UN
ARTISTA
Del
libro "Cuentos Inéditos", ©1993 Planeta
En
la "Hostería de la Manzana de Adán" tenían sus cuarteles unos
cuantos literatos y desocupados que solían ir a filosofar frente a su bien
abastecida chimenea. Era un
viejo mesón cuyas paredes morunas, blanqueadas con cal, brillaban a la luz de
la luna.
Allí,
entre el humo de las pipas y el chocar de los vasos, los bohemios hacían
derroche de espíritu y buen humor. Una vez, por mera curiosidad, visité dicho
establecimiento.
El
interior constaba de una sala en la que cabrían hasta veinte mesas.
A la luz vaga de los candelabros, advertíanse apenas los rostros de los
jubilosos escritores; pero sonoras carcajadas delataban su presencia. Recuerdo
que llamó mi atención un hombre que, con aristocrático desdén, no parecía
querer unirse a los demás.
La
luz vacilante de un cirio la daba de lleno en el rostro, en el que ponía largas
pinceladas de oro. Era alto y fino. Evocaba los lienzos borrosos de Holbein y de
los maestros flamencos.
Los
lacios cabellos y la barba rubia prestábanle cierto parecido con San Juan
Evangelista. Pero lo que más me impresionó fueron sus ojos, maravillosamente
puros y azules, llenos de dulzura. Estaba de pie, apoyado contra el dintel de
una puerta, y fumaba lentamente en una larga pipa de porcelana alemana. Ignoro
de qué modo trabé relación con él. Como por artes mágicas me vi sentado
frente a él, ante una mesa en que brillaban dos gruesos vasos de cerveza.
Fíjeme,
entonces, en su raído traje y en la corbata romántica, anudada con
despreocupación, y pensé: un poeta. Era un pintor. Así me lo dijo
mientras que, en el desvencijado pianillo, una mujer de grandes ojos rasgados
comenzó a tocar un nocturno de Chopin.
Apagáronse
los profanos murmullos. Suavemente, con voz musical que parecía seguir el ritmo
doloroso del Nocturno, mi pintor habló. Pertenecía a la escuela de los
artistas que quieren revivir en sus telas el arte muerto de Bizancio. Con los
ojos cerrados, acariciándose la barba, narró el fasto de las opulentas
ciudades de Teodora.
Fue
un verdadero friso, un bajorrelieve, el que puso ante mis ojos deslumbrados.
Y
había en él patriarcas severos, emperadores indolentes y cortesanas suntuosas,
envueltos todos en el fulgor extraño de las joyas. Los inmensos palacios de mármol
y mosaicos se levantaban, piedra a piedra, en mi imaginación. Veía el brillo
de las tierras y el de los pesados anillos en las manos imperiales. Athenais...
Irene... Las cúpulas de las basílicas se erigían como metálicos yelmos
sarracenos.
Hechizado,
lo escuchaba yo. Este hombre era un artista. Un verdadero artista. Hablaba de su
arte, de sus ideales, con religioso fervor, como puede un sacerdote hablar de su
culto.
Luego,
sin transición, fija la mirada en un punto inaccesible, el desconocido me contó
su vida, azarosa y miserable. A pesar de su profundo conocimiento de la historia
antigua t de sus notables estudios bizantinos, el triunfo no había coronado sus
esfuerzos.
Ahora,
indiferente, vivía su vida interior sin preocuparse de lo que lo rodeaba. Tenía
una gran indulgencia para con todos y su única defensa contra las adversidades
y el hastío era encogerse de hombros. -
Ahí tiene usted a esos pobres muchachos- me dijo, señalando un grupo de jóvenes
melenudos. No hay ni uno de ellos que valga y, sin embargo, véalos usted
felices, alegres, llamándose "maestro" mutuamente... A veces, vienen
y me leen sus versos.
En
sus sienes las venas azules y bien marcadas se hinchaban. Yo miraba sus manos de
marfil viejo que, exhaustas, descansaban sobre la mesa. Temblaron un poco sus
labios finos y sonrió con amargura.
En
ese instante, el San Juan Evangelista se borró por completo de mi mente. Me
parecía mi interlocutor un soberano oriental, un sátrapa persa, despreocupado
y lánguido, como esos cuyo perfil voluptuoso se esfuma suavemente en las viejas
monedas de oro del Asia Menor.
Se
levantó y me dio la mano. Partía. Díjome que se llamaba Diego Narbona y vivía
allí cerca. Quedé solo en mi mesa. Allá lejos, la chimenea murmuraba su
triste cantar.
El
humo era tan espeso que parecía envolvernos una densa niebla. Del grupo de los
jóvenes melenudos uno recitaba... "Mon âme est une Infante en robe de
parade." Yo pensaba en mi pintor. Veíalo revistiendo el manto imperial de
Justiniano, y elevando, con las manos cargadas de anillos, una pesada diadema.
Una mujer hermosísima, hincada ante él, aguardaba el instante solemne de la
coronación. Y esa mujer era la Belleza.
Aux
pieds de son fautiel allongés noblement, deux lévriers d'Ecosse aux yeux mélancoliques...
Alguien,
con el pie, marcaba el fin de cada verso. Detrás del mostrador, la hostelera
miraba con admiración a sus parroquianos. A veces sonreía, mostrando un diente
negro.
Encima
de una mesa descansaba un grueso Diccionario Enciclopédico, y un muchachito
pecoso lo hojeaba lentamente, leyendo por lo bajo: "Asur... Asur...
Asurbanipal..." Despertándome bruscamente de un sueño recién comenzado, la
puerta de entrada se abrió de par en par, y una mujer joven y bonita entró,
llorando desesperadamente.
Su
brazo sangraba. - ¿Otra vez aquí? - gruño la mesonera del malhumor. El más
joven de los poetas se acercó a
ella. - ¿Te ha pegado de nuevo? - dijo.
- Si... Porque dejé que se quemara la tortilla...
Yo
me aproximé. Parecíame imposible que un hombre pudiera maltratar a una mujer
tan frágil... ¡Ah! Si mi amigo el pintor estuviera aquí, ¡cómo sabría
consolarla! ¡Con qué suaves inflexiones de voz calmaría...!
Compasivo, me acerqué más aún.
Ideas
vengativas cruzaron por mi cerebro al verla tan bella, tan débil. - ¿Cómo se
llama su marido? - rugí. Ella se levantó hacía mí sus ojos claros y azules
que me recordaban otros dos ojos claros y azules, llenos de dulzura y pureza:
- Diego Narbona - me dijo...
Manuel Mujica Laínez