EL
CASTIGO DE BABEL
I
Durante
el invierno de 1989, Viviana y yo hicimos un viaje por el Sur. En Villa Mascardi
nos sorprendió una tormenta de nieve y debimos buscar refugio en una hostería
a orillas del lago. El lugar se llamaba God's Way Inn y pertenecía a un
norteamericano llamado Lerner, de quién nos hicimos amigos gracias al temporal
que duró tres días. Se trataba de un tipo amable y simpático, que sabía
contar interesantes historias fantásticas rodeadas de un aura de verdad. Por
las noches solía reunir a los huéspedes en torno al fuego del hogar y relatar
sus aventuras en Vietnam. En una de esas charlas confesó haber sido herido en
la cabeza en Qui Nhon, salvando su vida por un milagro pero perdiendo la
memoria, a punto tal de no poder recordar ni su infancia. Recuerdo que alguien
entre los oyentes preguntó cómo podía contar tantas anécdotas y aún tener
presente lo de su herida, después de tan profunda amnesia. Respondió que esto
último le había sido referido por un médico durante el año del programa de
rehabilitación, y que otros soldados le habían relatado los hechos que cada
noche contaba. Dijo que tal vez fuera él un producto cibernético de algún
proyecto de la Armada y todos reímos con ganas. Lo cierto es que cuando estuvo
recuperado fue dado de baja del Ejército y se vino a la Argentina, con algunos
ahorros y la pensión que cobraba compró "este pedazo de paraíso, lejos
de los hombres y de la guerra".
Lo
que a continuación voy a narrar es lo que nos dijo a mi esposa y a mí una de
esas noches, más exactamente la última, cuando el resto de los pasajeros se
había retirado a sus habitaciones.
II
Que
una mañana se hospedara una pareja, nada tenía de raro. Todos los días entran
y salen recién casados que vienen a disfrutar de su luna de miel entre los
lagos y las montañas. Los jóvenes eran tan parecidos que los creí hermanos;
sin embargo, ser registraron como el matrimonio Hernández. Más tarde supe que
sus nombres eran Jorge y Victoria. Durante el primer día los esposos no
salieron de su cuarto, cosa absolutamente comprensible en dos enamorados, allí
ordenaron el desayuno, el almuerzo y también la cena. El segundo día fueron de
excursión a la Cascada de los Alerces y volvieron muy tarde. Recién durante la
cena del tercer día tuve oportunidad de conversar con ellos. El muchacho me
dijo que no sabía si seguir bajando hasta El Bolsón para luego pasar a Esquel,
o si cruzar a la costa y acampar en Puerto Pirámides.
Recuerdo
que la joven me felicitó por el nombre de mi posada, dijo que realmente Dios
debía haber pasado por este lugar y que tal vez hasta hubiera dormido sobre el
suave colchón que las hojas de los árboles forman en el bosque. Agradecido,
respondí que si allí había dormido Dios, debió tener un hermoso sueño, pues
qué otra cosa podía suceder al dormir rodeado de tanta belleza. Y, por
supuesto, quien habla de belleza acaba hablando de poesía. Así, terminé
confesando que leer a Lucrecio en medio de este paisaje me llevaba a los límites
del paroxismo. El muchacho dijo que cada ente tiene un lenguaje propio y que el
poeta, el verdadero poeta, es aquél que lo descubre y lo enuncia. No olvidaré
sus palabras, sin ser extrañas o rebuscadas, eran de tal claridad y exactitud
que parecían estar depositadas en las cosas que nombraba. Al día siguiente
montaron sus motocicletas y se marcharon, nunca más volví a verlos.
Salvo
por haberse dejado un cuaderno de tapas azules que halló una de las mucamas y
que no tenía una sola línea escrita –situación que a menudo se presenta
entre los pasajeros–; salvo por ese detalle trivial, decía, los hubiera
olvidado casi al instante.
Esa
misma noche, mientras acomodaba algunos manteles, noté la presencia de un huésped
en quién no había reparado antes. Era un hombre de rostro plúmbeo y mirada
triste, atributos éstos que tornaban su edad indefinible. Según me dijo se
llamaba Isaac Laquedem, y me invitó a beber con él. Mientras lo hacía, había
tomado la copa de coñac con las dos manos y miraba en su interior con la vista
perdida, como quien en el fondo de un espejo ve dibujados los caminos de su
destino. Por aquel acto supe la inmensa soledad que lo abrumaba, comprendí su
desesperación aún sin saber por qué, y lo intuí resignado a su suerte. Tuve
lástima por él y, quién sabe, tal vez también por mí. Bebimos mucho esa
noche, yo traté de inventar amargas historias de amores perdidos para
consolarlo, pero lo que él me contó superó toda angustia mundana. Sí,
bebimos mucho esa noche, y como ustedes saben, el alcohol tiene la virtud del
olvido, y los sueños la de la imaginación. Por eso, mis queridos amigos, lo
que a continuación voy a contarles, quizá no sea más que la memoria viscosa
de un sueño de borracho y no exactamente las palabras de aquel hombre.
