EINE
KLEINE NACHTMUSIK
Tiempo
atrás el edificio estaba habitado por familias de posición acomodada. Después,
uno tras otro, los departamentos fueron alquilados a agentes de Bolsa, a
empresas financieras, a despachantes de aduana. Pero Henriette y Leopoldina Von
Wels no quisieron mudarse. A la noche ellas y Hildstrut, la vieja criada húngara,
eran las únicas almas vivientes dentro del edificio, porque también Wilson, el
portero, se iba a dormir a su casa en Montserrat. No tenían miedo de quedarse
solas y, si vamos a ver, les gustaba.
Durante
el día hay un discreto movimiento de gente y no pocos ruidos. Pero a partir de
las nueve de la noche el edificio queda sepulto en el silencio y en la oscuridad
de una mina abandonada. Sólo en el séptimo piso hay luz y, a menudo, una música
tenue. Si algún inquilino hubiese permanecido en su oficina a esas horas, habría
dicho: "son las dos extranjeras".
Henriette
leía, Leopoldina bordaba o tejía una carpeta. En la ortofónica monumental
giraba un disco: Mozart, Schubert, Schumann, Chopin, Liszt y, de tanto en tanto
Wagner (pero Leopoldina, aunque nunca lo dijo, detestaba a Wagner y no se atrevía
a confesar su preferencia por Rossini). Si hacía calor salían al balcón. En
verano todas sus amistades se iban a las playas, y si ellas no veraneaban era
porque a Leopoldina el menor trajín le alteraba la salud.
Fue
lo que hicieron aquella noche: salir al balcón y disfrutar del espectáculo.
Una vez Leopoldina tendría una ocurrencia muy atinada. Dijo: "¿ Te
fijaste, Henriette? Del otro lado de Leandro Alem no vive nadie, todo el mundo
está de paso". Es cierto. Lo que tenían delante de los ojos era una
ciudad sin población estable: Retiro, la Plaza Británica, el Hotel Sheraton,
las torres de Las Catalinas Norte, el puerto y, al fondo, el río. Pero de
noche, invierno y verano, el panorama es fascinante, casi irreal.
Buenos
Aires parecía desierta, lánguida, como si todavía no se hubiese repuesto de
los alborotos de Fin de Año. Por Leandro Alem se deslizaban unos pocos automóviles
extraviados. Sólo las torres de Las Catalinas, que de noche están lustradas de
negro brillante, conservaban algunos pisos iluminados como guirnaldas de plata
navideña. Detrás las luces de la zona portuaria parpadeaban en una tiniebla
brumosa. Y arriba un vasto cielo abierto, como es difícil ver en las ciudades.
Henriette y Leopoldina, acodadas sobre el antepecho de balaustres, no pensaban
en nada.
Entonces
oyeron la música. Sonaba a sus espaldas, como si viniese desde el interior del
departamento. Pero ellas no habían puesto ningún disco en la ortofónica. Y no
era música clásica. Era un tango. Un tango ejecutado por un bandoneón. Se
miraron, estupefactas.
Henriette
decidió que sería una radio. Pero ¿quién había encendido una radio a esas
horas dentro del edificio? Y no, no era una radio: un error de interpretación
fue corregido, una frase se repitió tres veces, como para ser memorizada.
Henriette
entró en el departamento, se dirigió hacia el vestíbulo. ¿Adónde iba? ¿Qué
estaba por hacer? Leopoldina la siguió. En todos los pisos hay una galería
cubierta que va desde el vestíbulo hasta la cocina y las habitaciones de
servicio. Defendida por una mampara de vidrios ingleses, da a un pozo de aire
por el que trepan los ruidos del día y el silencio y la oscuridad de la noche.
Henriette subió a una silla y se asomó por encima de la mampara. En el pozo de
aire, a la altura del sexto piso, había una niebla de luz amarilla.
Volvieron
a la sala y se sentaron. Se miraban una con otra como interrogándose. El sonido
del bandoneón parecía flotar en el aire, surgir de las paredes, del piso, del
cielo raso, al modo de esa música llamada funcional que suele haber en algunas
oficinas modernas, en la sala de espera de algunos consultorios médicos y que
brota no se sabe de dónde.
¿Quién
podrá ser? susurró Leopoldina
Henriette
se impacientó:
Por
lo pronto, un hombre. Las mujeres no tocan el bandoneón.
Pero
no había alzado la voz, también ella había susurrado. Se levantó, caminando
en puntas de pie fue a apagar todas las lámparas, sólo dejó encendido un
pequeño hongo de cristales de colores, y volvió a su sillón.
