De "La muerte y otras sospechas"
A
esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo.
Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué
más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace
ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama. No
hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo
puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja,
para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme que puedo. Total, ¿para
qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda. Esos siete
pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no.
Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por
semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el
enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más
remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final
me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace
bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede
resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas
y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso
son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor.
Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos
sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una
mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo
sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de
inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Rémington que parecía un
tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo
el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo.
Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces
sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo
mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios;
Varices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera.
Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras
juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo
malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos
que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado
(quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi
vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba
oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no
de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan
el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las
tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara
a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) Que siempre me conmovió,
en unos pechos (¿serán los de Luisa?) Que durante un año entero me hicieron
creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) Que reclamaba mis brazos
que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi
vellocino de oro (¿será el de Ema?) Que aparecía tanto en mis ensueños
(matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba
para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de
los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no
tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán
vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame
por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España
dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos.
¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros?
¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un
anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba
cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el
diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré
que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí,
sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro
que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre
todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se
imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de
celos, esas porquerías que corroen la convivencia. Como contrapartida, cuidé
siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo
(primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se
perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi
complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres
varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo
de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años.
No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar?
Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no
me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de
anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de mizar. No
digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la
mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no
proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y
dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que
aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano
tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre
completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo
conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me
lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad no presunción ni
coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente
porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de
que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara
de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé
que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben
ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos
de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando
se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo
conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué
saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en
la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las
calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las
multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó
tres a dos a Italia en las semifinales de Ámsterdam y el relato del partido no
venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede
corner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone
tira desviado, etc.). Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice
qué tal abuelo, yo debería decirle té acordás de cuando venías a llorar en
mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías
que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del
vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber
sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros,
salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos
como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones
quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no
manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo
sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de
tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez
dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venías ahora. A lo mejor no lo decías,
pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas
como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas
cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías,
entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo
mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La
cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla
pero siente.
El
único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto. Que se
llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba
imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con
mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo,
claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba
con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible,
carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había
entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que
me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que
no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de
que yo podía hablar, y por otro, y ole contaría cuentos que nadie sabía. Está
bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi
enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón.
Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda
una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad
me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas,
suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras
heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de
alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y
salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y
siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a
que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos.
Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él
responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me
hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra
intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda
a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto
de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena
parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en
realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles,
ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una
trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace
notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de
erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la
montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los
gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna,
Octavio enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un
poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo,
puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el
caso que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño,
porque no sos ni serás brujo. Y él dice que lástima y tiene un poco de razón,
porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que
perdí sin remedio antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también
él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el
estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de
hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga.
Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni
le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con
alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo
invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da
Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en
Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo
pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este
placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la
edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón?
Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y
se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de
mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero
todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no
recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna
postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice
Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a
transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin
pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que
soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es
cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas,
podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en
general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También
podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que
digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino.
Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las
pilas podría solucionarse, sin mengua de mí podrido orgullo, diciéndoselo a
mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando
siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está
sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las
trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés
y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora
hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve
para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión,
tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se
llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y
todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español.
Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escritor que Braulio, y eso que su
especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura Suiza. Para las
navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero
en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en
correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de
La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como
"I acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly
yours", lo suficiente para que los de allá puedan contestar "Dear
sirs", o "Gentlemen". También ese hijo menor a veces me manda
algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión
sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para
qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado.
De
modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice
qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al
enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de
este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único
que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y
me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braulio,
ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablas (y
no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también
estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a
violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la
mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que
ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar
ya que no iba a tener a quien contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres
o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que
Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que
se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá
una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo
sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo,
siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo
vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra
cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale
un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió
corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como
siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un
gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me
abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a
nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero
quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a
un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de
vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí
no.
Ahora
tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los
diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a
suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso
siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o
pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta
alguna vez de que yo podía hablar?) Ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo
se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces
papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la
última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi
nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de
sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.
Mario Benedetti