III
"Una
noche –comenzó diciendo Laquedem– una voz despertó a Ubaid con estas
palabras: ‘Toma tu familia y marcha, y alza tu reino en Bab-îlî’. Ubaid
consultó a sus sacerdotes y astrólogos, quiénes le dijeron que Bab-îlî
significa la Puerta de Dios, y que el elegido, al abrirla, podría mirar el
rostro de Aquél cuyo Nombre no puede ser pronunciado. Durante mil años Ubaid y
su pueblo marcharon a través de desiertos y montañas, hasta que por fin
llegaron a la tierra prometida. Los sabios y augures lo convencieron de alzar
una construcción formidable que llegara hasta los bordes mismos del cielo
(porque la puerta de Dios no podía estar en la tierra). Fue así que en el
lugar llamado Birs-Nimrud, el rey ordenó alzar una torre gigantesca, y cuando
estuvo terminada, subió por ella hasta el cielo. Vio Ubaid a los ojos a Dios y
regresó para contarle a su pueblo lo que había visto. Pero a medida que bajaba
la torre se iba destruyendo, de manera que fue Ubaid el único que pudo ver a
Dios. Mas cuando hubo llegado frente a los hombres no pudo recordar nada de
cuanto había visto, toda su memoria se borró de un soplo y fue un hombre sin
pasado, como si recién hubiera nacido. Entonces quiso hablar, y de su boca
brotaron palabras extrañas, tan raras que ni él mismo las llegaba a entender.
Ubaid quiso callar pero no pudo, y los hombres se miraron entre sí y unos lo
tomaron por loco y otros por santo y otros por demonio. Y todos discutieron
sobre las palabras de Ubaid, aunque nadie las comprendiera. Pero siendo que cada
uno se encerraba más y más en sus propias interpretaciones, acabaron por no
escucharse unos a otros, resultándoles incomprensibles las palabras del prójimo.
Y cada uno tomó a sus mujeres y a sus hijos y marchó por su lado; y Ubaid,
como los santos, los demonios y los locos, quedó hablando solo en medio de las
ruinas.
Erró
Yajur durante siglos por toda la haz de la tierra, tratando de encontrar otra
Puerta Divina. Porque haber visto a Dios y no recordarlo, es infinitamente peor
que no conocer su nombre. En Penyab fue braman y en los jardines de su palacio
mandó a construir una réplica exacta del mundo y un mirador en su centro para
poder observarlo todo. Pensaba que estudiando al mundo desde allí recordaría
su pasado, y pasó días, meses y años contemplándolo, pero nada vino a su
memoria. En Bactria se llamó Yin y conoció a Lao-tse, a quién buscaba pues
escuchó que el anciano había hallado el principio de todas las cosas. Mas
cuando preguntó a éste cuál era el nombre de Dios, Lao-tse contestó que sólo
podía ser llamado Tao, el camino. Más tarde pasó a Lesbos con el nombre de
Sigeo, en busca de un sabio cuya fama había llegado más allá de Persia. El
sabio se llamaba Teofrasto y preparaba una sustancia con el jugo de las
adormideras verdes que al ser ingerida hacía cesar todos los dolores, y llevaba
al hombre a lugares que ni en sueños podía imaginar. Así lo hizo para Sigeo,
luego puso la pasta oscura en el interior de una pequeña vasija de cuyo costado
salía una varilla hueca de un brazo de largo. Después acercó una brasa a la
pasta y pidió a Sigeo que aspirara el humo que salía por el extremo de la
varilla. A medida que el humo se esparcía por su cuerpo, Sigeo sentía que
desaparecían todos sus dolores de caminante y lo invadía un extraño sopor. Se
vio andando por un túnel de humo, y mientras caminaba cruzaba ríos, lagos y
mares. Las montañas le parecieron pequeñas y conoció países jamás
imaginados, pero los efectos del opio cesaron y no pudo ver a Dios. En Cafarnaúm
se unió a los seguidores de un rebelde que predicaba la llegada del reino de
Dios, pero el predicador acabó crucificado. Bajo el nombre de Jacques Butadeus
relató a Mateo de París la leyenda del Judío Errante. Hacia 1553 dictó a
Michel de Notredame las Centuries, donde anunció una guerra que pondría fin a
todas las guerras. En México fue soldado de Maximiliano y buscaba un calendario
azteca. En l970, ya con el nombre de Isaac Laquedem, viajé a Indochina en busca
de un templo perdido en la selva".
Luego
de tan formidable presentación pregunté a Laquedem qué lo había traído
hasta aquí.
Me
respondió que andaba tras el Libro de los libros. Le dije que podía ir a
cualquier librería y comprar una Biblia, pero se ofendió por mi insolencia.
