Adiós. Una
palabra que contiene uno de los mensajes más definitivos y nostálgico de
nuestras vidas. Es lo que se escucha en los aeropuertos, en las terminales de
buses, de trenes, en los divorcios… en las separaciones, en las separaciones
definitivas. Sí, así es, decir “adiós” es leer el último capítulo. Es recoger
todas nuestras cosas. Es pagar la última cuota. Es tomar el diploma de nuestra
carrera. Adiós. Es una decisión permanente. Sin vuelta atrás, sin vacilaciones.
Es por eso que para las despedidas que no son permanentes se han inventado
otras frases que comunican un mensaje menos tajante: «hasta pronto», «hasta
luego», etc. Y a menos que el adiós se diga a una enfermedad, a una deuda o a
un mal año, decirlo nos cobra muchas lágrimas, suspiros y pocas noches de
sueño.
“Dígale adiós a su casa” no es un aviso de un nuevo atentado terrorista
que ahora ha tomado como víctima a su comunidad. Créame que no lo es. Pero sí
se refiere a una despedida definitiva entre su casa y usted. Su “casa”
representa todo cuanto ha adquirido en este mundo. Todo lo que ha administrado
como suyo durante su vida terrenal. “Dígale adiós a su casa” es ir a abrazar a
los vecinos, es borrar su nombre del buzón del correo; es vaciar los espacios
que tanto le costó llenar. Es cerrar la puerta y quedarse afuera para ir hacia
otro lugar. Abandonar todo esto no es un sentimiento con el que nos despertamos
en una mañana cualquiera: “Mi amor, empaque todo, que hoy nos vamos”. No, no es
así. Abandonar este mundo tampoco es una invitación a empezar a comprar
parcelas en Marte como la prensa afirma que se podrá hacer muy pronto. Es una
decisión de nuestro Padre celestial, tu Padre (Jn. 14:1-3). No es ir a otro
planeta para convertirlo en lo que hemos convertido este; es ir a nuestro
verdadero hogar, a la casa de nuestro Padre.
Cuando el Maestro atisbó el final de Su carrera ministerial en la
tierra, animó a Sus discípulos con estas palabras: “Despídanse de sus casas, de su pueblo, de este mundo porque los llevaré
a donde pertenecen, a su verdadero y permanente hogar celestial”. Estas no
parecen palabras de aliento. Son una petición a separarnos de lo que conocemos
para ir a dónde no sabemos llegar, de abandonar lo que queremos por aquello en
lo que creemos… aunque no lo vemos. Es decir adiós a nuestro hogar, a nuestro
hogar temporal, terreno. Este lugar no está destinado a ser permanente. Lo
sabemos muy bien, sabemos que su fin es inevitable pero…
Nos olvidamos de esa realidad o tratamos de no tenerla muy presente. Invertimos,
compramos, cambiamos, decoramos, ponemos y volvemos a quitar, para volver a
poner. Invertimos toda la mañana de nuestra vida acomodándonos un lugar
adecuado sólo para que el Señor llegue en la tarde a pedirnos que nos mudemos
con Él. ¡Que frustrante para el que se ha acostumbrado tanto aquí, que ya no
tiene ansias de ir allá! Nos pasamos toda la mañana en la playa de nuestros
proyectos construyendo castillos de arena en la agenda, y olvidamos las olas.
Olvidamos que las olas del tiempo se llevarán nuestro edificio en mucho menos
tiempo del que utilizamos en levantarlo. Las olas de la vida vienen en
distintas intensidades. A veces vienen como una enfermedad, otras veces como
una bancarrota; algunas veces vienen con las elecciones presidenciales o nos
llega el menos esperado pero inminente tsunami de la humanidad, la muerte (Heb.
9:27). ¡Que frustrante! ¡Que ironía! Lo
que ayer eran las torres más famosas del mundo, hoy son sólo un recuerdo, un
recuerdo de una gloria pasada que hoy sobrevive en ruinas; lo que ayer fue un
poder al que no se le veía fin, hoy es un presidiario de guerra en una famosa
cárcel de Miami. Las olas vienen y se llevan todo… sin compasión, sin
miramientos. Algunas veces demoran, pero siempre llegan, y siempre hacen muy
bien su trabajo: llevarse todo lo que teníamos.
