El mundo es un pañuelo
El mundo es un pañuelo, y el pañuelo es peruano. Lo compruebo una y otra vez. Y esta vez es en respuesta a mi amigo Juan Morillo Ganoza quien, desde Beijing, me pregunta si en el Lejano Oeste norteamericano, donde yo vivo, es fácil encontrar peruanos.
Antes de responderle, les cuento a ustedes la anécdota que motivó su interés. Le decía por e-mail que, durante mis recientes vacaciones en el Perú, había descubierto que también la comunicación cibernética se había convertido en "informal" en nuestro país. Ello ocurrió un martes del mes de julio en que se vencía el plazo que me dan varios periódicos para que les envíe esta columna semanal y yo no tenía una computadora a la mano para redactar la nota, ni un correo electrónico para hacerlo llegar hasta mis lectores.
Estaba sumergido en esa preocupación cuando, en los alrededores del Palacio de Justicia, ubiqué a un hombre provisto de un banco, una mesa y una computadora portátil. ¿Sería aquella la solución, al menos parcial, de mi problema?... Me acerqué al "escribiente" y pude leer en un cartelito puesto sobre la mesa que, además de llenar solicitudes y ayudar en algunos trámites legales, ofrecía el servicio de redactar documentos y, por fin, increíble pero cierto, mensajería electrónica.
"¿Viene usted para que yo le escriba una solicitud? ¿Quiere que le redacte un documento? ¡Cómo que no quiere que se lo redacte!". "Entonces, ya lo trae escrito. Déme el papel para copiarlo. ¿Que lo tiene en la cabeza y que me lo va a dictar? ¡Oiga, joven, no me haga usted perder el tiempo!"
Por un sol más, aceptó que yo le dictase el artículo, aunque después de cada párrafo meneaba la cabeza y me llegó a preguntar si estaba yo "rayado". Al final, pasó el documento a un disquette, me solicitó la dirección electrónica y me pidió que lo esperara un momento. Con la mirada, pude seguirlo hasta una oficina de copias fotostáticas, servicios de Notario y tal vez aplicación de inyecciones. Supongo que, desde un e-mail de ese lugar, envió el mensaje. Diez minutos más tarde, el problema estaba solucionado.
Por el hecho de estar tan lejos y de no haber visitado la patria en muchos años, mi amigo Juan tarda en creerme y me hace la pregunta que motiva esta nota. Entonces le cuento que hace poco tiempo fui a Salt Lake City, en Utah, para ofrecer unas conferencias sobre religión informal. Un grato acontecimiento fue conocer allí a un anciano y brillante teólogo alemán cuyo nombre es Hermann Schroeder, quien se encuentra en ese estado desde hace varios años investigando la religión de los mormones.
Gracias a mi amigo, pude conocer lugares del templo que están vedados a los profanos, así como entrevistar a varios líderes religiosos a quienes el doctor Schroeder había convencido de nuestro interés académico pese a profesar él y yo religiones diferentes de la que es mayoritaria en Utah. Al final de un largo y provechoso día, me encontraba en la casa de la familia Schroeder haciendo la sobremesa de una excelente comida bávara que la esposa del teólogo había sazonado. Allí, en la sala, comenzó una inacabable sorpresa.
Desde el sillón donde me hallaba podía divisar a través de la ventana la casa de los vecinos de enfrente, en la que diversas luces de colores se encendían y apagaban como si se tratara de una fiesta. Dejé de observar la casa para fijar la atención en mi anfitrión, quien me ilustraba sobre la catequesis en los documentos de Basilio de Cesarea (330-379), Ambrosio de Milán (333-397) y Gregorio de Nisa (335-394), pero cada vez que el sabio dejaba de hablar, las luces sicodélicas de sus vecinos me llevaban lejos de la charla erudita. Una pregunta temible cruzó entonces por mi mente: ¿Vivía el doctor Schroeder enfrente de una casa de diversión, de un antro cualquiera, de un lugar de mala nota? ¿Podían estar tan cerca el cielo y el infierno, la biblioteca y la bôite?
Habíamos pasado ya al capítulo de las grandes herejías y el teólogo alemán desenvainaba la Summa Theologica de Tomás de Aquino en cuanto ésta justifica cualquier tipo de represión, incluso el juicio seglar y la muerte, contra los culpables del pecado de herejía. Algo horrible ocurrió entonces: ya no fueron simplemente luces sino una música escandalosa lo que comenzó a interrumpir la lectura en latín que el teólogo no había terminado aún. En castellano, la supuesta música con un probable ritmo de valse hablaba de herejes. ¿Sería la casa de un teólogo rival? ¿Sería acaso el templo de una secta infernal? Lo peor de todo es que mi carro estaba estacionado justamente frente a la puerta de la casa maldita, y que al salir iba a tener que escuchar el resto. Una media hora más tarde me despedí.
Estaba entrando en mi carro cuando la puerta supuestamente maldita se abrió y dejó que se escuchasen por completo las voces desentonadas de dos grupos que cantaban al mismo tiempo. Uno de ellos decía: "Si te vas de mi lado, china hereje..." y el otro le replicaba: "Aaaaaquí está la Pasionaria/ los poetas cuando cantan...". "Vaya al diablo el perrito y la calandria..." Enfrente del grupo de jaranistas peruanos que luego apareció, no tuve menos que pensar que el mundo es un pañuelo y que ese pañuelo es peruano.