El
concierto habrá durado, la primera noche, una buena media hora. Las señoritas
Wels no sabían nada de tangos, creían que es un género vulgar y medio
canallesco. Pero la música es la música y la noche es la noche, y de la
conjunción de ambas siempre nace un misterio delicado. Escuchaban en silencio,
sin moverse, respirando lenta y acompasadamente como si durmieran. Poco a poco
descubrían dos cosas: que el bandoneón no es un instrumento musical, es una
voz casi humana, y que nada más que con su música el tango cuenta alguna
historia. Aquella primera noche fueron historias de amor, pero no historias trágicas
o apasionadas sino más bien juguetonas, incluso tiernas, como de algún amor
juvenil.
Después,
nada. Nada durante un largo rato. Después las sobresaltó un portazo y
enseguida el brusco sacudón que da el ascensor cuando está en la planta baja y
lo llaman desde alguno de los pisos superiores. De noche se oye todo. Oyeron que
el ascensor se detenía, que la puerta de reja se abría y se cerraba, que de
nuevo el ascensor se ponía en movimiento. Y por fin oyeron un segundo portazo,
lejos, en la puerta de calle.
Henriette
corrió a asomarse al balcón y Leopoldina la siguió. Pero el edificio está
construido sobre la recoba de Leandro Alem y el balcón encima sobresale un
metro. Por mucho que uno saque medio cuerpo afuera, no alcanza a ver ni el cordón
de la vereda. Y si alguien sale del edificio y se va caminando por la recova,
desde arriba es imposible verlo.
Ningún
automóvil, ningún taxi se detuvo ni nadie cruzó a pie la avenida, así que
era evidente que la persona que acababa de salir del edificio se había ido
caminando por debajo de la recova. ¿Sería la misma que un rato antes tocaba el
bandoneón?
Henriette
fue a espiar: el pozo de aire estaba totalmente a oscuras. Sí, sería la misma.
Las señoritas Wels permanecieron en el balcón sin pronunciar una palabra. Vino
la medianoche, y como Henriette no daba señales de querer irse a dormir,
Leopoldina pudo seguir manoseando mentalmente la idea que la asaltó de golpe:
el hombre había tocado el bandoneón para ellas, la música había sido un
mensaje en clave, el mensaje decía "llegué, aquí estoy", y luego de
enviarles el mensaje se había ido. ¿Volvería?
A
la mañana siguiente Hildstrut, en cambio de averiguar por Wilson, como ellas se
lo habían ordenado, quiénes alquilaban el departamento del sexto piso, dejó
que ese hombre chismoso y grosero, que arqueaba el cuerpo y levantaba las nalgas
en una postura obscena, viniese a informarles personalmente.
Dijo
que el nuevo inquilino era un muchacho joven. Se había instalado en el sexto
piso la tarde anterior, una mudanza rápida y sencilla: pocos muebles pero
canastos y más canastos y perchas con ropa de todos los colores, incluidos
varios smokings. Al parecer vivía solo.
No
sé para qué quiere un departamento tan grande. Acuérdense de lo que les digo:
ese muchacho nos traerá problemas.
¿Qué
clase de problemas?interrogó Henriette. en un tono altanero. Wilson no pareció
sentirse intimidado.
Ya
se imaginarán cuáles. Tengo buen ojo para catalogar a la gente. Ese tipo es un
hombre de la noche. Lindo, pálido, con el pelo engominado y una ropa que no es
para ir a trabajar.
Henriette
se fastidió:
Por
lo visto aquí le alquilan a cualquier gentuza.
Wilson
las miraba, las miraba y no se iba, querría ver qué impresión les causaban
sus palabras. Leopoldina trató de no hacer ningún gesto.
Seguro
dijo Wilson que de noche recibe mujeres y amigotes, y arman escándalo. Total,
quién va a protestar. Ustedes, las únicas.
Si
hace algún escándalo se lo diremos al administrador le contestó Henriette,
más seca que una Habsburgo que despide a un lacayo Puede retirarse, Wilson.
Cuando
por fin se libraron de ese incordio, Hildstrut, que como era medio sorda no había
oído los tangos, dijo:
Mejor
que de noche haya otras personas en el edificio.
Henriette
se irritó:
Según
qué clase de personas.
Leopoldina
no hizo ningún comentario. Pero Henriette le notó una ligera excitación.
