Anarquía
– 1 –
La Venganza
Caminaba por las calles y nadie parecía verlo, era tan sólo otro
vagante nocturno más. A pesar de tener tan sólo veinticinco años, caminaba
con el aplomo de alguien curtido por la vida. Vestía, como tantos otros en ese
barrio, unos jeans rotosos y una vieja campera de cuero negro que lo volvía
casi invisible en la noche. Estaba desarreglado, llevaba semanas sin afeitarse,
su cabello oscuro caía sucio y desprolijo sobre sus hombros, tapando por
momentos parte de su rostro agitados por la inercia de su paso apurado.
Sus ojos marrones eran casi invisibles y parecían estar mirando algo en la
distancia, mientras que su rostro parecía de piedra bajo en el influjo de la
fuerte determinación que lo impulsaba. Tan fuerte como sólo el odio puede
provocar.
Estaba armado, pero aunque lo hubieran notado a nadie le hubiera
importado. Desde los tiempos del Caos las armas se volvieron más comunes
de lo que antes eran los teléfonos celulares. Los gobiernos intentaban revertir
eso, pero en la mayor parte del globo ya nadie ni siquiera recordaba que
existiera un gobierno, aunque en la pequeña porción que él estaba pisando
incluso antes de la guerra el Estado pasaba desapercibido. Él lo sabía
vagamente, se lo habían enseñado en la escuela, la que tuvo que dejar cuando a
los quince años tuvo que empezar a trabajar. Esos recuerdos estaban muy lejanos
y él quería que así siguiera. La vida en las calles le había enseñado a
olvidar y para él aquél niño estaba muerto.
La mayoría de las luces de la calle estaban rotas y las que andaban eran
alimentadas por generadores particulares. La provisión se servicios públicos
desapareció hace tiempo, Buenos Aires fue una de las primeras en colapsar y
pasarían aún muchos años hasta que alguien pudiera restablecerlos, si es que
algún día alguien lo intentara. Diego siguió caminando entre las sombras,
evitando los pequeños grupos de jóvenes ebrios y adictos que cada tanto se
cruzaba. Alguna vez le habían contado que lo habían bautizado con ese nombre
en honor a un compañero de su padre en el ejército que le había salvado la
vida durante la guerra. Realmente no le importaba de donde le hubiera llegado,
lo detestaba por recordarle su niñez y a su padre, por lo que nunca lo usaba
desde que a alguien se le ocurriera llamarlo Kal.
Finalmente halló el bar del que le habían hablado y entró sin dudarlo
un instante. Tampoco allí nadie lo notó mientras se acercaba a la barra y
pagaba por adelantado por una cerveza. Todos los bares exigían esa forma de
pago, especialmente en un antro como aquél, plagado de criminales y mercenarios
de donde nunca se puede estar seguro de que los clientes salen respirando. Bebió
del pico su bebida y perdió su mirada entre la gente mientras la música casi
lo aturdía desde un parlante a un metro de su cabeza. Acababa de terminar su
botella cuando por fin vio llegar al hombre que esperaba. Lo identifico sin
dificultad ya que, según había escuchado en las calles, una vieja herida de
bala en la rodilla que nunca había sanado del todo lo obligaba a arrastrar un
poco su pierna derecha. Calculó que tenía algunos años más que él, pero no
demasiados. Caminaba entre carcajadas tomando por la cintura a dos mujeres.
Ambas lo detestaban, Kal no lo dudó un segundo tras ver en sus ojos,
simplemente estaban con el que tuviera el dinero. Un par de pasos por detrás
los seguían dos hombres que miraban nerviosamente en todas direcciones. Kal
esperó a que consiguieran una mesa y ordenaran sus tragos antes de acercarse.
Los guardaespaldas pronto se relajaron y charlaban entre si escuchando la música.
Sin esperar invitación, Kal tomó una silla y se sentó frente al recién
llegado, que había sentado a una de las jóvenes sobre sus piernas.
