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¡Callaron los ruiseñores... dejaron de cantar! El silencio se hizo inmenso cuando el reloj de la torre que hay en la plaza dejó de tañir las campanas de sus acordes, para indicar a los noctámbulos que pasaban ya de las cinco y debían de irse a acostar. En las calles adyacentes, el bullicio hacía tiempo que había cesado, ya sólo quedaban algunos operarios que limpiaban afanosamente la porquería que en las aceras y en la calzada, habían ido dejando las gentes durante la festiva jornada.
Se agotó el día y con él, la juerga que se celebraba en honor del Patrón que en el barrio se veneraba, pero algunos, los más jóvenes, pronto estarían de nuevo dispuestos a concursar en las diferentes cucañas, y a batallar para junto a su "chola" en la verbena bailar.



En el horizonte, el rey sol ya empezaba de nuevo a despuntar, y en esa mañana del domingo, era costumbre antigua, ir en familia a misa de diez para luego, inmediatamente, desplazarse en grupos por la Avenida de los Egidos -la principal- luciendo las mejores galas que cada uno se había podido comprar. Mientras, y hasta las tres, en la adyacente Plaza de San Andrés, forasteros, jóvenes y vecinos, comenzarían la tomatina -batalla campal, donde el tomate rojo y blando era el arma única- junto a las mangueras y baldes de agua que ejercían de complemento ideal, para quienes del preciado líquido se quisieran empapar. ¡Parecía más que una fiesta, una salvajada, pero eso era lo más divertido y refrescante de la jornada!
A las seis, una hora más tarde, mientras el pequeño Manuel aún duerme plácidamente, el abuelo, tumbado en el catre que tiene a su lado, inquieto se rebulle... esa noche tampoco pudo conciliar sus fantasmas con la realidad, ni ese sueño que tanto y tanto le rehuye.
¡No... No fue el mal del insomnio el que le impidió bien descansar!... ¡No, tampoco fue esa especie de vigilancia que de vez en cuando, sobre el dormir de su nieto debía de practicar!... Fue... Fue más bien, ese regomello que se instaló en su interior después de aquella velada junto a su familia pasada, en la que, de sus vivencias se hablara. Fue quizá, el que aquello le hiciera caer en la cuenta, de que ya eran muchas... demasiadas, las primaveras que a lo largo de su cuneta... tiradas y sin provecho quedaran. Fue... seguramente fue ese cúmulo de vivencias y de recuerdos que ahora se empezaban a agolpar en él. ¡Ahora!... ¡Justo ahora! cuando ya notaba en su ser, el inicio de ese fatídico camino que sin remisión nos lleva por la pendiente del fenecer. Por eso, cada vez que de nuevo ve al sol resplandecer, mira y mira la cuenta que marca su reloj del interior, y calladamente anota en su subconsciente... ¡uno más y otro menos... pero, qué le vamos a hacer!
Hacia las siete, su hija se levanta. Va con la bata azul, y sin apenas hacer ruido, avanza arrastrando las chanclas; luego, ya en el pasillo empuja despacio la puerta de la habitación, donde teóricamente descansa su padre y duerme su vástago varón. Padre e hija se saludan con la mano para no despertar al dormilón; ella está conforme y satisfecha... nada les pasó a ninguno de los dos, y por el aspecto, al abuelo aún le funciona bien el "coco" y también el corazón; y para más bendición, amanece en paz que no es poco. Así, sin peinarse las greñas, va primero a la cocina que anoche con el "lote" de hablar, quedó de bote en bote, y para el desayuno no le queda ya, ni un cacharro limpio para usar. Mientras friega cucharas, platos y vasos, se prepara su leche con canela; y a su padre le calentará su mejunje de hierbas, a las que luego él le añadirá su chorreón de anís, su cucharada de miel, y su poquito de jalea real. Para su esposo Martín, prepara café con leche y un par de tostadas, y para los más pequeños, su tazón de cacao con galletas y ensaimadas.
Antes de las nueve ya está toda la tropa levantada. Manolín se duchó con su hermana, luego lo hizo el abuelo que también se afeitó con cuchilla, brocha y jabón, aunque un poco al vuelo, y después, le tocó el turno a su yerno, quedando para el final -como siempre- la hija, esposa y madre que es quien se encarga de, al terminar, todo lo ensuciado limpiar.
Cuando todos están arreglados -las mujeres perfumadas y maquilladas; y los hombres peinados y maqueados salen de la casa; van camino de la Ermita del altozano del parque, porque la iglesia de la plaza queda aún más lejos de su casa. Madre e hija van delante charla que te charla, detrás les sigue Martín, que lleva sujeto de la mano a su pequeñín.