¿Estaba
aterrada o qué? Esa misma tarde Henriette mandó llamar al cerrajero para que
colocase un segundo pasador en la puerta de entrada.
Ningún
escándalo. De día era imposible distinguir, entre tanto ruido, los ruidos que
quizá proviniesen del sexto piso. De noche las luces estaban encendidas pero
tampoco se oía ningún ruido, ninguna conversación. Y, a eso de las diez, el
bandoneón. Tangos, siempre tangos. Alrededor de las once el muchacho se iba. ¿Adónde?
¿A tocar en algún dancing? Era lo más probable.
Seguro,
es el bandoneonísta de alguna orquesta típica decía Henriette. Lo que no
comprendo es que se haya venido a vivir aquí. Por lo general esa gente vive en
los suburbios.
Leopoldina
seguía sin hacer ningún comentario. Y los domingos él debía de pasarlos
durmiendo o en alguna otra cosa, porque ese día no había ni luces prendidas ni
conciertos de bandoneón, y las señoritas Wels reñían por cualquier pavada.
Las
demás noches, unos minutos antes de las diez, ya estaban sentadas en los
sillones del salón. Henriette simulaba leer, pero por algo no ponía ningún
disco en la ortofónica.
Leopoldina
bordaba o tejía, y a cada rato se le soltaba un punto del tejido.
Cuando
se escuchaban las primeras sílabas, porque eran sílabas, moduladas por el
bandoneón, Henriette murmuraba en un tono que quería ser irónico o
despreciativo:
Vaya,
otra vez nos da la serenata. Eine Kleine Nachtmusik del arrabal.
Pero
olvidaba dar vuelta las páginas del libro y, al rato, cerraba los ojos, dejaba
reposar el libro sobre las rodillas. Leopoldina interrumpía su labor, apoyaba
la nuca en el respaldo del sillón, a través de la ventana miraba el cielo
estrellado.
Con
el correr de las noches llegó a la conclusión de que la música era un pedido
de socorro. El muchacho les decía: "estoy solo, estoy triste", y
después hacía silencio porque esperaba alguna respuesta, y después, en vista
de que la respuesta no le llegaba, se iba no a un dancing sino a vagar por esas
calles. Volvería a la madrugada, o con el sol, cuando el edificio ya había
despertado, y por eso ella, aunque se mantuviese desvelada hasta el fin de la
noche, no lo oía regresar.
Una
noche no aguantó más y dijo:
Algunos
tangos me gustan.
La
reacción de Henriette fue tan desaforada que Leopoldina adivinó.
¿Cómo
te puede gustar esa música? -Henriette jadeaba, parecía sufrir un repentino
ataque de asma. Por favor, una música propia de los bajos fondos.
Leopoldina
adivinó que Henriette se había puesto furiosa porque también a ella le
gustaban los tangos.
Un
día, antes de retirarse, apareció Wilson con una gran sonrisa.¿Y? ¿Cómo
se porta el galán del sexto piso?
Henriette
fingió buen humor:
¿Por
qué lo llama galán?
Wilson,
sin dejar de sonreír, entrecerró los ojitos cerdunos como hacen los miopes
para ver mejor.
¿Nunca
lo vieron?
Nunca,
por supuesto.
¿No
molesta, de noche?
En
absoluto. Si no fuese por usted, creeríamos que el sexto piso está desocupado.
Miren
un poco. Y yo que creía que era un fiestero.
¿Un
qué?
No,
nada. Porque tiene una figura que madre mía. Propiamente un galán de cine.
¿Nunca
lo verían, ni siquiera desde lejos, desde el balcón?
Una
noche, en la oscuridad del dormitorio para que Henriette ni la disuadiese nada más
que con la mirada, Leopoldina se animó.
-Tendríamos
que conocerlo.
¿Conocerlo?
¿Y cómo?Henriette no había preguntado "¿conocer a quién?", señal
de que también ella estaba pensando en el muchacho.
Qué
sé yo cómo dijo Leopoldina, más decidida, pero alguna manera habrá.
¿Ir
y tocar el timbre de su departamento? ¿Nosotras, rebajarnos hasta ese punto?
Debe
de haber una forma de encontrarnos con él y que parezca pura casualidad.
¿Por
ejemplo?
Ahora
no se me ocurre nada.
Después
de unos minutos Henriette rezongó:
-Que
tome él la iniciativa. Para eso es hombre.