-
¿Te conozco? – lo increpó – No recuerdo
haberte invitado a sentarte.
- No creo,
pero me hablaron de vos – respondió Kal, recostándose sobre el respaldo
– Martín Varela ¿no? – los guardias dejaron de hablar y se pararon
detrás de su jefe con mirada desafiante.
- Ahora no
tengo ganas de negocios, si querés comprar algo vas a tener que buscarme mañana.
– le dijo haciéndole un gesto para que se vaya y volviendo su atención a
la muchacha.
- Mañana
no vamos a poder hablar, te lo aseguro – respondió Kal y luego agregó
distraídamente señalando la mano con la que Varela hizo el gesto – Lindo
anillo. Un amigo tenía uno igual.
- ¡Que
casualidad! – respondió Varela echando una mirada cómplice a sus hombres
recibiendo una media sonrisa como respuesta
- Un hijo
de puta lo fusiló. Cuando encontré su cuerpo, le faltaba el anillo. Pasé tres
semanas buscando a ese tipo y parece que por fin lo encontré.
- Así que
ese idiota del polaco era amigo tuyo... ¿Te enteraste de lo que le pasó? Me
hizo perder un gran negocio...
- Le
quisiste vender fierros que no tiraban a Araujo y el polaco te mandó al frente,
conozco la historia – lo interrumpió Kal – Sólo quiero saber algo,
¿Gatillaste vos mismo o fuiste tan cagón de mandar a uno de tus monos?
- Primero
lo cagué a palos y después le puse un tiro en la frente ¿contento? –
replicó Varela perdiendo de a poco la calma – ¿Qué carajo buscás? No
era ningún secreto lo que hice y así me gusta, para que sirva de ejemplo a los
que quieran hacer negocios conmigo. ¿Qué vas a hacer? ¿Llevarme a la
justicia? – y tanto él como sus guardaespaldas rompieron a reír – No
te gastes, a los pocos jueces que quedan los tengo comprados.
- Me leíste
la mente, hermano. Justamente tenía pensado llevarte a la justicia, pero no a
la de la Corte, sino a una mucho más chica.
- ¿Si? ¿Y
que tan chica es? – siguió riendo – Porque yo nunca la vi por acá...
Debe ser igual de chiquita que tu cerebro o no te hubieras atrevido a encararme
así.
- Es
bastante chiquita – respondió Kal poniéndose lentamente de pie mostrando
intenciones de marcharse – Tiene apenas nueve milímetros...
El estampido retumbó en todo el local incluso antes de que Varela y sus
guardaespaldas dejaran de reírse. Inmediatamente Kal gatilló otras dos veces,
impactando en ambos guardias. Los hombres cayeron muertos manchando de escarlata
las sillas y el suelo. Sólo uno de ellos llegó a disparar antes de desplomarse
pero fue sólo a causa de un reflejo que le contrajo la mano mientras caía. El
proyectil se incrustó en una viga desperdigando algunos fragmentos, sin poner
en riesgo a Kal. Ambas mujeres huyeron entre gritos, dejando caer el cuerpo de
Varela con la frente abierta sobre la mesa y bañándolo todo con su sangre.
Ninguno de los presentes intentó intervenir, aunque muchos de ellos estaban
armados. Kal devolvió su pistola a su cintura oculta debajo de su campera casi
tan rápido como la había sacado y se acercó al muerto. Recuperó el anillo
del polaco que había servido de trofeo para su verdugo y tomó las armas de los
tres hombres, pero dejó el resto de sus pertenencias donde estaban, aún
sabiendo que el hombre al que acababa de dispararle con seguridad tendría mucho
dinero encima. Esa noche sólo buscaba venganza y no ganancias. Sentía las
miradas de todos sobre su nuca, pero no le importó en lo absoluto. Sabía que
apenas dejara el lugar, arrojarían los cuerpos a la calle y seguirían con su
fiesta, el único que se molestaría con él sería el desdichado al que le
tocara limpiar el lugar al amanecer. Acomodó sus ropas un poco y regresó a la
noche de donde había llegado, donde las sombras no tardaron en tragarlo para
convertirlo en otro vagante nocturno anónimo una vez más.
