho de que la ministración pública (cuando se
encuentra reunida toda la congregación, es decir, tanto hombres como mujeres),
compete únicamente a los hombres (I Corintios 11:3-10).
En segundo lugar, es
notoria la diversidad de dones y ministerios con que el Espíritu Santo capacita
a diversas personas, con el fin de que se desarrollen todas las actividades
necesarias para la buena marcha de las actividades (I Corintios 12:4-11). De
esta manera no todos los ministradores han de celebrar los mismos actos, sino
que cada quién ha de cumplir con la función para la cual ha sido llamado (ver.os
14-30).
Cuando no se atienden
estos mandamientos, la edificación del pueblo de Dios no es posible, pues la
acción deriva en el desorden y la desunión, en otras palabras, cuando nos
reunimos debe permitirse que, en lo público, oren sólo aquellos que han sido
capacitados por el Espíritu con ese don, de igual manera deben enseñar y
predicar (en el caso de los sermones) sólo los que han sido llamados por Dios a
ese ministerio, lo mismo debe suceder en el caso de la ministración de los
cánticos, la ofrenda y hasta los mismos anuncios.
Todo lo anterior
permite, por último, que efectivamente los principios de orden y decencia,
señalados por las escrituras para el momento en que nos reunimos, puedan ser
respetados, posibilitándose así la edificación de la iglesia (I
Corintios 14:12, 26-40).
En relación con esto,
por “orden”
debe entenderse la necesidad de colocar cada acto en el lugar que corresponde,
creando una atmósfera de buen acuerdo u concierto y por “decencia” la idea de que
todo se realice de forma digna, honesta, respetuosa y de conformidad con la
moral cristiana.
Para finalizar,
diremos que en nuestra opinión, las posibilidades para la restauración
final de la Iglesia de Cristo y junto con esta, de los conceptos de discipulado
y culto cotidiano en la vida de cada cristiano, dependen de la medida en que
nos dispongamos a ofrecer la verdadera adoración que Dios espera de nosotros,
tanto en el ámbito privado como en el público. Esto dará lugar en definitiva,
al cumplimiento del plan eterno de Dios para con nosotros y para con la
humanidad.