Leopoldina
supo, así, que también Henriette deseaba el encuentro y entonces se atrevió a
hablar, a toda prisa para que Henriette no la interrumpiese:
Cualquier
noche de estas salimos, hablamos en voz bien alta y hacemos mucho ruido con el
ascensor para que él nos oiga. Comemos en el restaurante de al lado. A las diez
y media volvemos, pero no subimos, nos quedamos en la planta baja, junto a la
puerta de calle.
Cuando
él salga del ascensor una de nosotras forcejea con la llave en la cerradura,
como si en ese preciso momento hubiésemos entrado en el edificio. Nos
cruzaremos. Será inevitable.
¿Y
entonces qué? Nos saludará y seguirá de largo.
Podríamos
decirle que somos sus vecinas del séptimo piso, y que nos gustan mucho los
tangos que toca en el bandoneón.
¿Serías
capaz con tu carácter?
No
sé. Creo que no. Yo no.
Ya,
me echas el fardo a mí. Ya veo. Lo tenías todo muy bien pensado.
No
dijo más. No dijo si estaba de acuerdo o no estaba de acuerdo, pero por un rato
no pudo estarse quieta. Leopoldina la oía moverse entre las sábanas y emitir
por la boca una especie de chasquido, como quien paladea el último sabor de una
golosina.
Dos
días después, durante el almuerzo, Henriette dijo:
Esta
noche podríamos ir a comer en el restaurante de al lado.
De
modo que Leopoldina se volvió audaz:
No,
al restaurante no. Me siento incómoda en ese lugar tan ruidoso.
Henriette
se encabritó:
Fue
tu idea, no la mía.
Sí,
pero lo pensé mejor y no es necesario que vayamos al restaurante.
A
las nueve y treinta p.m. apagaron las luces, dieron portazos, el ascensor las
secundó con su repertorio de chirridos. Esperar, de pie del lado de adentro de
la puerta de calle, hasta las once fue un verdadero martirio. Henriette parecía
la más nerviosa de las dos, suspiraba y cada tanto hacía un ademán como de
querer decir algo y enseguida arrepentirse. En cambio Leopoldina, eso sí, con
los ojos muy abiertos, se mantenía inmóvil como una estatua.
Henriette
consultó su reloj de pulsera. "Las once y cuarto", susurró.
Leopoldina, para demostrar que ese dato no tenía importancia, no hizo ningún
movimiento. A las once y media Henriette quería subir al departamento,
mascullaba que era una vergüenza lo que estaban haciendo, agazapadas, allí,
como dos perdidas. Pero Leopoldina se mantuvo quieta y callada, aunque ya tenía
una expresión facial al borde de la desesperación.
A
medianoche, sin pedirle parecer a nadie Henriette se dirigió hacia el ascensor
y Leopoldina la siguió. Cuando el ascensor atravesaba el palier del sexto piso
oyeron el bandoneón. Henriette le asestó a Leopoldina una mirada furibunda,
pero Leopoldina tenía los ojos bajos y perlas de sudor en toda la cara. El
bandoneón sonaba muy próximo, muy nítido, como si el muchacho estuviese tocándolo
detrás de la puerta de su departamento.
Debe
de haber sido eso lo que más encolerizó a Henriette. Otra vez sufría el
ataque de asma. Pensaría que el muchacho lo hacía adrede, para burlarse de
ellas. En cambio, Leopoldina pensó: "Está ahí, detrás de la puerta,
listo para recibirnos en su departamento".
Mientras
se desvestía a los manotazos, Henriette perdió su aire altivo y adoptó una
voz ronca y un poco grosera:
Estarás
satisfecha, me imagino, con tu bendito plan. No sé cómo, pero lo supo. Supo
que lo esperábamos abajo, como dos mujerzuelas. Y no salió. Justo esta noche
no salió, para humillarnos. Todo este tiempo estuvo dándonos la serenata con
el solo fin de tomarnos el pelo, de reírse de nosotras. Ah, pero de mí no se ríe
nadie, y menos ese chiquilín.
Leopoldina
iba despojándose de la ropa con movimientos tan débiles, tan desganados que
parecía desnudarse para morir. Cuando por fin apagó la luz, oyó la voz de
Henriette sofocada por la sábana que le cubría la cabeza:
Mañana
mismo me quejo al administrador.
No
se quejó nada. Pero todas las noches, después de cenar, ponía en la ortofónica,
a todo volumen, un disco con alguna ópera de Wagner. El bochinche de los
nibelungos o la bacanal en el Venusberg debían de oírse no sólo dentro de
todo el edificio sino también desde la avenida Leandro Alem, desde los
rascacielos de las Catalinas. Si mientras tanto él tocaba el bandoneón, no se
podía saber.