¡El muy tunante, prueba y prueba a soltarse para poder ir corriendo y saltando delante!
El abuelo, trajeado y con su bastón de puño niquelado, avanza despacio, porque sus articulaciones ya lo tienen casi noqueado; y porque lo que debería de oír, ya lo tiene más que sabido, oído, vivido y olvidado. A veces se pregunta el porqué de tanto acudir allí, si incluso el que la misa va a celebrar, desconoce tanto como los demás, si es que su propia alma se va a salvar. Él ve con más valor, el ser bueno en la vida y sano en el corazón, y además, el tratar a los demás como en los evangelios, dicen que dijo el mismísimo Dios.
La familia sube tranquila por la exigua escalinata, ninguno repara en que el viejo se va quedando atrás. ¡No es que eso no les importe!, es que saben que siempre se queda rezagado, para luego, cuando todos los partícipes hayan entrado, quedarse en el alféizar de la puerta, a esperar.
A pocos metros del primer peldaño, observa la escena que tiene lugar entre una vieja gorda que pide limosna y Half, un cura de la Teología de la Liberación -esa que lucha por acercar la Iglesia más a los pobres que a los que tienen "mogollón"-. La mujer está grasienta y sucia, viste de trapos y en su cuello, lleva dos enormes pañuelos trenzados de harapos; en su mano porta un bote de hojalata que con algo de miedo, siempre le acerca al hermano. Half le echa una moneda de cien pesos -antes nunca vio que le echara nada- ella se ríe sin dientes e inmediatamente esconde la moneda en su faltriquera, a la par que le dice: "Padre, póngame una moneda de un peso... la de cien... pasa cualquiera como yo... más joven, y me la quita." Half, entre sorprendido y sonriente le contesta: "¡Ya no se puede uno fiar de nadie!..." Y se ríen los dos, él... todavía con dientes.
Cuando Half la deja y sube los escalones de dos en dos por las prisas que lleva para celebrar, él se aproxima y le echa el peso de rigor... como ya es costumbre entre los dos. La mujer que conoce algo de su historia y de lo que sufrió, porque en dos veces enviudó, le toma con afecto su mano para transmitirle resignación, él la mira en silencio, y ella... ella con un hilo de voz le comenta:
-Sabe usted don Bartolomé... mi hija es joven, sólo tiene veinticinco años y ya es madre de tres hijos. El padre es de la misma edad, pero está preso por robar... pero es que no tenían ni comida para poderles dar. Los niños tienen ahora siete y cinco años, y la niña sólo tres -más o menos el tiempo de su nieto Manuel- debían unos meses el departamento. La morada fue al derribo... hace ya, llegaron los obreros y también las autoridades que pusieron a toítos los vecinos de "patitas" en la calle. Los echaron, ¡eso sí!, en nombre de una "administración"... la misma que había buscado cobijo para aquellos que sí estaban al corriente del pago. La joven madre, lleva muchas noches dormidas junto a sus hijos... en plena calle, desde entonces, aprendieron lo que es mendigar, pasar verdadera hambre y tener siempre sueño... y mire usted don Bartolomé, aquella noche... la primera... era cuando empezaba el invierno.
Nuestro hombre, compungido porque de ella, aquella historia jamás había sabido, echa mano de los doscientos pesos que para golosinas y su "postura" había traído y, en sacándoselos del bolsillo del chaleco, va y se los pone en la otra mano, deseándole que al menos, con lo que recogiese cuando las gentes de misa saliesen, todos ellos, de algún perol, algo caliente comiesen.
Como siempre, al llegar a su lugar de espera favorito, deja sobre la pared el bastón y como puede se sienta; luego, y aunque hoy lleva firme la convicción de no quedarse "frito" apenas pasan unos minutos y ya empieza a quedarse más "roque" que un chorlito. Así, medio despierto medio sonámbulo, empieza a calibrar, sobre si lo que le había contado la vieja era sólo un bulo, o si de veras sería verdad. De ser conforme a la realidad ¡menuda papeleta que a la vieja le tocaba lidiar! De ser sólo un embuste, ¿con qué cara y con qué fuste podría volver a pedirle a nadie más?
En esto estaba, cuando sin querer empieza a divagar; pero... es que los pobres se han de valer de todas las estratagemas posibles para sacar dinero, como diría en la misa Half. Pero... ¡y yo! ¿lo haría? Quizá no, o quizá lo haría más, aunque debo de reconocer, que eso de mentir, pedir, inspirar...