LA VISITA

 

 

Clara escuchaba con atención a su amiga. Nunca se había tragado lo de las adivinas que veían la suerte en el tarot o las palmas de las manos, pero las anécdotas que acababa de escuchar por parte de sus amigas tenían un cierto aspecto fascinante. Aparentemente, la señora a quien se referían tenía el don especial de captar la sicología de su cliente, llegando en poco tiempo al centro del problema y los temores que secretamente guardaba. La adivina en cuestión, la bruja Helena, era una de las más discretas y con más aciertos en todo Santiago. Se rumoreaba que hasta la esposa del presidente la visitaba. Leona le echaba unas miradas a Clara, tratando de percibir si ésta se interesaba. Por fin lo decidió.   

“Vamos donde la bruja” le dijo, “a ver si me aclara de una vez por todas el rol de Justiniano en mi vida, aunque lo más probable es que diga puras leseras”. 

A pesar de su escepticismo, la idea de ir a ver una adivina era tentadora. Desde que su correspondencia con Del Monte había tomado rumbos íntimos, primero casi como un juego, más adelante con un paulatino desarrollo de sentimientos, poco a poco se iba sumiendo en mundos paralelos. Ahora, el juego amenazaba con cobrar dimensiones desbordantes, confundiéndose sueño con realidad, al punto que a veces, mientras besaba a cualquiera de sus dos novios, se imaginaba que los labios eran los de Justiniano, hasta llegaba a desear que fuera él quien la tomara en sus brazos, le acariciara las mejillas, la acurrucase con palabras dulces, la hiciera dormirse en su pecho. ¿Cómo reconciliar esta sensación aterradora y fascinante de una relación establecida a través de una correspondencia electrónica, absurda y a su vez mágica, con su realidad cotidiana de mujer joven en busca de caminos concretos, a miles de millas de distancia del chiflado que la hacía soñar?  ¿Sería la adivina capaz de penetrar más allá de las apariencias, a su mundo interno y secreto, donde la fantasía solía transportarla hacia otros mundos, dimensiones oblongas donde volaba por encima de las vicisitudes diarias hacia galaxias distantes, en tiempos imaginarios que sin embargo la visitaban en ráfagas de sensaciones durante el día y la noche? No era la primera vez que la fantasía y la realidad se le mezclaban de esa forma.   

Quizás doña Helena le diera algunas pistas concretas que la ayudaran a equilibrar sus dos mundos. Lo dudaba. A veces las adivinas eran muy precisas en sus consejos y acotaciones, pero generalmente eran vagas, ambiguas, dejando que sus oyentes interpretaran las palabras de la manera que más les convenía. De todos modos, no, perdía nada con tratar. Se conformaba con algunas señas. Sólo unas señas.  

Clara volvió a su casa al anochecer. A menudo cenaba afuera, con alguna de sus amigas, pero ahora se sentía cansada por un sol que no le daba tregua y necesitaba tiempo sola para revisar su proyecto y para contestarle a Justiniano. Al día siguiente estaba invitada a cenar donde César, uno de sus novios, y al subsiguiente se juntaría con Leona a tomarse un té con pastelillos a la hora de onces, para partir, a eso de las siete, donde la bruja Helena, que las había citado a las siete y media.  

Se sentó en la terraza a escribir un poema que agregaría en su carta a Del Monte, en un cuadernillo donde anotaba sus poemas.  Su mente jugaba con elementos de tiempo-espacio y mundos paralelos. Después de unos minutos de falsos comienzos, las palabras por fin empezaron a fluir. Antes de acabar sus versos sonó el teléfono, pero como no lo escuchó por un rato, debido a su concentración en lo que escribía, cuando por fin lo atendió ya habían cortado. Igual levantó el auricular, dijo “Aló” en forma automática y colgó de inmediato al oír el tono de marcar. Cruzó la puerta y volvió a la terraza. La distracción la había hecho perder el hilo del pensamiento y las estrofas finales no salieron. Miro durante largo rato la página sin que se le ocurriera nada. El teléfono recomenzó a sonar. Corrió a contestarlo. Llegó justo tarde. En lugar de volver, decidió hacerse un té. Llenó la tetera de agua y la puso en la hornilla, al fuego. Fue a la terraza a buscar su cuaderno, pero éste no estaba sobre la mesa. Tampoco en la silla. Ni en el suelo. “Lo debo haber entrado cuando sonó el teléfono”, pensó. Lo buscó infructuosamente en la sala.  Después en el comedor. En la cocina. Nada. Volvió a la terraza, pero se detuvo, sorprendida, ante la puerta de salida, que estaba cerrada. Juraba haberla dejado abierta. La abrió y salió a buscar. Nada. Entró. La tetera comenzaba a pitear. Antes de dirigirse a la cocina a apagar la hornilla quiso volver a salir a la terraza, pues esta vez se le había quedado la taza. La puerta estaba nuevamente cerrada. “Hummm”. La tetera chiflaba a todo vapor. Dio unos pasos hacia la cocina, pero el teléfono empezó a sonar otra vez. Se volteó hacia la sala, pero ahora sonó el timbre. 

Todo suena”, exclamó. Chiflaba la tetera, sonaba el teléfono, el timbre intermitentemente. Tetera, timbre, teléfono. Se sentó en el suelo y cerró los ojos. Todo siguió sonando. Pasaron unos segundos, tal vez un minuto entero. Por fin se levantó y abrió la puerta de un tirón, airada. Entró su madre, con un paquete y una mirada interrogante.    

“Pero Clara, qué té pasa, hace rato que toco el timbre”.  

“¿Y tus llaves?  “Se me quedaron en casa. Traté de entrar por la terraza y estaba cerrada. Te vi a través del vidrio y supe que estabas aquí, por eso no me fui, porque toqué el timbre por harto rato”.  

“Todo suena al mismo tiempo, la tetera, el teléfono, el timbre, se me perdió mi cuaderno y mi taza, y la puerta de la terraza se cierra cuando le da la gana”.  

Su madre dejó el paquete en el sofá y miró a su alrededor, extrañada. Fuera de la respiración de Clara, no se escuchaba nada. La hornilla de la cocina donde estaba la tetera estaba apagada. Abrió la puerta de la terraza. “Aire”, dijo. Clara la miraba.  Entró, le dio una larga mirada a su hija, frunciendo el seño, meneó la cabeza, y se fue hacia el baño. Clara salió a la terraza, curiosa. Allí estaba, en perfecto orden, su cuaderno y una taza húmeda, caliente aún, sin otro contenido que una bolsita de té usada.  En su cuaderno, el poema estaba terminado.  

 

Jorge Braña