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Habían andado un buen trecho cuando decidieron descansar en un recodo del camino; sentados en la linde cambiaron impresiones, abrieron las barjas, tomaron algo de engañifa, cortaron algo de tocino y le dieron unos cuantos tientos al vino.
Algunos protestaban porque la marcha querían agilizar, otros callaban y descansaban, y alguno en voz alta se atrevió a preguntar, si después de todo, valdría la pena abandonar familia, enseres y hogar.



Hubo algún silencio y terminaron mirándose los unos a los otros como queriéndose animar; la cordura se abrió paso volviendo de nuevo a brillar y en éstas, dieron por terminado el descanso y otra vez, juntos y en silencio, comenzaron a caminar hacia abajo. Pasaron largos minutos y, una vez más, los que iban en cabeza volvieron a escuchar a los rezagados que de nuevo se ponían a hablar; pero ya no había temores, ya no había disidencias y sólo se escuchaba unanimidad; pusieron oído y les oyeron comentar:
¡Que nadie olvide que todos llevamos en los ojos un río de lágrimas! ¡Pero que es necesario salir de casa para progresar!
¡Hay que buscar una tierra limpia, donde poder morar! ¡Hay que tener una nueva base donde construir nuestra felicidad!
Así, cabila que cabila, avanzaban por la trocha en dirección a la estación, forjándose castillos en el aire y nubes de ilusión. Atrás quedaban los niños, los abuelos y los padres; cedían las ligaduras que les sujetaban, y todos, sentían las lágrimas de la emoción al ver que muy lejos se marchaban.
Cuando llegaron, soltaron los apechusques en un rincón; y, mientras unos sacaban los billetes de tercera y hacían acopio de información, otros, llenaron de nuevo sus botas, y todos, esperaron al tren de la medianoche, sentados en la sala, frente a la estufa de carbón.
Cuando silbó la máquina de vapor, ya se estaba estacionando en la vía del andén y todos recogieron rápido sus bártulos, para por la misma puerta, intentar subir al tren; el factor impaciente se desesperaba, pues veía que si habiendo otras puertas, ellos no se repartían, el tren se retrasaría; por fin estuvieron todos dentro y la máquina empezó a resoplar, reanudando su alegre tacatacatá.
Pronto su velocidad haría resonar el viento, aunque luego, con los adelantos venideros, todo eso nos pudiese parecer que era lento.
Allí, por todos lados y de cualquier manera, dormitaban en sus asientos de madera ya viejos y destartalados; unos reposaban sus cabezas sobre otros y los demás, en el pasillo sentados, y a ratos, hasta tumbados, pues, aunque no habían ni mediado su largo viaje, ni el día a venir se atrevía, el monótono traqueteo ya les podía; no estaban acostumbrados a viajar, y el sueño, implacable, les vencía. La noche era cerrada y fría; el convoy sin paradas, todas sus luces apagadas y una luna tímida que a salir de entre las nubes se resistía.
Apenas había paisaje y, por eso, a las ventanas cerradas, por espejos tenían.
Las horas pasaban, mientras el tren, gimiendo por las trincheras, resoplando por los túneles, silbando por los puentes y ronroneando por los llanos, ligero avanzaba. Se abría camino entre el viento frío y el agua mansa, iba venciendo a la noche, iba buscando el alba. En su interior todo está tranquilo, todos duermen a la ferroviaria y, mientras, el revisor pasea solitario por los largos pasillos montando la guardia. No para en sus rondas; aquí informa, allí avisa, ahora llama, luego conversa, después regaña y siempre vuelve para ayudar a subir o bajar a alguna anciana.