"¿Acaso piensa usted" –me increpó– "que una simple Biblia
¿es lo que estoy buscando?" Vamos hombre, no sea tonto.
El
libro que busco está escrito por la propia mano de Dios. “En la lengua divina
no hay sino nombres propios, porque cada cosa lleva impresa en sí misma el
sustantivo que la designa".
Lamenté
no poder ayudarlo y me despedí de él con la excusa de que ya era muy tarde y
debía madrugar. No pude hacerlo, desperté cerca del mediodía. Por suerte, una
de las mucamas había servido el desayuno a los huéspedes. Por simple
curiosidad miré el libro de pasajeros, no figuraba nadie con el nombre de Isaac
Laquedem. Mientras recorría la lista leí otra vez los nombres de los jóvenes:
Jorge Hernández y Victoria de Hernández. Recordé a Filón, para quién el
nombre de Dios sólo puede ser enunciado bajo el tetragrama JHVH. Comprendí que
el libro al que se refería Laquedem era el cuaderno olvidado por los jóvenes.
Lo busqué en el fondo del cajón y lo abrí. Para mi sorpresa, en la primera
hoja había un dibujo que me resultó incomprensible. La segunda parte estaba
escrita en el idioma de los campaneos (es decir, de derecha a izquierda), la
tercera en griego (de izquierda a derecha), la cuarta en chino (de arriba hacia
abajo), y la última estaba escrita al modo de los mexicanos: o bien de abajo
hacia arriba, o bien en espirales. Durante toda la tarde leí y releí el texto,
miré una y otra vez el símbolo de la primera página, pero nada pude
descubrir. Recordé la Escuela de los Glosadores, quienes defendían que todo
libro es comentario de comentario, sin que nadie pueda conocer el Libro
Original. Recordé también a los Escolásticos y la teoría del Primer Motor
Inmóvil. Cansado y confundido me eché sobre la cama para relajarme un poco.
Caí
en un sueño sobresaltado y angustioso, y al cabo de una hora desperté. Traté
de recordar las caras de los jóvenes y no pude, lo único que regresaba a mi
memoria era su extraño parecido. Entonces todo se me hizo claro. Comprendí que
si Dios reúne en sí todos los atributos posibles, posee también ambos sexos.
Por lo tanto, el muchacho y la chica no eran dos personas distintas sino una
sola: Dios. De allí su parecido, de allí que no podía recordar sus caras, de
allí que las palabras pronunciadas por el marido parecían estar depositadas en
las cosas mismas que nombraba. En cuanto al libro, es obvio que se trató de una
rebuscada maniobra divina para despistar a Laquedem. Tuve lástima por él, por
perseguir algo que yo conseguí sin el menor esfuerzo. Me levanté de la cama,
tiré el cuaderno a las llamas del hogar y supe que ya no volvería a ser el
mismo.
IV
Cuando
cesó la tormenta Viviana y yo abandonamos el lugar. No volvimos a tocar el tema
hasta casi un mes después cuando se lo comentamos a Patricio y Alejandra
durante una cena. Cuando terminé de narrar la historia Viviana dijo: "El
yanqui, Lerner, es Isaac Laquedem". Sus razones eran de peso: Laquedem no
estaba registrado en el hotel. Lerner habla de "memoria viscosa de un sueño
de borracho". Laquedem confiesa haber viajado a Indochina, es decir,
Vietnam, probablemente allí haya sido herido en la cabeza perdiendo la memoria
y Dios, mediante el artificio del cuaderno, le haya hecho recordar sus vidas
anteriores. Lerner no muestra sorpresa ante la fantástica narración. Un error
se desliza en el relato de Laquedem, debido quizá a la multitud de fantasmas
que pueblan tan larga memoria. En efecto, Butadeus es el nombre de un personaje
de ficción –el Judío Errante, también llamado Cartaphilus, o Isaac
Laquedem– que aparece mucho después de la leyenda atribuida a Mateo de París.
Por último, Lerner domina lenguas desaparecidas, de qué otro modo si no
hubiera podido leer el cuaderno en los diferentes idiomas en que estaba escrito.
Patricio
hizo una interpretación psicoanalítica del relato, afirmó que aquello que
Laquedem vio y no pudo recordar son los sucesos que el hombre percibe durante
los primeros años de la niñez. Dios, cuya cara no puede rememorar, es el
objeto del deseo, que acaba por bordear, logrando tomar respecto de él nueva
posición. Alejandra, con su amor por la Historia, enumeró una extensa serie de
grandes acontecimientos que Laquedem habría vivido. Destacó la cantidad de
formas y estilos de vida que a través de los siglos debió sobrellevar, los
imperios que ante sus ojos se alzaron y ante sus ojos cayeron. En cuanto a mí,
sólo diré que no sé qué pensar.
© Juan Ignacio Prola