La mañana siguiente fue igual a tantas otras.
El sol despertó muy temprano a Kal a través de las ventanas sin cortinas y lo
primero que vio al abrir sus ojos fue el anillo de oro que descansaba en su mesa
de luz. El polaco había sido un gran amigo desde la adolescencia y ni siquiera
el haberse enamorado de la misma mujer logró que se pelearan. Ambos se
conocieron en su infancia, viviendo en las calles y fueron inseparables desde el
primer día. Cuando una de las tanta noches en que recorrían bares buscando
diversión y peleas, que muchas veces para ellos significaban lo mismo, vieron a
esa camarera de largos cabellos castaños, ojos color miel y un cuerpo que
mostraba con orgullo usando ropa muy ajustada, ambos quedaron encandilados.
Ambos conocían los sentimientos del otro, pero como ninguno estaba dispuesto a
ceder sin intentarlo se contentaron en jurarse mutuamente competir limpiamente y
que cualquiera que
fuera el resultado no terminaría con su amistad.
Aquella fue la única derrota que Kal aceptó en su vida, incluso se
sintió sinceramente alegre por ellos el día en que ambos fueron a buscarlo
a su casa para mostrarle los dos anillos idénticos que habían comprado como símbolo
de su unión, uno de los cuales ahora descansaba sobre su mesa de luz.
A los pocos días de recibir la noticia, Kal partió como escolta de una
caravana que llevaba mercaderías hacia Bariloche. No lo admitió entonces, pero
sentía la necesidad de alejarse por un tiempo con la esperanza de que el amor
por Marcela se desvaneciera y pudiera quererla como a su cuñada. El viaje se
alargó por un imprevisto, ya que el comerciante al que escoltaba tuvo algunos
problemas con los compradores y desapareció sin dejar ni rastros ni sueldos.
Kal no se molestó demasiado, después de todo no tenía deseos de regresar a la
ciudad aún. Por lo tanto consiguió un trabajo en uno de los hostales durante
todo el verano. A pesar de todo lo ocurrido, aquel lugar había permanecido
bastante alejado de los conflictos y no había cambiado nada en décadas. Sin
embargo, una mañana se despertó y sin saber del todo por qué, juntó sus
pocas cosas en una mochila y abandonó el lugar antes del amanecer, anunciándolo
tan sólo a la dueña del lugar, que no intentó detenerlo pero tampoco ocultó
su tristeza. Desde la crisis del petróleo, los viajes en micros se volvieron
muy costosos y tuvo que conformarse con caminar o ser ayudado por algún
campesino que se movilizara en carretas ofreciendo sus productos de pueblo en
pueblo. Cuando por fin una semana después llegó a Buenos Aires, era una noche
de mayo y el frío comenzaba a reemplazar tardíamente al verano. Contempló con
melancolía el viejo puente de la autopista ahora casi desierta que corría
sobre las vías del tren que viajaba al oeste. Llevaba casi siete meses desde la
última vez que pisara aquel lugar. Caminó unas pocas cuadras sobre la avenida
Rivadavia antes de desviarse un poco y llegar al viejo edificio en el que vivía.
Trepó con cuidado las escaleras en la oscuridad hasta el último piso y buscó
sus llaves en la mochila. La cerradura giró sin problemas, pero la puerta no se
abrió. Golpeó dos veces con su hombro hasta que por fin cedió con un crujido
fuerte y logró entrar, sin percatarse de que con su golpe había arrojado a un
lado algunas cuñas de madera puestas para trabar la puerta desde el interior..
