LAS
HIJAS DEL MUERTO
"Quizás
por mí la roca y el leño insensible hablarán; y el Ángel Mudo hablará; pero
yo no hablaré. Quizás hablarán por mí las piedras; pero yo no hablaré"
D'Annuncio
Y
fueron apareciendo, banderas azules en los caminos. Pendones azules en los árboles
del monte. Tremolantes en el hedor de la cadaverina.
Y
fue obligado pintar de azul todas las puertas y ventanas de las casas, y la
mampostería.
Mis
abuelos, como eran muy viejos, pintaron hasta el techo y el sardinel. Se
asustaron mucho una mañana, cuando apareció una flor roja en su jardín. ¿Ya
no estaba el Señor de parte de ellos?
Porque
aquél era el tiempo en que los colores peleaban entre sí, el azul con el rojo,
que están unidos en la bandera, se había ordenado separarlos.
Y
fue obligado lucir corbatas y pañuelos azules y un moño azul las mujeres, ¡Las
mujeres de la casa!
¡Estuvimos
hartos de trapos azules, tremolantes en el hedor de la cadaverina, cada vez más
alto!
Los
hombres que fungían detrás de estas decisiones se arrepintieron después y
solicitaron el perdón a los muertos para que los vivos concedieran el olvido.
Y
el olvido fue concedido en nombre de trescientos mil muertos y enviado por
correo en sobre lacrado.
Tiembla
la tierra con la maldición de los hombres.
Entre
las patas de los caballos nuestras cabezas por el fango.
¡Oh
Señor! ¿Dónde está vuestra mirada?
En
la década de los años treinta, persecución religiosa bajo el color rojo.
Grupos armados atacan a los fieles en los oficios religiosos. Disparan al altar,
a la custodia expuesta. "No se tome testimonio a los menores", dice el
juez. Y el juez usa gafas.
Época
de violencias, de ladrones y asesinos, herederos de las montoneras, herederos
del hacha, de la aventura desesperada, habitantes del pantano, de la piedra,
engendrados en lo áspero, en lo tortuoso crecidos, fieras con las fieras. ¿Y
qué es una bandera, sino una enseña de guerra?
Ejercitados
en el crimen, en la trampa mañosa, en todo dolo y angustia y engaño, evidencia
de la mala fe, nada tenemos qué celebrar. Celebramos a Bolívar, que no era
nuestro, y Bolívar dijo: "Vámonos de aquí; esta gente no nos
quiere". Y dijo también: "Los tres grandísimos majaderos hemos sido
Cristo, don Quijote y yo".
Celebremos,
no para engañarnos, sino para engañar.
Entre
las patas de los caballos nuestras cabezas por el fango.
Celebremos.
¡Hay que celebrar!
No
es la guerra. No se enfrentan dos bandos organizados para la batalla. Y aunque
así fuera. Es el asesinato a mansalva y sobre seguro, es la emboscada, el
ataque aleve de todos contra uno, el asalto en pandilla a la madrugada. Más
tarde será la extorsión, el secuestro, el artero sofisma. Y los asesinos de
indefensos niños y mujeres, y de hombres inermes, reclaman el título de
valientes y se les concede. ¡Oh gloria inmarcesible!
CORO:
"¡Exagera el Narrador, exagera!"
Y
la traición. Enumérese la traición. Súmese a la larga lista. Compútese la
traición. Nos viene del Oriente y de los ancestros indios, vieja como la
especie. Lo más antiguo representamos y primitivo. Lo que tenemos es lo que
somos. Pregonemos eso. Pericoligero en el árbol. Gallito de los pantanos.
Puercoespín que aceita sus púas.
Y
la venganza. Y el odio. No somos un pueblo carente de imaginación: si se le
cortaba a alguien la cabeza, se le metían por el cuello las manos cortadas y se
exhibía "el florero". Se abría la piel por el pecho, se extendía a los lados y se
mostraba "el murciélago". En el camino de Urrao se castraba a los
hombres a golpes de mazo. El poema no admite más ejemplos. Acudid a las actas.
Batas
negras vistieron las mujeres. Sus adornos desecharon. Se poblaron las ciudades
con los desplazados. Las tierras cambiaron de manos. Las hijas del muerto
quedaron en sus casas empobrecidas, declararon el luto permanente, envejeciendo
bajo el techo que se desmorona. Sus esposos, sus hijos y hermanos, aprehendidos
y conducidos atados.
Comidos
por las balas en el monte.
Tiembla
la tierra con la maldición de los hombres.
Entre
las patas de los caballos nuestras cabezas por el fango.
Arrojados
desde aviones. Ametrallados. Bombardeados. Los ríos crecidos arrastran soñolientos
cadáveres. En un documento fue extendido el perdón, con el protocolo y los
sellos. ¡Mas no el olvido de los sobrevivientes, víctima innumerable!
Cuando
una generación de víctimas alcanza sus años, se empieza a formar otra para no
interrumpir la tradición de apego a los sacrificios, a la vida innoble, única
conocida.
Las
hijas del muerto, tristes y rencorosas, trasiegan en oscuros silencios,
desmantelados patios, en la desolación de las horas.
Se
cortaba a los muertos la nariz o las orejas y se enviaban en frascos a las
autoridades superiores como trofeos para comprobar el mérito de la acción.
Los
hombres de Anzá, incluidos los ancianos, de rodillas en la plaza empedrada,
recibiendo el flagelo que les habían mandado. El teniente, borracho, gritaba:
"¡Estamos en el infierno! ¿No sabían que estamos en el infierno?"
Muchos
años tenemos vividos en el infierno. Como a aquél que reside en las prisiones,
nos quedó la necesidad de la costumbre. Como el que habita en los prostíbulos,
nos amansamos a la rutina del vicio y a la palidez de último momento, cuando la
sangre huye perseguida por un pico de botella.
José Jaramillo Escobar - Colombia