ÁMAME TIERNAMENTE

 

De "Chocolate caliente para el Alma de la Pareja"

 

El año más difícil del matrimonio es aquel en el que uno está.

Franklin P. Jones

 

 

“Llueve. Por supuesto. ¿Por qué tendría que ser de otra manera en el peor día de mi vida?”.

Libby Dalton, una chica de dieciocho años, estaba mirando hacia fuera con los codos apoyados sobre la mesa, la barbilla hundida en los puños. Las cajas alineadas arrojaban esporádicos dibujos fantasmales sobre la pared, mientras los relámpagos centelleaban a través de la lluvia que no dejaba de golpear contra los vidrios de la ventana.

En una hora más, dejarían hogar y familia para ir a vivir a ese remoto lugar llamado Levittown, Nueva York.

¿Había pasado sólo un mes desde que Johnny entró como una tromba en el departamento con sus grandes noticias? ¿El ofrecimiento del empleo, la oportunidad de salir de Milford para ubicarse en algo que realmente le gustaba? ¿Cómo iba a decirle que ella no podía dejar a su familia, su casa, su vida?

Elizabeth Jane Berens y John Dalton (h), la rubia alentadora del equipo, de ojos celestes, y el apuesto jugador de fútbol, habían sido novios durante toda la escuela secundaria: Los habían elegido rey y reina del baile de graduados. En el álbum anual figuraban como La pareja mas atractiva del Colegio Secundario Milford.  Corría la década del cincuenta, y la vida era agradable en los pueblos pequeños de Estados Unidos. Elvis Presley era el rey, y su último éxito, Ámame tiernamente, acababa de salir por radio. Durante el baile de graduación, la pareja mas atractiva de Milford bailó lentamente, perdidos uno en brazos del otro, mientras la orquesta tocaba “su canción”. Con voz suave, Johnny tarareó la letra en el oído de ella, y el corazón de Libby se derritió.

- Ten cuidado – le había advertido su madre -

Ya sabes lo que les pasa a las chicas que no se portan como se debe.

Libby no tenía ninguna intención de ser una de esas chicas de las que se hablaba en los vestuarios. Ellos iban a esperar.

Pero en la noche de la graduación, sin decir una palabra a nadie, cruzaron la frontera estatal y fueron a un juzgado de paz. Ya no podían esperar mas.

Del brazo de su flamante esposo, Libby exhibió con orgullo su anillo de bodas frente a sus consternados padres, quienes vieron que sus sueños se desvanecían como burbujas en el aire: la beca de fútbol, el diploma universitario, el blanco vestido blanco con su velo.

- ¿Estás embarazada? – le preguntó su madre cuando pudo llevarla aparte.

- No – le aseguró Libby ofendida ante la sugerencia.

Al principio fue divertido jugar a las muñecas en el pequeño departamento donde nunca se saciaban el uno del otro. Johnny trabajaba con horario completo como mecánico en el garaje de Buckner, y asistía a una escuela técnica por la noche, entrenándose para ser electricista. Libby atendía las mesas en el restaurante barato del lugar. La novedad se terminó pronto, y mientras tropezaban entre sí, entre los estrechos límites de dos habitaciones, ahorraban para tener la casa propia con que soñaban.

Ahora, un año después, Libby estaba embarazada de cinco meses. Se sentía mal todos los días, y había tenido que renunciar a su empleo. Los amigos del colegio secundario dejaron de llamar a la pareja, que ya no tenía dinero para gastar en bailes y cines.

Discusiones frecuentes reemplazaron a las palabras de amor, mientras las esperanzas y los planes para el futuro desaparecían en medio de la vacía frustración de limitarse a tratar de llevarse bien.

Libby pasaba los días y últimamente las noches, sola en el pequeño departamento, sin dejar de sospechar que Johnny andaba “tonteando por ahí”. Nadie trabaja “todas” las noches.

Al término de otro de sus ataques de náuseas matutinas, Libby contempló en el espejo, el cuerpo hinchado y el pelo desprolijo. “¿Quién podría culpar a Johnny por buscar a otra? ¿Qué hay aquí para él? Un bebé en camino, una esposa fea, gorda y nada de dinero.”

Su madre hacía alharacas acerca de la cara pálida y las ojeras que tenía.

- Debes cuidarte, Libby – le decía -. Piensa en tu esposo, piensa en el bebé.

Libby pensaba solo en eso, en el bebé... Ese bulto impersonal que llevaba adentro, que arruinaba su figura y la hacía sentir descompuesta todo el tiempo.

Entonces llegó el día en que Johnny le habló del nuevo trabajo en Levittown.