En
medio del estrépito Leopoldina rogaba.
Un
poco más bajo, Henriette.
Henriette
daba una patada en el suelo:
No.
¿Acaso él no nos aturde con su bandoneón?
Se
ponía sarcástica:
Qué
aprenda, de paso, qué música nos gusta. Y si todavía no sabe quiénes somos,
que vaya y que le pregunte a Wilson.
¿Qué
le diría Wilson? Las señoritas Wels, alemanas o hijas de alemanes, creo. Muy
ricas, muy aristocráticas. No serán jóvenes pero son muy hermosas, sobre todo
la mayor, Henriette. Lástima que Wilson no supiese dar más detalles: su abuelo
fue general del emperador Francisco José y por línea materna están
emparentadas con los Vizinzey, nobles húngaros que descienden de los Estérhazy,
los protectores de Haydn.
Claro
que Wilson era muy capaz de decirle: dos solteronas, orgullosas hasta más no
poder, aunque la menor, Leopoldina, parece más amable, pero la otra la tiene
dominada, la otra es un sargento de caballería. Y habría sido bueno, aunque
era imposible, que Wilson añadiese: Leopoldina no se casó porque Henriette,
una envidiosa que no le cuento, le espantó a los novios. Esto no lo pensaba
Henriette, lo pensaba Leopoldina.
En
tanto las vociferaciones de Wagner atronaban la noche, Leopoldina salía al balcón.
No quería ser cómplice de la venganza de Henriette. Salía al balcón y se decía
que, unos metros más abajo, el muchacho se sentiría mortificado, creería que
a ella no le gustaban los tangos, supondría que ella lo menospreciaba. Quizás
la otra noche había tenido alguna razón para no salir. Estaría enfermo. Pero
enfermo y todo había tocado el bandoneón para que ellas fueran a hacerle compañía.
¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo que dos señoras decentes vayan a visitar a
un vecino solo y enfermo? ¿Quién, empezando por el muchacho, podría
confundirlas con un par de mujerzuelas?
Hasta
que una noche no pudo más, abandonó el balcón y gritó para que Henriette la
oyese en medio de los batifondos wagnerianos:
Basta,
por Dios, basta de Wagner. Me crispa los nervios. Y encima este calor. Voy a
volverme loca.
Henriette
debía de estar harta, ella también, de tantos aullidos de las walquirias y de
tantos crepúsculos de los dioses, pero le costaría dar el brazo a torcer.
Ahora, haciendo como que complacía el pedido de Leopoldina, encontró la
oportunidad de librarse de Wagner. Pero tampoco estaba dispuesta a volver a oír
el bandoneón: puso un disco en el que Dinu Lipatti desgranaba melismas de
Chopin.
Y
a la noche siguiente aparentó engolfarse hasta tal punto en la lectura de un
libro que no advertía el silencio que las rodeaba. Leopoldina no salió al balcón.
Algo le decía que esa noche sería decisiva. Se sentó en el borde de una
silla, como preparada para ponerse de pie, y esperó.
En
efecto, a las diez y media recibieron el mensaje. No era un tango, era un vals.
¡Dios mío, era el Danubio Azul! ¡El muchacho estaba tocando el Danubio Azul!
Lo tocaba muy mal, a los tropezones. Pero justamente por eso el bandoneón parecía
una voz entrecortada, quebrada por la emoción o quizá por el llanto. El
muchacho les pedía que lo perdonasen. El muchacho quería que se reconciliaran
con él. Y elegía, humildemente, la única música a su alcance que ellas no
rechazarían aunque sólo supiera balbucearla.
Leopoldina
se había puesto de pie y, una mano alrededor de la garganta como para calmar
los pulsos de la sangre, escuchó los primeros compases del vals y después no
pudo dominar su propia voz:
¿Te
das cuenta? Sabe quiénes somos, y nos dedica el Danubio Azul. Lo toca para
nosotras.
Siempre
ha tocado para nosotras. Nos conoce.
Henriette
no se había movido. Había dejado de leer el libro pero no se había movido,
acaso de soberbia que era, para no trasuntar ninguna emoción. La actitud de
Leopoldina la despabiló. Pareció alarmada. Hizo un enérgico ademán para que
Leopoldina bajase la voz.
¿Nos
conoce? ¿De dónde nos conoce?
No
lo sé. Pero sabe que tenemos sangre vienesa y por eso eligió el Danubio Azul.
