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Y Ambos, entonces, acuerdan que no hay tiempo que perder, que lo mejor es hacer un hueco en la carga y poner en ella, y con mucho tiento, a la enferma, su mujer, tumbada sobre una hamaca, y así, con sumo cuidado, intentar llegar hasta el Vadollano, de donde a diario y múltiples veces, arranca el trenecillo que sube a Linares, pues, una vez allí, podrían tomar algún auto público, de los que tienen la parada junto a las Destilerías Romar, para que la llevase con la máxima urgencia al cercano hospital.



Así lo piensan y así lo hacen, sacan de la furgoneta alguna capacha y dejan un buen hueco, para que también vaya Fe la de Quintín, o bien Graciela, Belén o Almudena Acha, que son sus otras vecinas; mas éstas, prefieren encargarse de la casa y el viaje declinan en favor de la muchacha.
Con mucho cuidado, suben a la enferma, y la hija que va de acompañante, sobre los bultos se sienta; lleva la chica encima una carga de toallas limpias como si tuviese que ir atendiendo a una parturienta, pues la cosa aquí es similar, si se tiene en cuenta, que esta improvisada enfermera debe de ir poniéndoselas a su madre, en las partes más íntimas, pues sólo así se podrá tratar de cortar esa hemorragia tan grave y, que se le vino encima de una forma tan traicionera y supina, según el vulgar decir de sus vecinas.
Ella así lo va haciendo, aunque está muy sofocada, pero es despierta y cumple bien su cometido de enfermera improvisada.
El auto, sucio y cochambroso se desliza con cuidado por la difícil carretera, va evitando los baches y los derrapes de las enrevesadas curvas y contracurvas que llevan hasta el pie del valle -va circulando con prudencia, quiere tener el detalle de que la enferma se sienta cómoda y segura en esta certera aventura- pues una vez allí, ya podrá avanzar más y más, hasta dejar atrás las balsas del alpechín; luego, enfilará la recta que a las Cabrerizas con la Marquesa conecta y, en llegando al cruce del Pueblo Nuevo, para en el stop, y bajándose, se asoma a preguntar cómo está la enferma, por si hubiera de acelerar un poco más. La chica le indica que no, que es mejor ir despacio que a lo loco, que la hemorragia, la logró cortar hacía poco, que su madre parecía estar más tranquila, que a pesar del susto y de lo escandaloso de la sangre, todo había mejorado un poco.
Los hombres al ver mejorar la situación, respiran hondo y acuerdan seguir, pues una vez ella en el hospital, bien la reconocerán, puesto que pronto le toca su revisión periódica y, así el personal, podrá aprovechar la ocasión, por si hubiese que mediar alguna operación.
Cuando pasan el puente del Piélago, el conductor pone la cuarta y acelera, pues de todos es sabido que, cuando llega la hora de partir, ningún tren espera. Y sin embargo, en esta ocasión, el jefe de la estación un poco alarmado por el bullicio que iba armando el desvencijado cacharro con su motor y su claxon, se asoma a la punta del andén y observa cómo se aproximan blandiendo ese trapo blanco, en señal de urgencia y de llanto; entonces, y como una exhalación, toma al mozo del brazo y entre ambos, rápidamente preparan la camilla de socorro y, sacudiéndole un poco el polvo, la llevan junto al carril que hace las veces de torno, y que impide el paso al andén, de los carruajes y de los animales que llevan puesto el arnés.
Como el personal es previsor, cuando llegan, todo está preparado; y con presteza y profesionalidad, a ambas las acomodan en el departamento que siempre se les reserva a las autoridades, a la guardia y al revisor; este, coopera en la ubicación y prepara la unión de las partes salientes de los asientos, con el fin de dejar improvisada una especie de cama, tal como lo requiere situación tan delicada.