Desde los comercios de la calle llegaba algo de luz, la suficiente como para que
advirtiera que alguien había estado allí. El piso crujió a sus espaldas
y giró justo a tiempo para evitar que un trozo de viga lo golpeara en la
cabeza. Sujetó con fuerza la mano que lo esgrimía y tras quitárselo arrojó
sin esfuerzo al atacante contra la pared, dejándolo inconsciente. Kal buscó de
prisa su linterna en sus bolsillos y su sorpresa fue enorme al ver que se
trataba de Marcela. La tomó en sus brazos y la acomodó en su cama, para luego
encender una lámpara de gas que supuso que había sida traída por ella.
Despejando las sombras de su rostro, pudo notar que estaba pálida y ojerosa,
como si no hubiera dormido por días. Tras algunos minutos Marcela recuperó el
conocimiento e intentó escapar aterrorizada, pero Kal acercó la luz a su
rostro para que lo reconociera y ella rompió a llorar mientras lo abrazaba.
-
¡Eras vos! ¡Perdoname! – balbuceó
entre sollozos – Tengo tanto
miedo...
-
¿Miedo a que? ¿Dónde está tu marido? – preguntó Kal, sintiendo
un escalofrío en la nuca, como cada vez que sus instintos le anunciaban lo que
pronto se enteraría – Está muerto ¿no?
- No sé,
no sé... – respondió Marcela, apretándose contra su pecho sin dejar de
llorar – No sé nada de él desde hace dos semanas. Yo fui a comprar algo
de comida y cuando estaba volviendo a casa escuché varios tiros.
No les di bola, en ese barrio se escuchan demasiado seguido. Pero cuando
doblé en la esquina vi como unos tipos lo cargaban con la pierna ensangrentada,
lo tiraban al baúl de un auto y se iban. Corrí, pero desaparecieron en un
segundo. Cuando entré a casa, vi que la puerta estaba rota, había agujeros en
varias paredes y tres tipos muertos en el comedor.
- ¿El
polaco se defendió pero no lo mataron? – preguntó incrédulo Kal.
- Lo querían
vivo, eso es lo que más me asustó – relató ella, apenas más tranquila
ahora que estaba acompañada – Su revólver estaba vacío en el suelo, al
lado de un charco de sangre y yo lo agarré. Está en ese cajón, pero no tengo
balas. Las busqué en donde él las guardaba, pero sólo encontré un papel que
decía “Escondete”.
- Seguramente
las tenía en los bolsillos o las gastó a todas – dedujo Kal – Parece
obvio que el sabía que lo iban a ir a buscar... ¿Para quién estaba
trabajando?
- No estoy
segura, él decía que quería dejarme afuera de toda esa mierda. Estaba
juntando plata para que nos fuéramos los tres a Bariloche con vos y poder
cambiar de vida...
- ¿Los
tres? – se sorprendió Kal, pero esta vez no necesitó sentir el escalofrío
para enterarse – ¿Estás embarazada?
Marcela asistió con la cabeza y rompió a
llorar nuevamente. Kal la abrazó nuevamente hasta tranquilizarla. Luego continuó
con sus preguntas, pero Marcela no sabía demasiado y prefirió dejarla
tranquila por el momento. Después de encontrar la nota, Marcela había juntado
todos sus ahorros y unas pocas cosas en un bolso para huir del barrio. Kal les
había dejado una de sus llaves por si por alguna razón necesitaban abrirlo y
allí fue donde decidió esconderse. Salía sólo lo imprescindible y siempre
después del atardecer, pero nunca había notado que la siguieran o vigilaran.