No un tango sino el Danubio Azul. No puede ser pura casualidad. Nos conoce, te
digo que nos conoce.
Estaba
tan enardecida que Henriette se levantó y la tomó de un brazo:
Si
nos conoce es porque Wilson le habrá pasado el dato: en el séptimo piso viven
dos mujeres solas con una sirviente vieja y medio sorda. Dos mujeres ricas, en
un departamento lleno de objetos de valor.
Leopoldina
se apartó:
No.
Si fuese un ladrón no habría esperado tanto tiempo para venir a robarnos. Ese
muchacho quiere ser nuestro amigo.
¡Amigo!
A su edad no se busca amigas. En todo caso se busca amantes.
Y
bien, sí. Una amante. No soy tan vieja, después de todo.
Henriette
pareció que iba a enfurecerse pero de pronto se dejó caer en un sofá, las
rodillas separadas, los brazos flojos, el cuerpo echado hacia atrás.
Leopoldina
¿perdiste el juicio? ¿Qué disparates estás diciendo?
Ningún
disparate. Ese muchacho quiere relacionarse con nosotras. Al menos con una de
las dos.
Y
ya sabes con cuál.
Soy
la más joven, no lo olvides.
Ame
pregunto si no te has vuelto loca.
Quizá.
Pero esta vez no podrás impedírmelo.
¿Impedirte
que?
Lo
sabes de sobra, Henriette. toda la vida lo hiciste.
De
repente advirtieron que el muchacho habla terminado de ejecutar el Danubio Azul
y que ahora hacía silencio. Entonces Leopoldina se sentó en un sillón, cerca
del vestíbulo de entrada, y cobró un aire glacial que Henriette nunca le había
visto.
Dentro
de unos minutos, vendrá aquí, seguramente vestido de smoking.
¿Le
abrirás la puerta?
Por
supuesto.
¿Y
si no es a ti a quien viene a visitar?
Eso
lo veremos.
Leopoldina
se irguió en su sillón, Henriette se irguió en el suyo. Se miraban una con
otra, como desafiándose. Pero pasaban los minutos y el timbre no sonaba. Y como
resulta incómodo mantener por largo rato una postura arrogante, las dos
liquidaron el duelo de miradas, dirigieron la vista hacia lados opuestos y
apoyaron la espalda en el óvalo de gobelino.
Cuando
se oyó el portazo, el sacudón del ascensor, los ruidos habituales que
indicaban que el muchacho se iba, Leopoldina no se movió pero Henriette se echó
a reír:
Tu
enamorado no se decide. Es tímido, por lo visto.
Sin
contestar, Leopoldina fue a tenderse vestida, en la cama. Al rato entró
Henriette. En el momento en que el reloj del comedor daba las doce, surgió en
la oscuridad del dormitorio la voz de Henriette. Era una voz dulce y como
afligida.
No
quise ofenderte. Pero no me negarás que la conducta de ese joven es muy extraña.
Leopoldina
no respondió. Y para que Henriette no creyese que estaba dormida encendió el
velador, miró la hora en el reloj sobre la mesita de luz y volvió a apagar el
velador. Seguía sin desvestirse.
Después
Henriette insistió:
No
te hagas ilusiones. Esa clase de hombres no es para nosotras.
Leopoldina
no respondió. No habló una sola palabra durante el día siguiente. Tenía una
expresión ultrajada y los ojos violentos. Por la tarde Wilson les trajo la
noticia: el inquilino del sexto piso se había mudado esa mañana, él no sabía
adónde.
Ahora
podrán dormir tranquilas. Pasó el peligro. Y añadió unas palabras
inesperadas en un sujeto tan tosco: Golondrina de un solo verano.
Esa
noche Leopoldina, siempre muda, siempre herida de muerte, y como levitando, salió
al balcón. Muy derecha, miraba lejos, las luces del puerto, más allá el río
de zinc bajo la luna.
Henriette
la vigilaba desde adentro. Hasta que abandonó el libro que no leía, que ni
siquiera había abierto, y fue a ponerse al lado de Leopoldina. Codo con codo,
erguidas y mirando siempre hacia adelante, las señoritas Wels le habrían
parecido, a quien pudiese observarlas, dos princesas de algún país nórdico
que asisten, desde el balcón de su palacio, a un desfile militar.
Al
cabo de un cuarto de hora, Leopoldina dijo:
¿Te
fijaste? Del otro lado de Leandro Alem no vive nadie, todo el mundo está de
paso.
Es
verdad dijo Henriette. No se me había ocurrido.
Marco Denevi