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Su madre, que la observa, se alegra, porque sabe de sus rezos y de sus noches en vela, por eso le aconseja y le promete cuanto esfuerzo y ayuda darle pueda.
Él se aproxima, llega, la saluda, la mira, la besa y, tembloroso, le cuenta que llegó siguiendo los pasos que le fue marcando el latir de su corazón, que viene huyendo de la soledad, que tiene algo nuevo que contarle, pero que no acierta ni sabe cómo empezar.
Los dos sienten miedo de equivocarse, pero deben decidirse pronto, quizás luego ya sea demasiado tarde, o no les guste lo que más allá, les tiene preparado la fría realidad.
Ella le cuenta su amarga vida, sus penurias, sus necesidades, sus deseos, sus flaquezas y la fatalidad de no poder por sí misma espantar la soledad. Él le coge las manos, le besa la frente y, confiando en su fe, le promete que todo irá bien, pues él también está igual, pasó por eso mismo y también por la viudedad, su difunta deseaba tanto como él tener hijos para gozar de la paternidad, pero el destino traicionero, en el parto, se la vino a arrebatar, dejándolo desamparado y en la más dura soledad.
Ella se aflige, él la consuela y, no sin trabajo, logra hacerle ver que ya no importa, que todo pasa, que todo llega, que todo cambia, que nada queda, que hay que resignarse y seguir, porque esa es la única filosofía verdadera.
Ella asiente; lo sabe por la experiencia de tantas vicisitudes como tuvo que remontar, por las ganas de vivir que tuvo que aflorar y por tantos y tantos obstáculos que tuvo que salvar en su difícil caminar. Por ello lo entiende y junto a él asume que tarde o temprano, lo que haya de ser, será; que en los tiempos presentes del día a día no tiene mucho valor el pasado, pues lo pasado quizás no llegue a ser más que un vago recuerdo, nacido ya recuerdo desde el mismo día en que el hecho ocurría.