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En la parte superior de la breve escalinata, sentado sobre el borde del tranco que hace de tope a la vieja puerta de la ermita, allí donde en los tiempos pasados, oficiaba con el agua bendita y los libros sagrados, aquel cura gordo y de gran testa, llamado Benito Calleja, más conocido por el apodo de: "el romerito" debido éste, a su gran afición por los toros y por la fiesta, se encuentra entre pensativo y vigilante ese nuestro hombre, siempre afable y de buen talante que hoy, por ser la fiesta del patrón del barrio en el que él habita, porta en su diestra aquel bonito bastón de nogal que por sus setenta años, su yerno Martín le viniese a regalar. También lleva con un cierto estilo, pantalón de lino negro, camisa azul de algodón, pañuelo blanco de seda y su chaleco gris de tergal; y en él, un pequeño bolsillo, del cual mete y saca a menudo el reloj con su siniestra, para mirar y ver si se acerca ya la hora de su sagrada siesta. Lleva además unos llamativos calcetines color blanco y añil, a juego con los ribetes de esos zapatos que ahora se estilan por aquí.



Su figura que no es rechoncha si no más bien dotada de una cierta esbeltez, no delata mucho la huella que las fatigas y el tiempo fueron dejando sobre él; y sólo por las arrugas de su frente y de su cuello, uno se puede dar cuenta de que sus órganos, al igual que sus huesos y que su piel, están más pasados que un higo, de los que daban las frondosas higueras de TorreAlver. Sin embargo, cuando con él se ha hablado -dialogado o departido- uno se lleva la sensación de que por dentro de sus arterias y de sus venas corre a borbotones la sangre de un jabato, la sangre de uno de esos hombres que nunca dan nada por perdido, la sangre de quien a nada ya teme por haber estado en más de mil hechos curtido y, ¡lo que es la vida!, para aquel hombre de buen corazón, ya no había sitio en la tierra en la que había nacido. Y él, harto de tanta hipocresía, de tanta miseria y de tanta censura, así como de la presión que sobre la sociedad ejercía esa minoría "canalla" que al parecer nunca tendrá cura, terminó percatándose de que para él, en su tierra natal no había salida, y un buen día, escamoteándose y ocultándose como mejor podía, se vio obligado a salir pitando de ella desde aquel hermoso y ahora lejano puerto de Vigo, sin saber ni cómo, ni cuándo, ni si alguna vez regresaría.
Su periplo fue un completo fiasco, en todos los lados pagó las del novato; pero su afán de progresar le llevó hasta a cruzar el gran océano; primero fue a Terranova en busca del fletán a bordo de un gran buque bacaladero; luego, abandonó las aguas frías y, en dejando atrás el mar de los Sargazos cruzó el Canal del Viento, navegando por todo el Caribe a bordo de un petrolero. Luego... después de pasar una temporada deambulando por la Guaira, retornó a Maracaibo, desde donde volvió a subir bordeando las tierras colombianas y de Panamá, hasta que por fin pudo enfilar el Canal del Yucatán para ir al Mar de Cortes. Así fue y vino una y otra vez, hasta que se decidió a recalar en las costas de la Sierra Madre Oriental; primero lo hizo en Tampico, hermosa ciudad donde a pesar de su empeño, poco o nada pudo progresar; luego, prestando servicios de estibador, se enroló en una gabarra que recogía las mercancías entre Matamoros y Corpus Christi por el norte, y Tuxpán y Veracruz por el sur; pero en esa ocasión y aunque puso ganas y tesón, tampoco pudo ser y... después del quincuagésimo viaje, desistió de seguir haciéndose pasar por un marinero, y terminó afrontando su triste realidad, de ser más un desconcertado exiliado que un simple emigrante, desconocedor de su prometedor paradero.
Él que llegó como por casualidad a esas tierras hispano-americanas de promisión y de paz, con la talega vacía, sin mucho que ofrecer y con bastantes desgracias que olvidar, optó por vaciar su conciencia y también sus bolsillos, para que nada, nada, como ferviente luchador republicano, le pudiese delatar. Ahora, con casi todas las páginas del libro de su vida ya pasadas, rememora en todo momento y para sus adentros, aquellas escenas de su más de media juventud vilmente asesinada por una contienda fraticida y por una post-guerra -continuación de la guerra por otros métodos- demasiado alargada y rapaz, a la que los vencedores dieron lugar, encargándose de llenarla de venganzas, de vergüenzas, de hambres, y de carencias de todo tipo de libertad.
Él, un hombre más bien anodino y que a simple vista parece no tener ni siquiera historia, a menudo le cuenta a su pequeño nieto, sus avatares, sus anhelos primeros y sus penas más hondas, sin obviarle en ningún momento, detalles sobre sus sufrimientos morales y corporales ¡y cómo no!, tampoco sobre sus andanzas infantiles y sobre sus trapisondas juveniles; y también, cuando se encarta, enhebra la conversación con las amistades, las más, de su edad y condición; y así entre queriendo y sin querer; unos y otros reviven cuanto en su lejana España, un día ya lejano les vino a suceder.
Él suele contar, cuando el que entabla la conversación es de fiar, que fue yendo de cárcel en cárcel cuando empezó a sentir el dolor de ver, como ya y para siempre, se le resquebrajaba ese...