- Nos mudaremos a una casa de la compañía – dijo, con los ojos brillantes -. Es pequeña, pero es mejor que esta pocilga...

Ella asintió y pestañeó rápidamente para que él no viera sus lagrimas. No podía dejar Milford.

Aquel día, nadie iba a ir a decirles adiós... Eso había ocurrido la noche anterior, en una fiesta de despedida. Mientras Johnny sacaba la última caja, dio una última vuelta por el primer hogar de ambos y sus pasos hicieron eco en los pisos de madera desnudos. El olor del lustra muebles y de la cera  todavía flotaba en el aire. Débiles voces llenaron las habitaciones cuando recordó la noche que habían encerado esos pisos riéndose tontamente y empujándose entre ellos, haciendo una pausa en el medio para amarse. Dos habitaciones desordenadas, ahora frías y vacías. Era extraño ver que pronto se volvían cubículos impersonales, como si nunca nadie hubiera vivido o amado allí. Cerró la puerta detrás de ella por última vez, y caminó de prisa hacia la camioneta.

El tiempo – lo mismo que su estado de ánimo – empeoró mientras viajaban.

- Es una compañía grande – dijo Johnny -.

Manufacturas Levittown... accesorios electrónicos... una oportunidad de salir adelante.

Ella hizo un leve gesto de asentimiento, luego volvió a mirar por la ventanilla. Él por fin renunció a sus intentos de charlar de cosas sin importancia, y siguieron avanzando en silencio, un silencio interrumpido sólo por el golpeteo chillón del limpiaparabrisas.

Al llegar a las afueras de Levittown, la lluvia cesó y el sol brilló a través de los claros abiertos entre las nubes.

- Una buena señal – dijo Johnny, levantando la vista hacia el cielo.

Ella asintió en silencio.

Después de unas vueltas equivocadas, encontraron su nuevo hogar, y Libby contempló con aire solemne la cajita ubicada en el medio de otras cajas idénticas, como las de una ciudad de muñecas.

- ¿Alguna vez vas a volver a sonreír Libb?

Ella bajó del auto y se reprendió a sí misma.

“Crece, Libby. ¿Acaso crees que a él esto le resulta mas fácil?”

Quería decir que lo lamentaba, pero las lágrimas siempre prontas se desbordaron, y tuvo que darse vuelta. Sin decir una palabra llevaron las cajas al interior de la casa y las ubicaron en cualquier lugar donde encontraron espacio.

-Siéntate y descansa Libb – dijo Johnny -. Yo terminaré de descargar.

Ella se sentó sobre una de las cajas y miró hacia afuera, por la ventana. “Al menos dejó de llover.”

Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos, y Libby fue a abrir para encontrarse con una chica , aproximadamente su misma edad, obviamente embarazada, que llevaba en la mano un pequeño plato con masitas.

- Bienvenida al vecindario – dijo -. Soy Susan, pero todo el mundo me llama Souie.

Se sentaron sobre las cajas, y luego comieron masitas y compararon los embarazos, las descomposturas de la mañana y los dolores de espalda. A Souie le faltaban dos meses. A Libby cuatro.

- Si quieres puedo venir mañana para ayudarte a instalar – dijo Souie -.

Es muy bueno tener alguien con quien hablar.

“Amén”, pensó Libby.

Después que Souie se hubo ido, Libby miró a su alrededor con distintos ojos. “Tal vez unas cortinas azules en la cocina...”

De repente, la puerta se abrió con violencia y Johnny entró corriendo para empezar a buscar algo entre las cajas, con gran apuro. Sacó una radio pequeña, la enchufó y, de repente “su canción” y la voz de Elvis cantándola inundaron la cocina.

Escucharon la voz del conductor del programa por encima de la música: “...y este pedido llega de una pareja de recién llegados al pueblo. Felicitaciones para John y Libby Dalton en su aniversario de bodas”.

Johnny se había acordado del aniversario. Ella lo había olvidado. Las lágrimas comenzaron a surcarle las mejillas y el muro de silencio y autocompasión que había levantado a su alrededor se derrumbó.

Johnny la acercó a él, y ella oyó su voz que cantaba suave y clara en su oído.

Bailaron juntos entre las cajas de embalaje, aferrándose el uno al otro como si estuvieran descubriendo el amor por primera vez. Los rayos de sol se filtraban por la ventana de la nueva casa en el pueblo nuevo, y mientras sentía las primeras pataditas de la nueva vida que llevaba dentro de sí, Libby Dalton aprendió el significado del amor.

 

Jacklyn Lee Lindstron