Apenas dos horas después, Kal estaba nuevamente en las calles, hablando
con viejos conocidos que pudieran darle alguna pista. Visitó cada bar y
traficante de la zona, pero si alguno de ellos sabía algo, lo ocultó muy bien,
logrando que Kal perdiera las esperanzas a medida que el sol volvía a
levantarse. Si sabían algo pero no deseaban hablar, significaba que había
alguien a quien temían mucho detrás del crimen y deducir esto lo ponía de mal
humor. Estaba a punto de regresar a su departamento para hablar con Marcela para
intentar descubrir algún indicio que hubiera pasado por alto cuando tuvo un
nuevo escalofrío recorriendo toda su columna vertebral y tomó la decisión de
visitar a su antiguo jefe, Domínguez. Mientras caminaba hacia su oficina,
descubrió que su presentimiento no era para nada descabellado, después de todo
Marcela había dicho que el Polaco quería mantenerla alejada de su trabajo, lo
que le hizo suponer que había vuelto a trabajar con el gatillo. Conocía mucho
a su amigo y estaba seguro de que era demasiado honesto para convertirse en matón
de algún criminal mayor, lo que reducía los lugares a buscar a las agencias de
mercenarios y guardaespaldas.
Las oficinas de Domínguez estaban abiertas las veinticuatro horas, como
todo cuartel general de las agencias de seguridad, pero el hombre con el que
deseaba hablar aún estaba durmiendo. El guardia de la puerta lo reconoció y le
permitió ingresar a esperarlo. Sabiendo que Domínguez querría verlo de
inmediato, mandó a alguien a despertarlo. Media hora después, su antiguo jefe
lo saludaba con alegría, creyendo que tendría de regreso a su mejor soldado,
pero Kal lo interrumpió sin rodeos.
-
¿Le diste mi trabajo al
polaco?
-
Bueno, si... – el hombre se puso pálido – Te fuiste por meses
y no creí que te importara... ¡Pero siempre hay lugar para vos! Nunca sobra un
tipo como vos acá...
- No me
molesta que lo hallas contratado y no vine a pedirte trabajo – volvió a
interrumpirlo – Estoy acá porque el polaco está desaparecido. ¿Sabés
algo? – preguntó Kal prendiendo un cigarrillo
- ¿Desaparecido?
Mierda... – se dejó caer sobre el respaldo de su sillón – Hace
tiempo que no lo veo, pero no era nada extraño que se borrara algunos días
entre trabajos. ¿Probaste hablar con la esposa?
- Sí
– respondió Kal, dudando hasta donde era conveniente hablar hasta saber en
quien podía confiar realmente – Dice que unos hombres entraron a su casa a
los tiros y se lo llevaron herido. ¿ Realmente no estabas enterado?
- No, no
sabía... pero tampoco me sorprende tanto. – su tono de voz bajó y se
inclinó hasta estar a pocos centímetros de Kal – En su último trabajo se
ganó algunos enemigos – tomó una lapicera y garabateó algunas palabras
en una tarjeta – No sé bien qué pasó, mi trabajo no es hacer preguntas,
pero andá a ver a este hombre, fue el último que lo contrató hace como un
mes.
- Araujo...
Creo que lo conozco, ¿No es el narco? – preguntó Kal tras echarle una
ojeada.
- Sí, es
él. Me pidió un experto en armas y el polaco era el mejor que tenía a mano.
Ni siquiera se suponía que tuviera que apretar el gatillo, por eso no entiendo
que es lo que hizo. Sólo me dijo que hizo enojar a alguien, pero nada más.
Cuidate mucho ¿escuchaste?
- Tranquilo...
Por lo general son los otros los que tiene que cuidarse de mi ¿O no? –
dijo Kal poniéndose de pie con una media sonrisa y guardando la tarjeta en un
bolsillo interno de su campera de cuero – Cuando termine con esto, voy a
necesitar un trabajo...
- Y yo voy
a estar esperándote – respondió el hombre estrechando su mano con alegría
– Buena suerte.
