La rebelión de las cosas
En el Popol Vuh, la vieja biblia de los maya-quichés, varias veces son creados los hombres, pero el proyecto fracasa otras tantas hasta que los dioses fabrican un hombre de maíz, y es de allí de donde vienen nuestros primeros padres. En una de las creaciones frustradas, nuestra especie es castigada, derrotada y expulsada del paraíso por una rebelión de las cosas.
"Y esto fue para castigarlos porque no habían pensado en su Madre, ni en su Padre, el Corazón del Cielo llamado Huracán... Llegaron entonces los animales pequeños, los animales grandes, y los palos y las piedras les golpearon las caras. Y se pusieron todos a hablar; sus tinajas, sus comales, sus platos, sus ollas, sus perros, sus piedras de moler, todos se levantaron y les golpearon las caras..."
Esas son las cosas que se nos han rebelado y que ya escapan de nuestro control cuando está a punto de terminarse el segundo milenio, y ellas pueden decretar, como en el texto religioso de los antiguos americanos, la propia extinción del hombre, o acaso una espléndida forma de serlo.
Por lo pronto, junto al milenio, lo primero que se está terminando es el empleo. Según Viviane Forrester en El horror económico, los conceptos de trabajo y de desempleo se están confundiendo peligrosamente y la frontera entre ambos desaparecerá pronto. Por su parte, Rifkin es más preciso aún cuando asevera que, en la actualidad, el trabajo humano está siendo paulatina y sistemáticamente eliminado del proceso de producción.
Ya habíamos leído antes esos vaticinios en La teoría general del empleo, el interés y el dinero, donde Keynes anuncia "una nueva enfermedad que posiblemente los lectores no conozcan, pero que los espantará en el futuro inmediato, y se llama desempleo tecnológico".
Quienes refutan esta posibilidad, afirman que la revolución tecnológica creará nuevas demandas sociales para satisfacer, y éstas a su vez engendrarán la necesidad de fabricar nuevos implementos, lo que supondrá el reclutamiento de más trabajadores (¿o la compra de una nueva máquina?).
Se afirma, además, que la tecnificación en las empresas demandará una mano de obra mejor formada y un sistema de educación continua a lo largo de toda la vida, pero eso nos hace preguntarnos qué ocurrirá con los trabajadores que se descontinúen o con los "viejos" de 35 años. Los entusiastas de la tecnología dicen que ella va a representar un aumento cualitativo del empleo, pero no hablan del número de puestos de trabajo que serán borrados, y argumentan por fin que el temor ante la innovación se dio también en el siglo XIX léase David Ricardo y Karl Marx, pero que felizmente la oscura profecía no se cumplió.
Quisiera compartir esos entusiasmos, pero hay algo que inhibe mi optimismo y es la carencia de un proyecto social, o de una norma ética, que conduzca esta pretendida revolución; o, para decirlo de otra forma, lo que la hace peligrosa en nuestro tiempo es la mutilación de los poderes del hombre para ser autor de su historia, legislador de su ley moral y constructor de sus propias sociedades y utopías.
Es el hombre "moderno" quien está desapareciendo, aquél que pretendía controlar la historia y el que aspiraba a ser "sujeto", y no objeto, capaz de recrear el mundo como una habitación amable y de diseñar una sociedad racional y equitativa, ajena a la opresión, la escasez y la injusticia.
Con esa concepción del hombre está desapareciendo un tiempo, el de la "modernidad", que, según Heidegger, se caracteriza porque "el hombre es la medida, el control y el centro del ente". Esa época se inició en el Renacimiento cuando Marsilio Ficino definió el alma como actividad pura o como centro de observación dirigido al universo.
En el sueño de Ficino, la naturaleza entera se mira y mora en nuestra alma; y nuestro ser no puede semejarse al de las cosas no humanas porque aquéllas obedecen a leyes fijas, y el hombre, en cambio, puede elegir su propio puesto en el cosmos, dado que su único espacio es la libertad.
Aquella naturaleza del hombre sería consagrada por Pico de la Mirandola, para quien el ser humano es un sujeto autónomo, abierto al mundo y capaz de transformarlo de acuerdo con sus proyectos y su racionalidad. Desde allí, siguiendo a Descartes y a Kant, hasta llegar a Jean Paul Sartre, el hombre ya no es solamente una criatura de la naturaleza, sujeta a sus leyes; es, por el contrario, un sujeto creador, lo que equivale a un mago o un constructor de sueños que puede transformar la naturaleza y la sociedad, que es capaz de inventar el nombre de todas las cosas y que es la fuente que da sentido a todo lo que existe.
En todo ello ha descansado hasta ahora la dignidad de ser hombre, pero el siglo que se acaba es testigo de dos fracasos que ponen en cuestión todos estos supuestos. El primero es la catástrofe ecológica. Océanos muertos, ríos contaminados, ciudades envenenadas, alteración de los ciclos de la corriente de El Niño y de todos los climas terrestres, como resultado de la manipulación humana, son las evidencias de que hemos fracasado, o de que nos hemos excedido, en nuestra pretensión de someter a la naturaleza, y, en vez de morada edénica o de paraíso reconquistado, la hemos convertido en pantano y basurero que amenaza nuestra supervivencia y que hará desgraciada la de nuestros descendientes.
La otra gran frustración es el sueño de hacer racional la sociedad en que vivimos, y ello ha sido particularmente trágico al derrumbarse los regímenes llamados socialistas, porque con ellos parecería deshacerse un sueño de justicia al que tal vez aplanó una planificación central exenta de ética. Pero tampoco está el paraíso al otro lado del río, porque en los países de alto desarrollo capitalista, el gobierno está cada vez más controlado por una burocracia tecnocrática, y el ciudadano ha sido virtualmente reducido a consumidor anónimo, al tiempo que los fines de la sociedad se confunden más y más con los de las corporaciones, y la gente se pregunta si las corporaciones son personas o únicamente siglas, o cosas enormes y demoledoras.
Por fin, el intento de imponer lógica y razón al mundo se ha chocado con la aceptación universal de las leyes irracionales de la oferta y la demanda para dirigir nuestros destinos en una historia que supuestamente ha llegado a su fin, y todos estos signos en el cielo y la tierra parecen cancelar la vigencia de las ideas básicas que configuraban la "modernidad" y le ofrecían al hombre soberanía sobre la naturaleza y el vasallaje de todas las cosas que están bajo el cielo.
En condiciones de racionalidad y de conducción ética de la sociedad, la revolución tecnológica debería significar menos horas de trabajo y más de felicidad para cada hombre; ella, en cambio, implica desempleo cuando no es el hombre quien gobierna el mundo, y las cosas incluidas computadoras y corporaciones deciden apoderarse del tercer milenio.