BERARDO CON FRÍO

 

Lo sentí desde mi cama. Curiosamente sentí su temblor de frío desde mi cuarto tan lejos de ahí en mitad de la noche. Paula Berardo temblando sentada en un rincón, tratando de cubrirse en vano con sus brazos y sus piernas en el piso de granito helado, desnuda en el inmenso tablero de ajedrez de algún salón lejano. Su piel erizándose poco a poco, marcando con autoridad que es recién el comienzo del frío, que aunque estoy a tiempo de llegar y tocar despacio su pelo rojo sin hablar, sacándome cada prenda para ponérselo a ella, trasladarle apenas mi calor, en un intercambio que ella y yo tomaremos equívocamente por amor. Comenzar poniéndole, cuando ya esté completamente desnudo, mi slip negro y que por eso estemos a punto de sonreír, pero el frío, lo cómico de una prenda demasiado masculina en un cuerpo de mujer, las diferencias de relieve, esas cosas. Luego la necesaria camiseta de frisa blanca, doblarle un poco las mangas hacia arriba; las medias; el pantalón demasiado holgado para Berardo pero quizás ajustando el cinturón en el orificio indicado; la camisa celeste prendida hasta el último botón; el chaleco, la primer sonrisa de tibio placer en el rostro de Berardo; la corbata y su nudo impecable, inútil pero prolijo, los zapatos varios números más grandes pero quizás apretando un poco los cordones; finalmente el saco bien prendido y poder vernos así de frente, ella con mi traje ya templada y yo completamente desnudo, parados uno contra otro, mientras el frío ahora sube desde la planta de mis pies.

Un beso interminable desde su boca tibia a mis labios helados; verla alejarse por el salón como un peón negro triunfante y salir por la puerta principal. Paula Berardo caminando tranquilo desde su flamante calor.

Sentarme a sentir el frío en el mismo rincón, en la misma posición, los brazos y las piernas cubriéndome inútilmente; mi piel erizándose hasta el preciso momento en que él lo sienta desde su cama, desde su habitación lejana a mitad de la noche, hasta que por fin él se decida y venga, cuando conozca desde allá el frío que toda mujer sentiría como yo siento aquí sentada en un salón grandísimo contra el granito helado; hasta que otro hombre acepte el cambio, hasta que otro hombre acepte el cambio, hasta que otro hombre acepte el cambio.  

Fernando Oviedo