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Pudo ser en otro lugar, pudo ser en otro día, pudo ser el final de otra vida; pero me parece recordar que fue para San Pedro, cuando dejó de sufrir aquella larga agonía.
Su vida fue un duro calvario al que nunca le vio la salida; de pequeña, pobre y desatendida; eran muchos en casa, eran demasiados para tan poca comida; los vestidos, los calzados y la ropa interior un poco más fina pasaban de madre a hija, de hermana a prima, de tía a sobrina.
El entorno siempre le fue hostil, la gente de allí era brusca y vulgar, no había cultura; pero a todas las horas abundaban las timbas de cartas y los juegos de azar. Pertenencias, casi nadie tenía y sólo quien era ruin algo podía.



Eran tiempos oscuros, donde la alegría de la niñez quedaba sepultada por los trabajos duros, por las falsedades, por los temores, y por todo aquel laberinto de necesidades.
Eran tiempos de ayunos y de abstinencias forzadas, de muchos rezos y de pocas algaradas. No había pan, ni tampoco con qué acompañarlo; quien estaba en la brecha, algo estraperlar lograba, otros ni siquiera soñarlo intentaban.
Eran tiempos difíciles, difíciles y aciagos como puedan serlo los que más. Eran tiempos de miedo y, también, de falta de libertad.
Así, entre silencios y llantos, fueron creciendo ellas y otros tantos. Siempre estuvieron delgadas como las cañas; duras como las piedras; firmes en sus colores; bellas como las flores, y cada una soñaba con formar su propia familia y en conocer la miel y la hiel de los amores.
Pronto en el campo todas tuvieron que trabajar aquellas duras jornadas de sol a sol, con menguados haberes y sin poder protestar. No había días libres, no había santos ni fiestas, sólo algún que otro paseo en las tardes y algunos ratos de siesta; tampoco había diversión y sólo algún exiguo teatro, alguna vez a la villa se acercó. Eran simples comediantes, avispados humoristas, consagrados cantaores y demasiados simuladores que, viendo terminada la cosecha, iban de pueblo en pueblo, a llevarse los ahorros, a llevarse los sudores.
Hasta que pasó mucho tiempo, no hubo más asueto en su destino, que el rato de comer un trozo de pan y un poco de tocino; unas pocas de aceitunas, algunas uvas pasas y el enjuagarse la boca con un trago de agua o de vino.
En lo que salía se ocupaban; hoy labraban; mañana sembraban; pasado escardaban; después, las hojas y los tallos curaban, y en llegando la época de recolectar, más y más se afanaban.
Si los días eran cortos, ellas, a fuerza de coser, lavar y planchar los alargaban. Mientras tanto, algún comentario, alguna risa, algo de higiene y a dormir a toda prisa. A la mañana siguiente no habría piedad entre las gentes y, desde muy temprano, andando que te anda habrían de padecer el frío y la escarcha, sin ningún miramiento hacia los sabañones de los pies, o al rechinar de los dientes; para entrar en calor, más deprisa habría que trabajar; y sólo en las mañanas frías de duros y espesos hielos, cuando se les ponían rojas las caras, ateridos los pies, y como témpanos los dedos de las manos, sería cuando el manijero o el amo, autorizasen a que ardiese la hoguera en el majano.
Allí, cuando apenas al corte llegan, a hurtadillas a la lumbre se acercan y atizando con un buen palo las astillas, recogen del fuego alguna piedra caliente, para tenerla como patata asada entre sus manos, aunque les siga fría la nuca, aunque les sigue vacío el vientre. Es la sabiduría popular que para estar en forma inventa, cuando la necesidad es acuciante, cuando el cúmulo de las trampas aprieta y cuando resulta cuestión de vida o muerte el poder trabajar. Aprisa iban y venían del fuego al tajo; a nada le hacen ascos; igual conforman las gavillas, que cinchan los haces o atan a orejeras los sacos; y hasta parecen fugaces mariposas que a la luz de las farolas revoloteasen, esperando a esa fuerza del sol creciente, que al frío hielo, con sus dorados rayos sin piedad reviente. Cuando avanza el día y se levanta la mañana los fríos se aplacan, las flores se ajan; y ellas, como son jóvenes, trotan, cantan y bailan, y sobre todo, trabajan, trabajan, trabajan.
Pasan los días, pasan los albas y las cosas, lejos de arreglarse empeoran, nada a mejor cambia. Los que tienen nunca sueltan; los que piden siempres se enrabian. Dicen las gentes que desde que se fue el rey, hay alboroto en las calles, hay gresca en las cámaras; que hay dos banderas al viento con sus gentes que las aguantan, y que nadie sabe en verdad, lo que por ello les aguarda.
Los que anhelan, presionan, piden para sus gentes más igualdad, más comida, más ropa de abrigo, más medicinas y mantas; nada bueno se barrunta; habrá relámpagos; habrá tormenta; habrá que estar codo a codo, como lo están en el prado las vacas, como lo están en el arado las mulas, cuando el gañán, les ciñe al cuello la yunta.
Los jóvenes, al retornar de sus peonadas, de todo quieren enterarse y por doquier preguntan; están a la que salta y, por eso, suben a la plaza para que les informen los ancianos, para ver los pasquines, para inquirir una respuesta de las otras gentes desocupadas.