Un muy conocido poeta escribió de este mundo de consumismo: “Quesos, cosas, casas… quesos para estar
vivo, cosas para adornar la casa que crees tuya mientras puedas respirar”. Y
un muy conocido y viejo himno dice: “El
mundo no es mi hogar”; es tan viejo que ya lo olvidamos, estamos tan
ocupados que no lo recordamos, aunque en el silencio él sigue predicándonos:
“Este mundo no es tu hogar”. Este avión no es tu casa; este tren no es tu
hogar; este bus llegará a su destino, y tendrás que bajarte de él. Todos
tendremos que hacerlo, tarde o temprano.
David, por el contrario, sí se regocijaba con la idea de decir adiós a
su casa. A él no lo ataban cuentas bancarias (aunque era un millonario), ni
mansiones lujosas (aunque uno podía extraviarse tratando de pasar de su comedor
a la sala); no lo detenían aspiraciones profesionales ni se aferraba a este
mundo y sus pasiones. Él quería algo más, algo mucho mejor. Quería recibir lo
nunca más podría perder, lo que nunca le podrían quitar. Anhelaba la casa que
no hay que pintar ni remodelar ni pagar; la que no remecen temblores y
destruyen incendios. La casa donde no entran ladrones ni se banquetean las
polillas (Mat. 6:20). Al llegar a la conclusión de uno de sus salmos más
aclamados, más predicados y más recordados (Sí, el Salmo 23), escribió: “Ciertamente el bien y la misericordia me
seguirán todos los días de mi vida, y en la casa del Señor moraré por largos
días” (v. 6). Aunque vivía en un palacio, rodeado de lujos y siervos;
aunque con un chasquido de sus dedos podía tener a sus pies cuanto su corazón
deseara (¡hasta la esposa de otro en una ocasión!), NADA de eso le daba plena
satisfacción. TODO eso no era suficiente para darle la felicidad. Ni será
suficiente para usted ni para mí. Todo lo que tenía y podía tener como rey que
era no era lo que su corazón anhelaba. Y es que, como más tarde escribió el
hijo de este hombre, Dios ha grabado un suspiro por lo eterno en el corazón
humano. Ha puesto en nuestros genes un anhelo profundo por lo perdurable, lo
permanente (Ec. 3:11). Desde que nacemos, entonces, nuestro corazón ya viene
palpitando con un mensaje que no todos logran descifrar: “ESTE MUNDO NO ES TU
HOGAR”. Estamos de paso, de visita. Nuestra estadía es temporal y nuestra
actitud mientras estemos aquí debe demostrar eso. Somos peregrinos, viajeros
que han hecho un alto necesario aquí pero cuyo destino se encuentra en otro
lugar, más adelante, más allá de lo que vemos, más allá de lo que conocemos.
Entonces hay esperanza para el indigente como para el rico. Para el uno
habrá un hogar como el que nunca pudo tener, para el otro hay un hogar como el
nunca habría podido tener. Un hogar para todos, para todos cuantos quieran ir a
él mediante Jesucristo, quien es el Camino único para llegar allá. Si usted
quiere algo mejor, si anhela algo que no se acabe, algo que no haya que estarlo
mudando; si desea algo mucho mejor que cualquier cosa que podamos encontrar en
el diverso material, entonces tendrá que estar preparado para decir adiós a
este mundo material. Sólo así estará listo para el día cuando pueda entrar en
aquel al que nunca tendrá que decirle adiós. Su hogar, mi hogar, la casa de
nuestro Padre celestial. Allí “muchas moradas hay”. Cristo vendrá y nos llevará
con Él y diremos a este lugar un definitivo “adiós”. Una despedida para
siempre, por un recibimiento por siempre.
Este 2004, cuide su casa, ame su lugar, después de todo es el que Dios
le ha asignado y debe vivir en él con dignidad. Pero, no se acomode mucho en el
asiento ni lo decore, no le de demasiado valor al boleto de su viaje y diga
como Pablo: “…partir y estar con Cristo
es muchísimo mejor” (Filip. 1:23). ¡Adiós 2003! Pronto diremos “adiós” a
todos los calendarios, pues en la casa
del Señor moraremos por largos días. ¡Amén!
Para la despedida de año 2003 en la
iglesia de Cristo en Los Andes, David)