Kal estiró el brazo y tomó el anillo de
la mesa de
luz. Marcela dormía tranquila a pocos metros en un colchón que habían podido
conseguir en un negocio del barrio. Él había insistido en que usara la cama,
pero ella se había negado. Poco a poco había ido perdiendo el temor, pero la
tristeza no la abandonaría tan fácil. Conocer el destino final de su marido la
calmó un poco, cosa que no hubiera ocurrido de no ser porque Kal omitió
algunos detalles violentos en su historia. Le dijo que había muerto de un
balazo poco después de que se lo llevaran, justificando el secuestro diciendo
que el jefe de una banda tenía algo personal contra él y deseaba hacerlo en
persona. En realidad, apenas vio el cuerpo supo que lo habían golpeado por
varios días antes de ejecutarlo con un tiro en la frente. Tenía varias
fracturas y su rostro estaba desfigurado por los golpes, pero Kal reconoció al
instante a su viejo amigo. Lo encontró apenas dos días después de su regreso
a Buenos Aires en una zanja del conurbano. Araujo le contó una historia que Kal
no dudó en creer. Tenía pensado comprar un cargamento de armas, pistolas y
algunos fusiles principalmente, pero no confiaba en el vendedor. Llamó a Domínguez
para que lo contactara con un experto para que inspeccionara el material y él
le mandó al Polaco. Cuando el polaco abrió las cajas, el vendedor se puso muy
nervioso. Todas las armas eran viejas y muchas de ellas no funcionaban. El
polaco se ganó su sueldo y su suerte denunciando al enviado de Araujo que
estaban tratando de estafarlo, logrando que se enfureciera con los vendedores.
Las balas volaron de un lado al otro en el viejo galpón y tan sólo el vendedor
logró escapar, dejando atrás a todos sus guardaespaldas muertos. Araujo quedó
muy agradecido con él por haberle ahorrado un buen dinero y fue por eso
principalmente por lo que accedió a decir a Kal todo lo que sabía del
estafador. Con los datos que le dio, logró determinar que el hombre que logró
huir era el jefe de la banda, conocido como el rengo Varela. Araujo también
le dio algunas pistas que lo guiaron hasta alguien dispuesto a hablar y hasta
esa zanja, siempre con la ayuda de esos escalofríos que no lograba entender
pero a los que había aprendido a creer.
-
Volviste tarde anoche ¿Dónde estabas? – dijo Marcela sin
levantarse ni abrir los ojos.
- Consiguiéndote
un regalito – respondió él, ocultando el anillo dentro de su mano. Caminó
hasta ella y se arrodilló a su lado. Luego extendió ambos puños hacia
delante.
- Derecha
– dijo ella, lo suficientemente intrigada como para sentarse y restregarse los
ojos intentando despertarse del todo.
Kal abrió lentamente el puño que ella eligió, dejando ver el anillo de
oro. Los ojos de Marcela se llenaron de lágrimas mientras estiraba lentamente
su brazo para tomarlo entre sus dedos.
-
Es nuestro anillo... Lo recuperaste. – su voz sonaba débil pero
muy emocionada – Es decir que ya sabés quien lo hizo.
- Estuve
anoche con él. Costó pero lo encontré.
Marcela deslizó el anillo en uno de sus dedos, junto al que era de ella.
Nuevamente rompió a llorar y no dejó de agradecer a Kal por lo que había
hecho.
-
¿Vas a contarme la historia?
- Preferiría
no hacerlo – respondió él.
- Creo que merezco
saber por qué soy viuda y mi hijo huérfano. – replicó ella, ahora algo
molesta – Sé que pretendes protegerme, pero no puedo vivir ajena a todo.
- Está
bien – aceptó Kal, después
de algunos segundos de duda y sabiendo que Marcela no se rendiría hasta obtener
alguna respuesta.
Luego procedió a contarle la historia, pero omitiendo todos los detalles
violentos. Los ojos de Marcela se llenaron de lágrimas cuando le contó cómo y
dónde había localizado el cuerpo del polaco, a pesar de que no le dijo que había
sido golpeado y torturado antes de que le dispararan. En su momento le había
confesado que su marido estaba muerto, pero no había aceptado contarle nada más
hasta conseguir la historia completa sobre lo que le había pasado. Muy a su
pesar, le había llegado la hora de cumplir con esa promesa.
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